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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

Francisco Suárez Moreno: Historiador y Maestro (Aldea de San Nicolás)

Francisco Suárez Moreno: Historiador y Maestro (Aldea de San Nicolás)

Francisco Juan Suárez Moreno nació en La Aldea de San Nicolás en 1949. Cursó sus estudios primarios en la escuela pública de Los Espinos, con su maestro don Juan, Bibiano Sánchez Ojeda. A los diez años se matriculó en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús del mismo pueblo, fundado por la Srta. Carmita Afonso, don Paco León y don Federico Rodríguez, que sin su esfuerzo y dedicación muchos aldeanos no hubieran podido realizar carrera alguna, como consecuencia de los problemas económicos de la posguerra. En ese colegio terminó el bachillerato y luego la carrera de Magisterio en 1969, y desde entonces ejerció la carrera docente, durante 42 años, fundamentalmente en La Aldea, hasta su jubilación en 2009, en todos los niveles de la enseñanza pública no universitaria: Primaria, Adultos, Bachillerato (Dibujo T. como idóneo, 1973-1975)), Educación Compensatoria y Enseñanza Secundaria (1996-2010).

Desde pequeño le atrajo el Dibujo y la Historia, especialmente las culturas hispana y francesa. Leyó libros ávidamente lo que hizo que a través de ellos amara aun más el estudio del pasado de la humanidad y de las culturas más cercanas, como la canaria y especialmente la aldeana. Desarrolló una importante faceta en las Bellas Artes (Dibujo, Pintura y Fotografía), la que por corazón debiera haber profesionalizado; ello se refleja en todas sus publicaciones, al ser el autor de todas sus ilustraciones desde complicadas perspectivas de dibujo técnico y artístico hasta las fotográficas. Desde muy joven fotografió y grabó cada uno de los acontecimientos del pueblo, como las fiestas de San Nicolás ( Bajada de la Rama, El Charco, la Romería, la Procesión), distintos actos culturales, etc.

Actualmente continúa investigando, escribiendo y disfrutando del plácido ambiente aldeano. Se baña en las cristalinas aguas del Muelle y pasea por caminos y veredas disfrutando del maravilloso regalo de la Naturaleza: el amplio valle de La Aldea, parte baja de la cuenca hidrográfica más extensa de Canarias que abarca los municipios de Artenara, Tejeda y La Aldea.

 Inicio de la labor investigadora y docente

 Hacia  1970 comenzó su labor investigadora y bibliográfica con ensayos, charlas, conferencias y ponencias; asimismo con artículos periodísticos en  el Diario de Las Palmas, La Provincia y por último en el Canarias7, donde escribió intensamente entre 1982 a 1994, aparte de colaboraciones en otros periódicos y revistas de divulgación de Canarias. A los 24 años ya se le había reconocido su valiosa aportación a la cultura aldeana por lo que fue invitado a pronunciar el Pregón de las Fiestas de La Aldea. En este tiempo empezó a investigar sobre el pueblo prehispánico de La Aldea, escribiendo en el Canarias7 un artículo titulado: “Los Caserones. Vicisitudes de un poblado aborigen”. Hacía tiempo que había comenzado a investigar sobre la apasionante historia del Pleito de La Aldea y en 1976 dictó una conferencia sobre el mismo, con motivo de la Semana Cultural de las Fiestas de San Nicolás, patrono del pueblo.

En el campo de la docencia experimenta metodologías renovadoras y dedica especial atención a la enseñanza de contenidos canarios cuando aún ese aspecto no se trataba en las aulas, destacando la realización de folletos y series históricas para los alumnos del Colegio de La Ladera.

PARA LEER EL TRABAJO COMPLETO, EN LA PÁGINA DEL AUTOR DEL ARTÍCULO, JUAN ANTONIO QUINTANA:

http://premioseideas.blogspot.com/2010/12/francisco-suarez-moreno-historiador-y.html

Velada de tertulia literaria en Tasarte

Velada de tertulia literaria en Tasarte

La noche del sábado tuvo lugar una tertulia literaria en Tasarte. Unos veinte lectores interesados departieron con Ezequiel Ramírez, quien se reunió con ellos para presentar su última novela El valle de los espejos rotos.

En este encuentro, celebrado en el Salón Social de Tasarte, el autor comentó los motivos que lo impulsan a escribir y diversos aspectos de su última novela y de la anterior, El fajín rojo.

Durante cerca de dos horas se prolongó la presentación en una agradable tertulia en la que no faltaron comentarios sobre la idiosincrasia de Tasarte, tradiciones, anécdotas populares, cuentos y leyendas de aparecidos y embrujos, y otras aportaciones que nutrieron un acto rico en familiaridad, diálogo y tradición.

Se destacó al final la escasa incidencia de las actividades culturales en pueblos y pagos alejados de los circuitos oficiales, casi siempre centradas estas actividades en los cascos de los municipios, y que obvian a tanta población que, aunque dispersa en la geografía de nuestros barrancos grancanarios, está ávida de actos culturales.

Este que les comenta no deja de observar que, después de haber participado en dos presentaciones de esta misma obra, con alta presencia de público, en La Aldea y en Las Palmas, apuesta sin vacilaciones por esta celebrada en Tasarte. Hubo cercanía, enriquecimiento mutuo, complicidad notoria de lectores y autor y, sobre todo, lo principal: un público agradecido y entregado porque se le tiene en cuenta.

No estaría de más que los responsables de la gestión cultural de nuestros pueblos, ciudades y de toda la isla, tomaran nota de la importancia de actos como este, por el derecho que asiste a todos los ciudadanos a ser iguales, sobre todo en las oportunidades sociales, educativas y culturales. La tertulia en Tasarte es un claro ejemplo de cómo la iniciativa ciudadana se adelanta a la falta de oferta cultural: fueron los mismos lectores quienes invitaron al autor y organizaron la actividad literaria.

Por lo demás, en mi nombre y creo que en el de Ezequiel Ramírez también, doy las gracias a la gente de Tasarte, por invitarnos a pasar con ellos unos momentos tan especiales, como especiales fueron su trato y las muestras de su tradición oral que compartieron con nosotros.

Presentación de la novela El valle de los espejos rotos, de Ezequiel Ramírez

El vídeo de la presentación de la novela El valle de los espejos rotos, de Ezequiel Ramírez, con una secuencia de imágenes de principios de los años sesenta del siglo XX.

Ayer lo vimos en La Aldea, con comentarios del autor, el editor y yo mismo. Disfrutamos también del recuerdo de las grabaciones de José del Pino Bautista, con escenas aldeanas de aquel tiempo, que todos disfrutamos con emoción y nostalgia.

Ahora toca ir el lunes al Club La Provincia en Las Palmas, a las nueve de la noche.

Y por supuesto, a leer El valle de los espejos rotos.

La boca

La boca

Boca que arrastra mi boca:

boca que me has arrastrado:

boca que vienes de lejos

a iluminarme de rayos.

 

Alba que das a mis noches

un resplandor rojo y blanco.

Boca poblada de bocas:

pájaro lleno de pájaros.

Canción que vuelve las alas

hacia arriba y hacia abajo.

Muerte reducida a besos,

a sed de morir despacio,

das a la grama sangrante

dos fúlgidos aletazos.

El labio de arriba el cielo

y la tierra el otro labio.

 

Beso que rueda en la sombra:

beso que viene rodando

desde el primer cementerio

hasta los últimos astros.

Astro que tiene tu boca

enmudecido y cerrado

hasta que un roce celeste

hace que vibren sus párpados.

 

Beso que va a un porvenir

de muchachas y muchachos,

que no dejarán desiertos

ni las calles ni los campos.

 

¡Cuánta boca enterrada,

sin boca, desenterramos!

 

Beso en tu boca por ellos,

brindo en tu boca por tantos

que cayeron sobre el vino

de los amorosos vasos.

Hoy son recuerdos, recuerdos,

besos distantes y amargos.

 

Hundo en tu boca mi vida,

oigo rumores de espacios,

y el infinito parece

que sobre mí se ha volcado.

 

He de volverte a besar,

he de volver, hundo, caigo,

mientras descienden los siglos

hacia los hondos barrancos

como una febril nevada

de besos y enamorados.

 

Boca que desenterraste

el amanecer más claro

con tu lengua. Tres palabras,

tres fuegos has heredado:

vida, muerte, amor. Ahí quedan

escritos sobre tus labios.

 

 

 

(Imagen de la firma tomada de eldardodelapalabra.blogspot.com)

Si un sueño se repite

Si un sueño se repite

La vida es una vívida corteza,

una rugosa piel inmóvil

donde el hombre no puede encontrar descanso

por más que aplique su sueño contra un astro apagado.

 

VICENTE ALEIXANDRE

 

 

Si un sueño se repite, lo considero una amenaza. Porque me aturde recordar lo que sueño repetidamente. Aunque me gustan las historias sin tiempo.

