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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

La Plazoleta (Plaza de Los Caídos) de la novela El valle de los espejos rotos

La Plazoleta (Plaza de Los Caídos)  de la novela El valle de los espejos rotos

NOVIEMBRE DE 1950

Nervioso, Raúl trataba de soplar la leche escaldada con gofio que su abuela Bruna le había preparado. El reloj marcaba las nueve menos diez; la asistencia, puntualidad y aplicación en aquella semana eran sagradas   en sus sueños por desfilar el próximo veinte en el funeral de José Antonio Primo de Rivera.

Corría, con el bulto de libros en la espalda, tropezando con los arrieros que, bajando de las medianías del Oeste de la isla, surtían de frutas y verduras a los comercios del pueblo. La calle de tierra, con charcos por las recientes lluvias,  trasladaban su memoria a las carreras con llantas de bicicletas, cruzando los charcos y enfangándose los pies y zapatos con las consecuentes reprimendas y sermones de Rosario.

Había un alborozo inusitado entre sus compañeros. Los responsables de las milicias locales habían cedido ropa usada y desgastada,   así como botas reglamentarias de la O.J.E,  de la Jefatura Provincial de Las Palmas. Al joven Raúl, que en el reparto anterior se había quedado sin ropa, sólo le facilitaron unas botas del cuarenta y tres que logró cambiar por otras de su número con un camarada veterano. Ahora, en esta nueva entrega, sí que tenía todo el uniforme completo… ¡por finnnn!

La llegada con su atavío reglamentario a casa, desató las risas y la conformidad de su madre que, instantáneamente se puso a remendar y lavar las prendas que tanta ilusión despertaban en su hijo.

La mañana del veinte de noviembre se despertó Raúl desde las cinco de la mañana. Despabilado, y dando vueltas en la cama, no lograba conciliar el sueño; su anhelo porque llegase ese día le traía despabilado. En una silla, al lado de su cama, su madre había colocado la noche anterior el preciado atuendo: gorra roja, camisa azul con el yugo y las flechas bordadas, pantalón corto gris y sus botas reglamentarias con medias blancas. Esperaba la hora en que, ataviado y con sus compañeros, jugarían en la calle lateral de La Plaza, con las habituales protestas de Mariquita, cansada de tanto familio, jugando y molestando su descanso, día por día, en su frontis.

Terminado el funeral, con la presencia de las autoridades locales: Alcalde, concejales y resaltando entre los presentes la figura de Marcelino Espino, Jefe local de Milicias, además de todos los maestros, formados con sus alumnos en la explanada frente a la ermita del pueblo, los presentes marcharon hacia la Plaza de los Caídos para hacer la ofrenda anual a los Caídos.

Antes, el Alcalde leyó su habitual arenga:          

“Jóvenes que formáis nuestra querida OJE, esto no es jugar a los soldados, no es un deporte, es una exigencia, un deber ineludible de los cadetes y de los pueblos que quieren salvarse del comunismo... Para quienes sentimos la patria y el destino histórico que nos ha alumbrado nuestro Caudillo, es una acción y un sacrificio generoso y heroico. La patria necesita de todos ustedes.

¡Viva España!”

Al ritmo que marcaba el joven Ambrosio Batista con el clásico: izquierda, izquierda, derecha, derecha, izquierda, tratando  que la formación marchase al mismo paso, comenzó el desfile. Otro de sus trucos  para lograr el paso al unísono de los flechas era cantarles: “cuerpo derecho, derecho, derecho”, mientras sus pupilos contestaban repitiendo la consigna. Otras veces Ambrosio con el derecha, derecha, derecha, izquierda, un, dos, eh, aro…conseguía la uniformidad de la marcha en la formación.

Aquel año, para portar la corona de laurel que se depositaba en la Plaza de los Caídos, se designó a un grupo de la OJE que, caminando, habían llegado de Las Palmas. En formación se dirigieron a la base de la cruz. Dos escuadras de seis flechas cada una con un jefe y el responsable de la milicia juvenil al frente, depositaron la corona de laurel a los Caídos. Mirando, deslumbrado, al jefe de escuadra visitante, Raúl soñaba despierto ser un día Jefe de grupo. El uniforme reluciente, el poderío que manifestaba y sobre todo la escopeta de balines que portaba, junto a sus gafas negras de pasta, hacían fantasear a Raúl con su futuro.

Una mano que le tocó por detrás le hizo despertar.

―Este año te toca a ti pronunciar la oración por los caídos ― le ordenó Marcelino, tratando de ridiculizarlo, sabedor de su timidez.

―¿Yo, don Marcelino?

―¡Si, usted y rápido!

Ante el sepulcral silencio, Raúl, folio en mano y subido a la base de la cruz se dispuso a leer:

Señor y Dios nuestro,

José Antonio esté contigo.

Nosotros queremos lograr aquí

la España difícil y erecta

que él ambicionó.

Señor, protege su vida

y alienta nuestros esfuerzos

hasta que sepamos recoger para España

la semilla que sembró su muerte.

―¡Viva Franco!

―¡Viva José Antonio!

―¡Viva España!

―¡Arriba España!

―Gloria a los Caídos por Dios y por España!

Con los “vivas” de rigor de los presentes, y el aplauso general terminó el acto. La corona quedaría, como cada año unas semanas más. Nadie se atrevía a tocarla, y ella sola, con la acción del sol, se iba destruyendo.

Tras el frugal almuerzo en los bajos del Ayuntamiento, Raúl y sus amigos flechas, se reunieron con los camaradas llegados de la capital con los que departieron sobre la organización juvenil y sus posibilidades de asistir a campamentos fuera de la isla. Soñaba Raúl, envalentonado con su intervención aquel día, con estar en Covaleda, su sueño de infancia que conocía a través de viejas revistas políticas que llegaban a la organización. Ese día nunca se borraría de la mente de Raúl. Había superado su timidez y veía en la organización juvenil una posibilidad de estudiar fuera y cimentar su futuro en las raíces del sistema.

1 comentario

Enrique García Valencia -

Como aquellos tiempos de Espejos Rotos, parte de la toponimia local está en vías de rotura y hacia el olvido total:
La Plazoleta, Lomito Blanco, La Matazón, La Julaguilla, La Cañada Honda, La Pasadera, El Badén, La Sajilla, La Hoyilla...

Siguen en su puesto, cara al sol naciente: la calle General Franco y su continuación hasta Los Llanos (Galo, Ponte por medio) José Antonio Primo de Rivera.