Por eso me turba recordar lo que sueño. Si un sueño se repite, lo considero una amenaza. Un recuerdo sin tiempo.

 

Hemos llegado ella, su hermano y yo a la ciudad. Vemos desde una rotonda a la gente que entra en una iglesia despacio, de domingo, engalanados. Nos encontramos con un hombre alto, de piel blanca, ancho de espaldas y con aspecto reposado. Tendrá el hombre cerca de sesenta años. A continuación aparece una mujer de la misma edad, con cara amable, redonda y enmarcada en un pelo lacio gris. Son sus padres, y sonríen como si nos estuvieran esperando. Nos hablan de su confianza en que ella vuelva. Nos separamos y en mi camino veo a mi derecha un pequeño jardín donde el hombre está agachado, sonriéndole a una niña de unos ocho o diez años. La niña lleva la ropa de ella y parece su hija o su sobrina. Pero seguramente es su recuerdo.

El paisaje es una mezcla de la ciudad de la piedra y de la villa del agua. Está hermoso, salpicado de plantas ornamentales y flores; lleno de jardines apacibles que bordean las calles limpias, vacías de autos. La luz es suave, de un azul sereno y limpio de norte.

 

Me desperté de madrugada, sin sobresalto, pero con una lucidez plácida que me permitía pensar con claridad total. No era ni vigilia ni desvelo, porque no sentía ansiedad, preocupación o ningún síntoma físico propio de un insomne.

Con una fluidez constante y suave comenzaron a sucederse en mi pensamiento ideas, conceptos y frases que nunca pensé imaginar. Como Gregorio Samsa, me sentía en cuerpo extraño, solo que no el de un insecto. Era mi cuerpo pero lo sentía como si no lo fuera. Se había invertido esa enajenación por un entorno que, de ser familiar, persistente y hogareño, pasé a sentirlo como extraño, nuevo y desconocido. Por eso yo estaba fuera de lugar, por eso yo sentía que me había transformado en lo que nunca había sido.

Miré los muebles y no los reconocí. Olisqueé el aire y los aromas me parecieron de cobija ajena. Observé el reflejo de las luces amarillentas de la calle a través de las cortinas y no noté refugio, descanso ni costumbre.

Seguí el haz turbio de los faros de un coche en movimiento hasta donde se posaba. Se diluía en mi torso desconocido.

PAISAJES Y PERSONAJES EN EL RECUERDO (VI).DON JOSÉ MATÍAS, EL FOTINGO

PAISAJES Y PERSONAJES EN EL RECUERDO (VI).DON JOSÉ MATÍAS, EL FOTINGO

Habrán leído en la prensa la noticia de que  el sábado pasado se  presentó, en la Playa de La Aldea, un viejo coche restaurado, marca Triumph,  modelo Herald, 13/60,  del desaparecido  José Matías, cofundador de la industria panadera local PAVIMASA. A la novedad de la recuperación de un coche antiguo por la familia de su hija Paca Matías,  se unió el recuerdo a su propietario, popular y apreciado personaje local,  en cuya larga vida llegó a tener hasta tataranietos.  La noticia también añadía que don José Matías había  ejercido en su juventud como un diligente propio, con la particularidad de cubrir en pocas  horas, a pie,  los largos y sinuosos caminos de herradura, cuando este pueblo carecía de carreteras, lo que le valió el sobrenombre de el Fotingo, al decirle en una ocasión el Juez de Guía, en su asombro por la rapidez con que en el mismo día había cubierto dos veces el trayecto de La Aldea a Guía: «pues usted corre más que un fotingo» (Ford-T de principios del siglo XX), lo que él se encargó de transmitir y repetir una y otra vez, añadiéndole además que él  «se ponía de Agaete a La Aldea en dos horas», cuando a paso normal se tardaba medio día.  Y es que la restauración de su viejo Triumph, G.C. 58443 y su presentación, en la que estuvo presente el párroco, familiares y amigos, supuso un emotivo recuerdo de este célebre personaje local pionero además en la repostería industrial de este pueblo.

Por un lado, la restauración de una joya de automóvil histórico como ésta es un motivo de alegría. Recuerden que, en aquellos años cincuenta y sesenta de expansión económica local, a pesar de las crisis cíclicas de las sequías, se importaban muchos coches ingleses, franceses, alemanes...  La Triumph Motor Company  había sido un fabricante británico de automóviles que, nacida a finales del siglo XIX como constructora de bicicletas, luego pasaría al sector de coches. En concreto, el modelo Triumph Herald era un coche de dos puertas introducido en el mercado europeo hacia  1959. Había sido diseñado por el italiano Michelotti en la variedad de modelos  berlina, descapotable, coupé y  furgoneta. El  Triumph  Herald 13/60 se presentaba con éxito en  octubre de 1967, en  el Salón del Automóvil de Londres. El frontal fue rediseñado con un sombrero similar al Triumph Vitesse  y ofrecía un tablero  de  instrumentos de madera, entre otros extras de aquel entonces.  El motor se ampliaba a 1.296 centímetros cúbicos, con  un carburador  Stromberg 150D, que ofrecía una potencia de 61 CV (45 kW). Este Herald 13/60 se siguió fabricando hasta diciembre de 1970, cuando su línea, de finales de los años cincuenta, principios del los sesenta, ya estaba un poco obsoleta, y se había fabricado la alternativa,  primero en 1968,  de un nuevo Triumph Herald 1200,  y luego la berlina Triumph 1300.

Por otro lado, este hecho ha sido motivo para el recuerdo de aquel popular personaje que fue don José Matías, industrial de la panadería con la que inició su negocio en El Estanco, donde además producía todo tipo de dulces que luego se vendían en los diversos carrillos que entonces había, en la heladería Horchatería Central de Miguelito León, en los cafetines de los cines y en la dulcería de la Placeta de la familia Benítez. Todos saboreábamos aquellos sabrosos queques carbonatados al paladar al precio de una peseta o las ensaimadas (los panillos de media peseta),  los rosquetes de anís,  entre otros dulces que nos llenaban el estómago a módicos precios; y hasta nos llevábamos pleitos en los estudios, con aquello que Carmita Afonso solía decir en el Colegio, centro de segunda enseñanza de La Palmilla, cuando trincaba a sus alumnos fumando en el baño: «¡eh… salgan, salgan…  y cómo sale el humo,  como la panadería de José Matías cuando amasaba con leña…!».  

Vamos con algún detalle más del porqué de su sobrenombre, el Fotingo. Decíamos que le provino de su velocidad peatonal, como la de los Ford T de entonces, muy populares allá por los años veinte del siglo pasado, y casi que se lo puso él mismo en su pueblo, cuando contó lo que le había dicho el Juez de Guía. Aunque lo más curioso es que el asombro de la autoridad judicial no fue tanto por la rapidez en cubrir el trayecto a pie de Guía a La Aldea, cerca de 50 kilómetros, sino porque lo había hecho dos veces en el mismo día. Dicen que salió de madrugada para estar a primera hora en el Juzgado de Guía para cumplimentar el encargo de unos papeles y de regreso La Aldea tuvo que volver nuevamente a dicho Juzgado por lo que al verlo el Juez se asombró con «usted, Matías otra vez por aquí (…) pues corre usted más que un fotingo». Y es que le gustaba la velocidad, primero a pie por los caminos cumpliendo su función de propio y luego con su moto y vehículo a motor, aunque siempre con la máxima atención a la carretera, por lo que no se le conoció accidente alguno. Cuentan que, en una ocasión, venía en su Triumph a toda marcha de Agaete a La Aldea, tiempos de socavones en aquella carretera, uno de los cuales sorteó con su peculiar habilidad, al tiempo que se tropezó de frente con la motorizada de tráfico, que en un principio imponía un tremendo respeto y miedo.  Ante aquella maniobra de don José Matías,  no lo pararon, quizás con el susto en el cuerpo tras la operación repentina pero necesaria de Matías; pero, éste, se detiene y les grita con su característico nervio, algo más o menos así: «que conste que la carretera estaba mal». Y tenía razón; hoy este tipo de anomalías de la red viaria es una tremenda responsabilidad de la Administración. Otros mil cuentos deben haber de este personaje que nosotros desconocemos y que no tienen cabida en este artículo, sobre todo de su juventud, momento en el que destacó como parrandero en fiestas: dicen que en una ocasión, en uno de nuestros campos cuando iba a ver a su novia, se acabaron los voladores y mala era una fiesta sin ellos, cuando de repente se oyeron una y otra vez animando a la fiesta ¿voladores?  No, eran los disparos al aire de su revólver, algo que la gente del lugar le agradeció mucho.

Para acabar esta breve crónica, les contaremos una última anécdota de don José Matías: la primera Vuelta Motorista a la Isla, organizada por el Moto Club de Gran Canaria, cuya primera etapa se celebra el domingo 17 de agosto de 1960, generó una enorme expectación popular por toda nuestra geografía, gracias al ambiente creado en la prensa de entonces. Aquella mañana, el pueblo de La Aldea se agolpaba a la orilla de la carretera desde el cruce de La Ladera hasta la Playa. La carrera venía de Las Palmas por el Sur y acababa en Agaete. Sirenas, guardias civiles, policías locales… le daban al evento mayor apasionamiento. Vino a llegar a La Aldea, después de la gente esperar tanto tiempo, a eso del mediodía.  Tras pasar los primeros corredores, don José Matías debió calcular que aquello no era correr como él sabía hacerlo en su terreno. Y el ambiente adquirió tintes extraordinarios. Don José Matías, ya hombre maduro pero muy activo,  empezó a competir con los motoristas desde La Ladera hasta La Playa; terminada una “pega”, volvía para arriba a toda velocidad para enlazar con otro corredor más, entre los mil aplausos de la gente, más aún, cuando en algún tramo lograba sobrepasarlos. En fin… que el espectáculo lo dio aquel día el señor Matías en su Montesa de 125 centímetros cúbicos. Claro que divirtió a su pueblo, pero no a su familia: cuando llegó a su casa debió recibir la correspondiente reprimenda.

Nuestro personaje de hoy murió de avanzada edad y con calidad de vida, y dejó una larga descendencia de hijos, hijas, nietos, bisnietos y tataranietos. Y a lo que íbamos: el pasado sábado volvió su halo, sus recuerdos, sus mil y una anécdotas, dentro de su siempre azul Triumph Herald 13/60.

Seguramente muchos lectores de Artevirgo sabrán muchas más anécdotas y cuentos de este singular aldeano. Estos medios de comunicación digital permiten completar estos contenidos, a lo que los animamos a todos.

 

En La Palmilla a cuatro de octubre de 2010.

 

 

Francisco Suárez Moreno

Cronista Oficial de La Aldea

 

 


PASATIEMPOS DEL LITORAL

PASATIEMPOS DEL LITORAL

¿Qué decir del ínclito, popular y entrañable Cuevón del Puerto? Quizá, y para algún lector que todavía no lo conozca, mencionar que es un oasis  de sombra y de endógeno frescor en la sajariana orilla caliente de los veranos de La Aldea. La gran sala comedor de los tenderetes y comilonas que allí, al socaire de su penumbra, suelen realizar los devotos comensales del placer compartido. La enorme boca rocosa que continuamente se hace eco repitiendo —en farruca porfía con el océano— lo que aquél  le brama en su reto persistente y eterno. La inmensa bóveda central de una basílica minimalista donde oficiara el sacerdote de la perenne quietud y del sosiego. Un biotopo costero en equilibrio que nota impasible cómo el paso del tiempo deja su impronta evolutiva e indeleble en él.

 

Yo asumo y atesoro todas esas visiones y alguna otra más de carácter personal e  íntimo o, si no, de recoleto ambiente familiar. Es un sitio mágico, acogedor y evocante; la espoleta que —actuando desde los profundos entresijos de la Memoria—  dispara mis incipientes recuerdos infantiles con relación  a la costa y el mar. Fue el lugar preferido de las reuniones salubres que usaba la parentela en épocas pretéritas, es mi zona de lúdico esparcimiento en las jornadas presentes de relax y de relajo controlado y, a veces, desde su pétrea estructura imponente, se erige como el inquietante oráculo que me enlaza y me hace rozar el aspecto más divino de este nuestro humano recorrido existencial.

 

Tengo allí —además de vivencias enriquecedoras— sólidos colegas de antaño, celosos vigilantes fieles al lugar que, inherentes al entorno y parte de él, operan a modo de penates protectores de mi persona y también como lares tuteladores de mi solaz en sus apreciados dominios: son los escrupulosos alertas, los porfiados centinelas de aquel inestimable sitio.

 

Hay en el mismo borde del risco —protegido por una gran roca basáltica— un mato tímido, diminuto, retorcido, magro y, secretamente mío. Me saluda, sin dejar una  mañana siquiera, con un alegre vaivén usando el impulso alterno de la brisa que arrecia desinquieta por mor del alisio estacional; temerario  se asoma al pretil con su verde cara acicular, lánguida por el peso solar del mediodía, para ver mi supina  e inconsciente postura al solajero que me achicharra sin piedad; y me despide tristemente, llorando sus saladas bolitas blancas, cuando intuye con su adquirida sabiduría vegetal mi breve alejamiento nocturno de su entorno próximo. Responde a su verdadero nombre de pila como Poclama pendula; pero para el círculo de los más íntimos es simplemente el Balo del Cuevón: mi estimado añejo amigo de aquel aislado veril tan nuestro.

 

Él, un humilde y anodino arbusto que —dándonos una lección de fortaleza— se enraíza con terca insistencia e increíble vigor en un medio tan hostil como el suyo y resiste con ejemplar valentía los embates, avatares y contratiempos de la Vida; esa valerosa planta, como digo, me inspiró con su actitud este breve relato y su pequeño colofón final, el cual —y como homenaje a su arrestada perseverancia vital— yo me atrevo a titular así:

 

“I L U S I O N A N T E      V I D A”

 

Justo en el filo del arco del Cuevón, mudo y fiel, vive el balo que vela incansable mi  vespertino descanso. Testigo es, con su provecta edad, del tiempo que no cesa, y, a lomos del fugaz presente viajero, expone su vigor cuasi eterno mecido por la arrullante brisa que lo aquieta.

El artesonado del acogedor lugar compite con las crestas de sus propias almenas que, en el borde mismo, son doradas por un sol que agosta lentamente las horas del día, funde o aplaza mis preocupaciones cotidianas y, entusiasta de su rol, encima de mi pobre piel extiende capas de cobre fundido sin demostrar misericordia ni visos de la más leve pena.

Y arriba, al final de la jornada —ya en los mismos quiciales de la cercana noche— mi querido balo compañero espera, aguarda suspirando de placer anticipado por las caricias del manto fresco de un rocío que no llega.

Lo engañan sin querer con sus falsos disfraces de humedad: una sutil nube de marente, el satén del mohoso salitre, las tinieblas que lo amorosan, el alisio que por algunos momentos se serena, y todos aquellos anhelantes sueños que le compensan de ser el mudo, el fiel testigo de un constante Devenir que no ceja.

                                                                                                                    Primavera  de 2010

Enrique  García  Valencia

 

P.D. Dedicado, a  modo de sencillo y fraternal homenaje, a la memoria de una persona germinada, florecida, fructificada y fallecida en La Aldea.

Biólogo y botánico universitario, convencido ecologista empírico, jardinero paisajista de la mejor ralea  y —para mi fortuna— un eterno Amigo: Vicente  Ramos  Vega.

DON SANTIAGO (DON PACO) LEÓN. De la novela El Fajín Rojo

DON SANTIAGO (DON PACO) LEÓN. De la novela El Fajín Rojo

Envuelto en la pañoleta de su abuela, y en compañía de su madre, el camino hacia el casco del pueblo se les hacía más largo que de costumbre. Los labios transparentes del pequeño era la señal de que no iba bien, además de los vómitos que le repetían con más frecuencia.

La entrada al pueblo coincidía con  la fiesta que, todos los días uno de septiembre anunciaba a las doce de la mañana, con repique de campanas, voladores y el preceptivo himno nacional el comienzo de los festejos en honor al Patrón. La aglomeración de gente en la calle era un estorbo más en la desesperación de las dos mujeres que, con su andar deprisa, despertaban la curiosidad de los paseantes que preguntaban por lo ocurrido sin encontrar respuesta. Sólo querían alcanzar la casa de Don Santiago.

Al tocar a la puerta de la casa-despacho del nuevo médico, las atendió la joven esposa que, con su pequeño en brazos, les comunicó que el doctor había salido a una visita.

―Santiago vendrá en un ratito, siéntense un poco que no tarda    ―agasajó la joven a aquellas dos mujeres que reflejaban la angustia en sus rostros.

―Gracias, señora. Esperamos hasta que llegue   ― asumió Ana, sentándose en el banco de madera del pasillo que hacía de sala de espera.

―No te desesperes, que este hombre es muy humano. Ha  salvado a tantos niños que su fama en esas medianías es grande   ―serenó María a su hija Ana.

La espera se alargaba, mientras la alegría de los transeúntes, los juegos de los chiquillos en una calle sin apenas coches, sólo el paso de alguna bicicleta haciendo sonar su timbre, se mezclaba con el ruido de los ventorrillos, tómbolas y ruletas.

Entrando como un ciclón por el pasillo, el joven médico se acercó a las desesperadas mujeres, y sin decir  palabra alguna, se acercó al bebé, lo destapó, lo olió y con cara de enfado dijo:

―¡Pero, coño, si este chiquillo lo que tiene es acetona!  ¿Ustedes no ven que está deshidratado y tiene los labios transparentes?  Pasen para adentro y desnúdenlo de todo  ―dijo alterado Don Santiago.

― Pero si el niño está lavadito, señor    ―protestó la abuela.

―¡Que no es eso! Es que yo tengo la costumbre de oler las enfermedades, y créame que pocas veces me equivoco. Si me da olor a manzana, seguro que es acetona    ―determinó el doctor León.

Después de tomarle el pulso al crío y de observarlo, diagnosticó su sospecha anterior. En verdad era acetona, algo muy común en los niños de la época.

Le pinchó cuatro veces y  sacó de sus reservas un jarabe contra los vómitos y se lo entregó a la abuela.

―Aunque vean que sigue con diarreas, no se les ocurra darle agua con bicarbonato. Sólo hay que bajarle la fiebre, con un par de baños en agua fría, cuando vean que está muy caliente, no me lo forren con mantas que me lo asfixian. Le hacen una dieta de arroz y en cada comida, una cucharadita de café de este jarabe que les he dado ― indicó el médico.

―Gracias, Don Santiago. Dígame cuánto le debemos   ―solicitó la abuela.

―Nada. ¿No ve que estamos en fiestas?  Anden a casa y tráiganmelo cuando se vaya mejorando.

―¡Que Dios se lo pague, Don Santiago!   ―dijo entre lágrimas Ana mientras arropaba a su hijo contra sí, y abandonaban la casa del médico entre la multitud de paseantes que se dirigían hacia La Plaza, pues  las tómbolas y demás feriantes era un espectáculo para los chiquillos.

DE NUESTROS COMPAÑEROS DE VIAJE

DE  NUESTROS  COMPAÑEROS  DE  VIAJE

En este continuo ir que la vida es, solemos dar una especie de trato preferente a una serie de objetos singulares que nos acompañan en gran parte de nuestro recorrido vital, son cosas tales como: libros, algún mueble especial, ropa que no queremos desechar, utensilios bien amañaditos, herramientas viejas, ciertos adornos, atarecos heredados, artefactos de uso corriente, y un sinfín de artículos diversos a los cuales, sin conocer a ciencia cierta el porqué, nos sentimos más unidos que a los otros de nuestro entorno y uso cotidiano.

Acabamos por cogerles tecla y —de ese modo— los distinguimos haciendo una discriminación positiva que encierra quién sabe qué ligazón afectiva; los focalizamos sin saber qué recorrido e ignotos recovecos sentimentales posibilitan su preferencia sobre los demás ni qué lazos nos atan a ellos durante gran parte de nuestra existencia.

Realmente, no estamos interesados en descubrir qué mecanismo del embullo mental nos hace llegar a darles sitial de honor en nuestro extenso ajuar doméstico, los incluimos en nómina y los queremos porque SÍ e, impepinablemente, eso ya es bastante para la mayoría de nosotros: sus rendidos incondicionales.

Yo disfruto de la  camaradería y del compincheo en doble dirección que me ofrecen algunos elementos de uso personal a los que, por facilitarme los trabajos rutinarios con sus confortables favores y deferencias,  me siento algo más unido y a ellos les profeso —con discreción para no suscitar envidias ni celos— un poquito MÁS de cariño extra que a las otras pertenencias no fungibles de mi hábitat y trajines diarios.

Como muestra: un botón,  y como fehaciente ejemplo de lo que aquí relato, este título:

 

“UN  BATIDOR  DEL  PELO  Y  YO  MISMO”

 

Lo noto en el roce de sus finos dientes, en su deslizar torpe, en el poco geito del que actualmente hace gala , en su actitud pesarosa y un tanto fría...

Mi peinillo de blancas púas, camarada, colega y viejo amigo de las jornadas playeras, parece estar enfadado conmigo. 

Ya apenas se detiene ni se complace en su cometido; no sólo NO se esmera, sino que hasta se me esconde en algunas ocasiones en el fondo del neceser o se engruña en la parte de atrás de la mochila buscando cobijo.

Otras veces se arrastra lerdo, desmañado, cabizbajo y con aspecto tan mohíno que, por no molestarme, lo dejo hacer a su libre albedrío.

Ya se le quitará..., pienso al verlo tan enroñado cuando lo acecho para poder desentrañar tamaño lío.

Mientras, yo sonrío, aguanto, espero y confío en rebasar su patente enfado; me paso las horas de playa mirándolo de raspafilón e intensamente cavilo buscando la manera, el feliz término y el desenredo satisfactorio de este tonto desatino.

No me permito bajar la guardia aunque la tensión por el lado del batidor esté remitiendo un pisquito —ya de antier para acá parece estar mucho más receptivo—, y yo sigo buscando qué motivo, qué desliz, qué acción por exceso o defecto con mi compañero he cometido, el cual, ahora mismo —amulado al máximo— cruza en un singuío peinando mi cabeza blanquinegra reflejada en el diminuto espejo de bolsillo (otro que está asoplado y surtito, no suelta prenda, no me dice ni pío).

Y, entonces, justo en ese preciso momento —después de haberme dado un baño con olas juguetonas y espuma salada—, cuando me miro y me remiro en la pulida faz de su callado cómplice intentando infructuosamente hacerme la raya del pelo, se me enciende un bombillo con la solución entre los repliegues de mi despistado tino.

¡Ya lo veo! ¡Con lo que buscaba me topé!

¡¿Cómo no iba a tener casi toda la razón el elemento susodicho?!

Reconozco mi parte de culpa, pues tuve a mi pobre peine en el olvido y bastante abandonado desde hace dos semanas y pico.

 

El diablo de mi barbero me trasquiló hace quince días en un saltillo que di a la capital; las orejas me dejó, pero me peló a rente —casi al cero— desde la mismísima moña frontal... hasta el canto abajo de mi flaco totiso.

 

 Enrique García Valencia, La Aldea, primavera de 2010

LAS CANARIAS

LAS CANARIAS

En un viejo mapamundi de geografía política con mil doscientas cincuenta cagadas de moscas repartidas aleatoriamente sobre él, y colgado demasiado alto para mi gusto en la pared frontal del aula, el puntero de don Federico Rodríguez Gil, allá por los años cincuenta y tantos, se posaba sobre un conjunto de siete de aquel largo millar de puntitos negros dispuestos entre un sinfín de líneas entrecruzadas; dicho septeto  tenía una disposición y coloración especial, lucía a modo de la típica constelación astral y se situaba al noroeste de África: nuestro tan cercano como soslayado continente de pertenencia física.

Si te aproximabas engaliado en un banco veías que aquel especial grupito de las tantas deyecciones "moscateles" no eran tales excrementos, sino nuestro archipiélago puesto allí por la deferencia del geógrafo hacia las posesiones españolas en suelo africano. Estoy seguro -a pesar de haber llovido bastante- que la escala no era la correcta, las islas estaban algo estofadas para que pudieran lucir entre tanto color, espacio, rayas, símbolos y nomenclatura de  la cartografía convencional.

Nuestro profesor -con su didáctica y metodología oficialista- se empeñaba en que memorizáramos todos los territorios que, como españoles, debíamos conocer fielmente al dedillo. Yo -por aquel entonces- no me sentía (lo recuerdo muy bien) perteneciente a aquel coloreado mundo político de naciones, provincias, países, comarcas y reinos que, escalonados por nuestro mentor, iban desde el Mundo y Europa  hasta Canarias pasando antes por La Península, Baleares, Ceuta, Melilla, Ifni y el Sájara español; eso sí, obviando o no haciendo el debido hincapié en municipios, pagos y pueblos grancanarios del entorno próximo a La Aldea, desconocidos para mí hasta épocas posteriores.

Siempre  me sentí, y me vi, como de otra manera y en otro orden: de menor a mayor. Intuí que era de mi madre Demetria cuando la vislumbraba -yo teta en boca y mano apoyada en su generosa mama- desde aquella posición pectoral suya tan nutricia y calentita. Luego supe que era Briginia y Valencia, pues todas las caras deformadas que yo recuerdo alongadas al cajón-cuna (en casa del carpintero, cuchara de fierro) para alimentarme, juliarme las impertinentes moscas, gritarme con voces atipladas parrafadas ininteligibles, aperruñarme las pobres manitas y hasta besarme con sus restallones besos sonoros; todos aquellos rostros con bocas parlantes en dos octavas subidas, todas aquellas componentes de la insalla familiar -como digo-, constituían el muestrario de mi clan, parentela y tribu briginio-virginiana.

Luego, al crecer apenas un pisquillo más, fui de Los Llanos, pero... de los más cercanos: Almacén de Los Picos, Tanque de Los Majanos, barranco Tocomán, tienda de José Benina y, por mor de la escuela obligatoria, hasta los quiciales del cementerio de La Julaguilla. Todo eso bajo la atenta y discreta mirada de: madres, comadres, tías, vecinas, abuelas, primas..., que se erigían, donde quiera que estuvieran, en guardianas del colectivo de familios que pululaba a sus anchas por aquella sociedad rural y globalizada de mi entrañable infancia.

Más tarde -acompañado de mi jurria de amigos- fui siendo de otros lugares más lejanos: hicimos riñas de tomates con todos los barrios adyacentes al nuestro; nos peleábamos con los diablos del Pinillo porque entullían, en sus represalias deportivas, el campillo de fútbol cercano al Fuerte de Villanueva; me bañé de tapadillo en todos los tanques de la vecindad; robé cochinilla en cualquier bando de tuneras que estuviera desvigilado en las horas más proclives a mis intereses y llegué -con mi bandilla de coetáneos- cerca del remoto punto más occidental y prohibido de nuestra isla y pueblo: La Playa.

Y... cuando en éstas estaba, cuando mejor iba la cosa para un servidor, me pusieron unos martirizantes zapatos apresando mis incontrolables ñames que habían estado siete años "a la laja", me sobrevistieron con un cubrepolvo mariquita que llevaba mi nombre bordado a mano en el bolsillito superior, me regalaron una maletilla de cartón con tres estúpidas cosillas dentro y, a empujones e incluso con falsas promesas descaradas, me introdujeron en la Escuela  Pública "El Barrio" de niños, que es lo que reza aún en mi cartilla escolar de aquella nebulosa época pretérita.

Volvemos de nuevo al mapa situado demasiado alto y las cuatro paredes de aquel carcelario mundo interior, a los nuevos compañeros de fatigas, a la enseñanza sin periodo de adaptación de la escuela oficial y al acento algo ceceante, diferente e impasible que esgrimía nuestro profesor andaluz en su diarias explicaciones.

En el mundo exterior permanecía la didáctica empírica y extraoficial, estaba en todo aquel rancho de mujeres a las cuales yo oía y reconocía al pasar por la calle, que  grupalmente componían el sabio matriarcado que nos educó cuidándonos como pudo y supo; esa saga femenina que nos protegió almohadillando nuestra feliz niñez desde aquella sutil ginecocracia formativa, y que -usando las herramientas de su inteligencia emocional bastante desarrollada- ejercían un tutelaje férreo y colectivo sobre toda la marabunta de chiquillos propios y ajenos.

A través de todas ellas: manuelas, briginias, guirras, conformes, panchas, beninas, zamoras, siguirillas, malenas..., -fuente natural de nuestra Enseñanza Primera y Primaria- con mucho cariño en este día especial de celebración autonómica, quiero dedicar una pequeña composición -trufada de licencia poética- a la mitad más entrañable de  nuestra población total: las féminas canarias.

 

 

 

SONETO  A  LA  DEVOCIÓN  NUNCA  ROTA

 

Dejando jirones en su camino,

fluyendo, nuestras vidas nos transportan,

vamos tras los ideales que acortan

la angustia que jalona su destino.

 

Son, mientras viajamos, señal y sino,

marcas fijas de las cosas que importan,

hitos de ese viajar que nos aportan,

que enriquecen nuestro espectro divino.

 

Carisma son, como amigas se erigen,

y con su voluntad y fiel entrega

te protegen, te miman y te eligen.

 

Personas de gran calidad que anega,

entes que por su corazón se rigen,

almas del amor que no se doblega.

 

Versos que se dirigen

a gente legal desde alfa al omega:

mujeres, canarias,  madres,  colegas...

 

La  Aldea,  primavera  de  2010

Enrique  Montesdeoca  Briginia  y  Valencia

 

P.D. Para la ya gloriosa e inolvidable alma británica que -por su gran amor a nuestro archipiélago y a mí mismo- transmutó la mayor parte de su irrenunciable esencia escocesa, en un ferviente corazón canario lleno de incondicional e indesmayable cariño por nuestra Tierra; también va por ella.

(...) el Verbo se hizo MADRES y habitó entre nosotros

(...)  el  Verbo  se  hizo  MADRES  y  habitó  entre  nosotros

 

Este pequeño trabajillo -lleno de muchos recuerdos, bastante entusiasmo y poquito más- surge espontáneamente desde un vano intento: el de reflejar fielmente todas las desaforadas traquinas que cogían, todos los trapicheos que se tenían y todo el salpafuera que se les formaba a las madres de mi época cuando llegaba la temporada previa a las primeras comuniones.

 

Lo de vano intento es porque, sin datos fehacientes de protagonista principal, por mucho que quisiera estar y entrar en el meollo interno de las actividades en cuestión, sólo soy capaz reflejar las manifestaciones externas de aquel tejemaneje que a las mamás -en forma de jiribilla del tipo urticaria exantemática- les entraba periódica e intermitentemente ya desde los meses anteriores a mayo, obrando por ese motivo en ellas una especie de sinvivir que no zafaba, en la gran mayoría de los casos, hasta que -después de la magna ceremonia religiosa y de toda la pompa social inherente- el respetable cúmulo de drogas, contraprestaciones y compromisos adquiridos quedaban debidamente saldados.

 

El relato de esa rebambaramba es la que me empeño en hilvanar aquí comenzando con el rehilado, pespunteado, embastado y demás lances de aguja y dedal ejercidos en la tela ya cortada de mi flamante atuendo que aquella sacra ocasión parecía requerir.

 

El terno de gala para conmemorar mi primera eucaristía (además de otros estrenos para los familiares próximos) fue realizado en la vertiente artesanal por mi madre y mi tía Carmen, las cuales fueron dirigidas y supervisadas por Tanilita Medina (la mujer de Santiago el Herrero), una señora diplomada en corte y confección, no sé si por el Sistema Amador, que, además de armar en su taller bellos vestidos de mujer de los que venían en los figurines de moda, cortaba y cosía ropa de hombre con muy buen estilo y magnífica hechura.

 

Mi traje de caballero, primorosa labor de tres piezas, fue pagado en parte por los dos personajes de mi parentela citados anteriormente, que se avinieron a echar una mano como oficialas en aquel salón de costura tan concurrido. Además, como especie de redondeo y para apoquinar por el estipendio de los otros fluses, Luisito el Carpintero (mi padre), que por aquel entonces ejercía el oficio con dedicación exclusiva, limpió, raspó, aceitó, empastó, repasó y pintó las numerosas puertas del edificio de la modista que -para más inri sobre él- eran grandes, con resaltes, postigos, robustos batientes, dos enormes hojas por unidad, botaguas inferiores, recovecos miles y... demasiadas para un cuerpo con sólo dos manos.

 

Ni qué decir tiene que el pobre pintor acabó baldaíto de la cintura y a pique de irse con la boca sucia al Infierno de cabeza por mor de todas las pétimas que -masculladas entre dientes y formuladas a golpe de brochazo- le echó a los portones aquellos tan malengarbiados y ruines de trabajar.

 

 

"(...) Y EL VERBO SE HIZO MADRES"

 

Fue y vino, salió, entró, sopesó, aquelló, cortó, midió, hilvanó, cosió... Pasó noches de vigilia en las cálidas horas del mes de mayo; pero, al fin consiguió lo que ella quería.

 

Subió y bajó, compró, empeñó, pidió, pagó, cifró, gimió lloró, logró... Pasó días de frenético hacer y, allá por San Isidro descansó; pero, al fin había alcanzado lo que ella quería.

 

Limpió y calentó los yerrillos, roció, estiró, almidonó planchó, sudó, repasó... Pasó la víspera de Corpus Christi como un flan de Tamatina; pero, al fin tuvo todo dispuesto como ella quería.

 

Escarbó y cacareó, raspó, restregó, sobajió, bañó, estofó, arregló, apolisó, perfumó... Pasó la mañana como quien tiene azogue en el cuerpo y, ya cerca del toque "a dejar" salió; pero, al fin con lo que ella quería.

 

Más ancha que cumplía, fue y entró a misa mayor, rezó, miró, comparó, comulgó, entronó, paseó, retrató, visiteó... Pasó momentos de orgullo contenido y, ya pasadísimo el mediodía chillaban sus callos; pero, al fin entró en su casa rendida, como toda ella quería.

 

Sirvió y apenas comió, bebió,refañó, contentó,regaló, sonrió, colocó, repartió, ordenó... Pasó el resto del día como en una nube y, ya entrada la calurosa noche del mes de junio, se botó en la cama; por fin había conseguido lo que ella quería.

 

Con los párpados entreabiertos, se engruño, se estiró, giró, volteó, se ladeó, se revolvió, maquinó cómo finiquitar algunos pagos, se oyó pensar en lo bien que le quedaron las puertas a Tanilita, contó mentalmente los recordatorios que sobraron, bostezó, rezó, rejertió con las sábanas, se tapó, se destapó...

Pasó en duermevela hasta la madrugada y, llegando ya las claras de aquel viernes que amanecía -después de muchas vueltas- cogió al fin la postura debida.

Suspiró aliviada ya de tanta tensión, fechó satisfecha los ojos enrojecidos, se hizo un ovillo enroscada como un lirón y... se quedó profundamente dormida como ella quería.

 

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, primavera de 2010

 

 

 

 

P.D. A la memoria de Carmen y Josefa Valencia Montesdeoca (para mi fortuna, dos de mis tres madres) y, al nombrarlas a ellas, para todas las mujeres que -sin haber gestado nunca ningún familio- ejercen como tales mamás haciéndolo igual de bien, con similar dedicación y con el mismo celo que lo desempeñan las propias progenitoras biológicas.

 

IMAGEN TOMADA DE: http://blogdelosimposibles.wordpress.com/2009/05/03/feliz-dia-de-la-madre/

 

Ay mi Aldea de San Nicolás: Poema de nostalgia y amor

Ay mi Aldea de San Nicolás: Poema de nostalgia y amor

Ay mi Aldea cuánto te extraño

cuánta nostalgia anida en mi alma

cuántos recuerdos de mi amado pueblo

y cuántos sueños de mi vida en calma.

 

Calles de juegos y diversión con mis amigos

campo de fútbol donde disfruté de verdad

plazas de paseos, charlas y amoríos

y el mar que escuchaba mi canto a la libertad.

 

Ay mi Aldea linda, pueblo de mis amores

vierto mis lágrimas para regar los campos

que tanta sequía y dejadez sufrieron

y para aliviar mi alma de mis quebrantos.

 

Pero hoy sonrío, mi terruño adorable

pues tú me esperas con los brazos abiertos

ya que el Atlántico me transporta en sus olas

y las gaviotas me dan un alegre concierto.

 

Me saludan los riscos, los barrancos y las montañas

las palmeras, las tabaibas y las aulagas

los pájaros, los murciélagos y las perdices

y mi querido amigo que tanto me extraña.

 

Amo al pueblo aldeano, amo su bonhomía

su idiosincrasia, su alegría y su buen humor

su ánimo parrandero y su diario esfuerzo

y amo su espíritu abierto y emprendedor.

 

Te doy un apretado y sincero abrazo

te diré que te amo con locura una vez más

y antes del último y definitivo viaje

te repito que así nunca jamás podré amar.

 

Este poemita me lo inspiró al escuchar hoy la interpretación de la canción "Gran Canaria" al Grupo folclórico Los Gofiones.

 

DE BELINGO NOS VAMOS

DE BELINGO NOS VAMOS

Enyesque introductorio:

 

¿Se acuerdan de que, algunas décadas atrás, la gente solía ir de comilona con su jarquilla de amigos dos o tres veces a lo largo del año? No me refiero al estilo y moda de ahora:  hacer una barbacoa de jardín, montar un tenderete en la finca para inaugurar el "cuarto de aperos" u organizar una simple chuletiada de azotea. Cuando digo comilona quiero decir... COMILONA.

 

Hace ya algunos años, las personas integradas en una pandilla determinada se ponían de acuerdo para salir de forma discreta hacia algún sitio más o menos apartado -no se solían  hacer alardes ni escandaleras- y allí, apalastrados a la sombrita, armar el festín tal como diosmanda y la Gula eterna embulla y convoca periódicamente. La discreción era básica por muchas e intrínsecas razones relacionadas con el evento; uno de los motivos primordiales era el de evitar la ostentación innecesaria y, por tal motivo, ser tildados por los demás de echalones o de fachentos (no había necesidad de ser provocativos).

Se buscaba cualquier pretexto, se elegía casi al rumbo un día, se convidaba al grupo de siempre, se incluían varios allegados afines y de confianza, quizá algún forastero residente o que estuviera de paso y... venga, ¡rian pal Puerto!

 

Una de las excusas más usadas era la de celebrar el santo de fulano o de mengana. La moda de los cumpleaños no se estilaba mucho y aún no había llegado del todo ni muy bien a La Aldea de aquellos finales años cincuenta y principio de la década de los sesenta. Hacer el fiestorro empajándose de comida y achicando bastante ron (para qué no vamos a engañar) era sinónimo de muchas cosas: constatación del poder adquisitivo de alguien en concreto, bonanza económica de todos, visos de buena zafra general, ingenio del grupito para montárselo bien, statu y modas-modos de nuevos ricos, inventiva de los cristianos para fastidiar la gazuza  que les asediaba, etcétera.

 

Por aquel entonces, estaba muy bien visto eso de comer a tutiplén; daba como una especie de fresquito, de abajo pa'rriba, saber que se podían transgredir las normas impuestas por la escasez de una postguerra que no terminaba de irse, que seguía aferrada al colapso e inopia de las alacenas (algunas trancadas con llave), de las humildes despensas y hasta de los más rústicos cañizos.

 

El marzo de días algo más largos era uno de los meses buenos para inaugurar la temporada del condumio,  la hora de comenzar con las reunencias de la carava agrícola y ganadera de estos pagos del Señor que son los de mi Aldea.

También daban su buen juego las siguientes hojas de almanaque con sus  jornadas vecinas a la santurrona semana de Pascua Florida, el ubérrimo mayo de québonitoestátodo, los días bastante calurosos de San Antonio (el chico y el grande), julio triunfante y exento de tareas urgentes, el macilento agosto de no-hay-nada-que-hacer, el septiembre del enralo pre-fiestas patronales, el octubre de la Raza y de la Hispanidad, el noviembre de las muertes de cochino, el diciembre de los primeros baifos, el enero de los queridos Reyes Magos, el febrero de los Carnavales...

 

En aquel periodo de los meses de primavera se celebraba la suficiente cantidad de pías onomásticas como para agasajar satisfactoriamente a casi  toda la corte celestial, podían ellas solas esquilmar un corral entero y venían de perilla a los ansiosos devotos del comistraje y del relajo; no era cuestión de desaprovecharlas así como así ni de dejarlas escapar vivitas y coleando.

 

El santoral respondía lo suyo y ponía en bandeja -nunca mejor dicho- a josés, pepes, pepitas, matildes, ricardos, antonias, antoñitos, vicentes, lolas, dolores, domingos... y demás fiestas de guardar; que para eso todos estábamos (lo quisiéramos o no) inmersos en un nacional catolicismo franquista amante del sacro boato religioso, tolerábamos el arcaico palio y decíamos amén a un imperioso Concordato, tipo barragana estatal, repleto de mitras y de sotanas turgentes por mor de la buena y abundante mesa que, según el discípulo de Satán encarnado en la forma de mi abuelo, no eran -tales balayos de panza- sino el fruto del zanganismo genético más recalcitrante producido y acumulado, en esa insalla de varones inútiles, a través de toda la historia de la Humanidad.

 

Actualmente hay todo tipo de comidas en esas jaujas del comprador compulsivo que son los supermercados, y nos pasamos mucho tiempo atacuñando cosas y más cosas en nuestras neveras ya de por sí bastante repletas de todo lo habido y por haber

Antes se sufrían ansias y se padecían antojos por algunas comidas (plural), sobre todo de esos manjares especiales que no eran de cualquier día o de los que había que esperar a su temporada propicia. No padecíamos de hambruna, pero se nos hacía la boca un charco al evocar aquellas golosinas de disfrute que sólo probábamos de higos a brevas.

 

Había una sentencia recurente en boca de nuestras abuelas, tías y madres: "Hambre, lo que se dice hambre, no lo había; lo que teníamos eran deseos".

Muchos potajes, mucho gofio amasado, mucho conduto monótono, mucha col con tocino entreverado, mucha judía bailando y mucha  rapsodia húngara tocada con instrumentos de viento y percusión, o sea: mucha ventosidad. Alguna lasca de pescado fresco, algún bocao de carne de hila de cochino recién matado o del salado, alguna gallina o gallo añejo, algunas lambujas de carne de vaca (de relancia) cuando en la carnicería te la querían dar, algunos baifos por Navidad y... más potaje, más caldopapas, más gofio amasado o sobado y... más sinfonías intestinales en adagio y algún que otro pizzicato vibrante.

 

Aquella frase relativa al postre: "Pa'quitar el gusto" (algo de fruta casi siempre), me da mucho que pensar y, como soy  rebuscado de por demás, se me estremecen las entretelas al recordarla en boca de nuestras siempre agoniadas y amorosas cocineras: las madres. Ellas usaban ese estribillo con su pisquito de humor, con mucha  resignación, y con toda la rejodíngana impotencia que nacía del no tener conque ni con qué para poder regalarnos el bezo usando algo más festivo y de más sustento.

 

Por todo eso, cuando los cuerpos estaban en la tea y tendían a empenarse, las barrigas estaban aquelladas de tanto jilorio, y había algún pretexto, coyuntura favorable, animal para quitar o machorrilla a mano, se podía oír:

-Muchachos, ¿vamos de comilona pa'Artejeves el domingo y llevamos carne cochino? Nicolasito está matando ahora unos buenos turres...

-¡No! Mejor pa'l Roque, hacemos también un caldillopescao, cogemos en Bocabarranco unas lapas o unos burgaos y podemos tostar con algún casparro unas buenas docenas de sardinas para completar el tenderete. Después de comer  nos podemos botar a panca suelta debajo de los tarajales ahora que no está yendo nadie.

 

Hoy en día esas formas de convites ha caído en desuso y se celebran menos. Los cánones estilistas relativos a una silueta corporal sin baña, los modelos que la tele nos impone como ideales, los colesteroles del demonio y la bobería colectiva total hacen que esté mal visto el comer en demasía; el empanturrarse a placer es ya un pecado tanto capital como sanitario y no cuenta en estos días con el visto bueno de las aseguradoras médicas, de los triglicéridos famosos y, ni siquiera cuenta ya en su haber con el plácet social.

 

Este trabajillo (que quiere imitar el modo declamatorio de Panchito el del Sindicato, improvisador de chascarrillos y verseador familiar, padre de mi padre y guajiro urbano formado en la Cuba del veintitantos) tiene una dedicatoria especial para un personaje muy amigo, cómplice y/o compinche en muchos lances de mi vida, elemento muy querido por mí y por los míos: me refiero al ínclito José Saavedra Molina de Nido Cuervo y Gáldar, porque (lo sé de muy buena tinta) las bambollas, regocijos y rebumbios formados con las gandingas grupales son de total agrado a su pantagruélico estómago ávido de movimientos peristálticos risueños en la grata compañía de sus amistades de siempre.

 

Entullo y menú principal: "De belingo nos vamos"

 

Celebremos Pepe tu santo con alegría, buenos deseos y esperanza,

rodeado de todos los tuyos, con la felicidad y la salud en tu cara.

 

Elijamos un sitio con la sombra, la tranquilidad y el frescor de la playa,

para que no nos coja el calor del sol iremos tempranito, desde por la mañana.

 

Hagamos una comilona con todito, donde no falte de nada,

llevemos pejines, jareas, mojo del rojo picón y papas raspadas.

 

Una pella de rico gofio de mistura con buen geito amasada,

un mojillo liso y verde, sabiendo a cilantro, para acompañar a las lapas.

 

Unos ñames rosados de Guguy guisados al estilo de La Palma,

unos cachillos acrecentados de bonito fresco en adobo todita la semana.

 

Carajacas finas y picantes acompañadas de su buenas batatas blancas,

bienmesabe de Tejeda, de La Aldea queso avellanadito de cabra.

 

A Blasinita le compraremos nísperos, alguna  lima y unas támaras pasadas,

y de manises bien horneados ca' Fotingo: dos o tres buenas embozadas.

 

Cojamos una grande y libre con el Ron del Charco "Tres Cañas",

hasta un jace de voladores tiraremos haciendo un a sonora traca.

 

Celebremos tu santo Pepito, hagámoslo como la Gandinga manda,

chascando y mojando el pico, furrunguiando algún timplillo y guitarra.

 

Yo llevaré garbanzas compuestas aunque los retortijones nos incordien la panza,

y una docena de sardinas jarencás de las que vende Eloy en La Plaza.

 

Aquella le comprará a Sionita un cucurucho estibado de tirijalas blandas,

alguna rapadura de gofio y un papelón de almendras garapiñadas.

 

Haremos un rico y sabroso mojocochino como en la tierra es usanza,

tenemos el cuarto y algo más de un turre pues fulano adelantó ayer la matanza.

 

Chicharrones para recalentar, las asaduras y carne de hila embarrada,

aquél lleva también la vejiga del cochino para inflarla con un canuto de caña.

 

De postre, frangollo rollonadito con algo de leche condensada,

un buchito de café y alguna trucha de dulce cabello o de batata.

 

Probaremos de Damianita los sugestivos suspiros  que nos trajiste de Gáldar,

y algún que otro plátano mayero de los que tu padre nos refaña.

 

Para quitar el releje de la comida comeremos unos casullos de naranja y,

para consolar las madres una limeta grande de mejunje de Tirajana.

 

Con todos los menesteres y prevenciones, comprobando que nada falta,

le daremos el último toque a los plastas: a perengano, a menganito y a zutana.

 

Iremos pa'l Cuevón del Puerto, temprano, a pie y con la marea bastante baja,

¿y a la vuelta? No haya preocupación: tenemos apalabrado con Chano su barca.

 

Llevaremos algunas mantas, la cafetera repleta, beramones, bicarbonato en lata y...

algún rollo de papel higiénico de ca' Castellano, por si acaso nos hiciera falta.

 

Celebremos José tu santo con un gaudeamus bendito, ¡como Dios manda!

Comamos, bebamos y vivamos hoy, no se sabe lo que haremos mañana.

 

 

 

Postre y epílogo: Esto del empanturramiento anterior, para mi rasquera, nunca me llegó a suceder, yo lo viví por experiencia ajena porque no tenía, ni la edad suficiente ni los recursos necesarios para montar tal convite. Sí que veía, desde mi distancia de chilguete goleor, las formas y fórmulas de diversión que tenían las pandillas de aldeanos nacidos diez o quince años antes que un servidor y que, desde esa lejanía cronológica, yo envidiaba secretamente.

 

 

Es verdad que (sobre todo en época pre-adolescente) los familios, organizados en pandillas locales o de barrio, solíamos hacer excursiones e incursiones a lugares relativamente accesibles: Artejeves, Pino Gordo, a los charcos de la zona de Salao, al lejano Furel... e íbamos incluso, de tapadillo, solos y sin gente mayor hasta sitios más estimulantes como la remota y prohibida playa del final del barranco, aquella dichosa playa a la que nunca acabábamos de llegar o que si lo conseguíamos no podíamos disfrutar con el suficiente relax y relajo.

 

Siempre había alguien que se enteraba de nuestra ilegal presencia en el lugar y acababa indefectiblemente por hacérselo llegar a nuestros padres (lo cual significaba recibir moquenque del bueno) o, quizá, por el camino nos vislumbraba algún conocido y daba pie a que se activara el miedo dentro de aquellos cagaos que no querían ir ya desde el comienzo del viaje y que, por supuesto, desataba su guineo de comentarios desalentadores y quejumbrosos, tipo: selosdije, prepárateconpapá, pamigustoquenosvió, simamásenteranosmata...

 

Más que por lo anterior, nos volvíamos muchas veces, cansados y sin motivación, desde la mitad del camino porque también nos habíamos comido y bebido todas las viandas, beberrutiajes  y vituallas del zurrón; estábamos cansados de caminar, jartos de las tres cosillas que no habíamos podido preservar para la merienda, con las cantimploras vacías  y con una sed cercana al fatuto que arrancaba el alma.

 

Por el camino de vuelta, alguna buena persona caritativa y conocida de la familia se encargaba de remediar la sequía vaciando medio bernagal en nuestros resecos estómagos y, así mismo, se complacía en comunicar más tarde (con pelos, señales carcajadas y risitas varias)dicho lance a nuestros respectivos padres, afrentando, de ese modo, a todos los asorimbados miembros del grupo cogidos en falta e incrementando -de raspafilón- el insidioso desdoro en el que había caído nuestra fallida gira-pateo de aquella semana. Fin

 

Enrique García Valencia / La Aldea / 2010

 

 

El suave frescor del Floïd

El suave frescor del Floïd

Al ser el benjamín de la familia, con la protesta habitual y razonable de mis cinco hermanos, mi padre, Panchito Ramírez, que no lo hacía con los demás hermanos, con cincuenta largos, me permitía compartir con él sus arreglos matinales.

Me espumaba, cada mañana antes de salir a la escuela de Don Federico, la cara, con su vieja brocha de soltero. Me afeitaba con la maquinilla (sin hojilla) de mango gris y me frotaba finalmente, tras limpiármela con una toalla, la cara con FLOïD. Después de colocarme encima de la tapa de la vasija del baño, que era mi atalaya, no quitaba ojo de sus muecas: labio arriba, estirar el mentón, alargar la piel con su mano… para acertar con el modo exacto de atrapar la barba, que compartía conmigo a través del espejo guiñándome el ojo con complicidad paternal. Me desesperaba su tardanza en refrescar la cara con  FLOïD pero tenía siempre una explicación. Esperaba que la piel de la cara se estirase y secase bien, sabía que entre más tardara en aplicarse aquella loción con un poco de alcohol, más placentera sería el notar la frescura en la piel.

Ese momento, ese olor embriagador, está en mi pituitaria junto al de la colonia VARÓN DANDY. Comparten espacio en mi mente junto a la foto fija que llevo en mi retina; como mi tribuna estaba, justo detrás de las anchas espaldas de mí padre, sólo veía su cara en el espejo y su camisilla blanca que, siempre, de verano a invierno utilizaba.

Allí, en la repisa del lavabo, siempre estaba, junto a la botella roja de  ODAMIDA, el frasco de FLOïD, de color naranja, con la etiqueta de un joven que reía y que desde cualquier posición que lo miraras, siempre te sonreía. Cuando se acababa el contenido,  furtivamente, yo las atesoraba en lo alto del armario del baño para olerlas en secreto.

Él, al igual que mi madre, seguramente estarían disfrutando del poder jugar con un  chiquillo a su edad. Lo que yo guardaba como tesoro, con mi ingenuidad, con el tiempo, supe que era un secreto a voces entre toda la familia.

La Aldea de San Nicolás: Las lluvias, riqueza para nuestro pueblo

La Aldea de San Nicolás: Las lluvias, riqueza para nuestro pueblo

Foto del Arenal, Castañeta, La Aldea. Tal vez de los años 1.953 ó 1.954.

 

Las tan deseadas lluvias han sido como la lotería para los aldeanos. En épocas de sequía, rezábamos para que lloviera. Siempre mirábamos al cielo para ver si era tiempo de sur, o si estaba cerrado, con nubes oscuras, sobre la cumbre, que era donde deseábamos que cayera la lluvia para que se llenaran las presas, o eran unas simples gotas que sólo mojaban la tierra, o eran para "más calor".

Hubo períodos hasta de siete años sin caer una gota. Se pueden imaginar la fiesta que formábamos cuando llovía de tal forma que en poco tiempo se llenaban las presas, y empezaba a correr el Barranco de Tejeda-La Aldea, para nosotros el Barranco Grande, a llenarse los pozos hasta el brocal, a adornar las montañas todos los caideros, a llegar el Barranco de Tocodomán, popularmente llamado El Tocomanero", hasta Castañeta, donde se une con el Barranco Grande.

A veces corría tanto el Barranco Grande que producía grandes destrozos en las fincas y en las casas que se construyeron en su cauce.

Cuando llovía mucho, mi abuela se santiguaba y exclamaba:

-¡Ay, Santa Bárbara bendita, sólo nos acordamos de ti cuando está tronando!

Y nosotros pedíamos:

-¡San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol!

Mi padre era partidario de cooperar en la construcción de un fuerte en la finca de José Sosa, entre todos los propietarios de las fincas que le seguían hacia abajo, puesto que por la de él, se metía el barranco e iba arrasando a todas las demás, pero, lamentablemente, muy pocos quisieron apoyar ese proyecto.

En la foto se puede observar el destrozo producido por una crecida del barranco, que solía entrar por la finca del Sr. Sosa y continuaba por las otras hasta llegar a la de mi padre, Antoñito Quintana, para seguir a continuación por la del pariente Daniel, para luego unirse a la corriente principal del barranco, al chocar con el risco.

Apenas se percibe la figura de un trabajador en funciones de recuperación del terreno y un trozo de fuerte que quedó en pie, puesto que la fuerza de las aguas abrió un enorme boquete por donde entró el barranco.

Foto actual del fuerte de Castañeta.

El Arenal fue arrasado por la corriente varias veces y vuelto a recuperar para el cultivo por mi padre. La ruina era total cuando desaparecía el fuerte, un muro de piedra y cemento de grosor considerable que hacía de contención a las bravas aguas del barranco, y también el cultivo, la tierra y materiales que hubiere en esa parte de la finca de Castañeta.

Finalmente mi padre decidió construir un fuerte que perduara en el tiempo. Le hizo unos buenos cimientos y aplicó abundante cemento y piedra con el fin de no tener que reconstruirlo nunca más. Y así sucedió con el que se percibe en esta foto.

Una vez corrió tanto el barranco y con una crecida muy grande. Él se levantó muy temprano, aún sólo alumbraba la luna, y se sentó a observar hacia Castañeta, desde el lugar donde posteriormente se construyó el Matadero. Cuando aclaró el día vio que el barranco se había introducido en la finca y había arrasado todo. Se quedó pálido, meditando qué hacer para reconstruir todo cuando dejara de correr el barranco.

Después de un par de horas de estar sin moverse, pudo observar cómo la altura del barranco iba descendiendo e iba apareciendo el fuerte.

- Me llegó el alma al cuerpo, me comentó una vez recordando este episodio.

Otra vez sucedió que por la tarde fue toda la familia a ver los tomateros del Arenal. Tan hermosos estaban, amarrados al burro, y llenos de óptimos tomates que nos mirábamos en él.

A la mañana siguiente, mientras aún estaba mi padre en casa desayunando, llegaron los medianeros y le dieron una mala noticia:

-Antoñito, anoche entró el barranco y se llevó todo el Arenal.

-Habrá que reconstruirlo de nuevo, dijo con mucha paciencia y tranquilidad.

Las inundaciones y destrozos del año 1.953, fueron terribles, como se puede ver en la imagen primera. Los hombres recuperaron el terreno para el cultivo a pico y pala.

Correntía de agua. Imagínense un barranco como éste bajando por nuestras calles.

El Barranco de Tocodomán nace en El Hoyo, por lo tanto, no tiene mucho recorrido, pero cuando llueve por la zona alta, con mucha intensidad, acumula en poco tiempo un gran caudal y con facilidad se desborda y se lleva por delante todo lo que está a su paso.

Recuerdo una vez que se metió en la finca de mi abuelo, que la llamábamos El Barranco, justo frente del Matadero, ocasionando grandes destrozos.

También cuando bajó en tromba por la calle principal, General Franco, y desaguó por el callejón entre la casa de mi abuelo y la de Paquito el Cubano, frente del Cine Nuevo, siguiendo por las fincas hasta unirse al Barranco Grande. Probablemente entró por El Estanco recorriendo, como si de un paseo triunfal se tratara, la calle principal.

Vagamente recuerdo cuándo el barranco se llevó por delante el puente de La Playa, dejando al pueblo incomunicado con la capital de la isla y con el puerto. Por fin lo reconstruyeron a conciencia perdurando hasta nuestros días.

Estas son imágenes que quedan en nuestra retina y que salen a la luz cada vez que se llenan las presas, cuando llueve por la Aldea o hay sequías.

Nosotros seguimos la costumbre de mi padre que siempre que llueve o hay atisbo de que ocurra, llamamos a alguien del pueblo para preguntar si ha llovido, o si se llenaron las presas, pues sabemos que en la lluvia está la lotería para los aldeanos.

Fotos cedidas por Paquito el de Ciso y otros amigos aldeanos.

 

 

Una elegía, mil porques y ningún porqué (el íntimo soliloquio de mi pena)

Una elegía, mil porques y ningún porqué (el íntimo soliloquio de mi pena)

(...) brilló la esperanza,

la esperanza que alumbra el camino de mi soledad.

Agustín Lara, Solamente una vez

 

Una elegía, mil porques y ningún porqué

(el íntimo soliloquio de mi pena)

 

Porque aun llevando mi bagaje repleto de animosos recuerdos revividos,

al asomarme íngrimo y distante al lento paso de los meses

que escoltan la monotonía de mi actual existencia,

siento cómo me tienta sutilmente la autocompasiva Soledad

con su obscuro, abrigado y consolador abismo,

queriendo trocar, por la fría nada de tu dolorosa partida,

el todo de la imagen amorosa de tu perenne faz sonriente,

aquélla que tan diáfana lucía sobre mi entonces bienhadado destino.

 

Porque, a pesar de que me enseñaste con ahínco

a cambiar los enormes problemas y las amarguras diarias

por asequibles esbozos de alegría salpicados de dicha,

ahora, huérfano de tu hogareño e inacabable afecto cotidiano,

no atino a poner en práctica lo que diseñamos en cuarenta años

de días estibados con horas plenas de complicidad y mimo,

ni acierto a entresacar de las experiencias pasadas

la solución balsámica que alivie mi pesaroso vivir,

más cercano a un cruel y profundo erebo diabólico

que a esta entumida melancolía en la que mi vida deslío.

 

Porque al arraigar en mí tu fértil pensamiento humanístico

acabó formando parte esencial de mi ávido e incompleto ser,

prefiero sufrir recordándote eternamente

con este tonto afligido corazón mío,

antes que borrarte para siempre de él

y sonreír alegre e insulsamente colgado

desde un estúpido, liberador y cobarde olvido.

 

Porque sé del gran valor que tu querido legado vital

depositó en mi persona con rotunda impronta e indeleble vestigio,

como un preciado tesoro que se vigila sin desmayo,

y hasta el último minuto terrenal de mi porfiada memoria,

orgulloso de ti guardaré férrea y celosamente conmigo:

tu caleidoscópico reflejo en las cosas, tu actitud optimista,

tu matriarcal visión de la familia, tu tempo, tu crono y tu ritmo, 

tus positivas claves de futuro, tu gentil crianza enriquecedora,

tu endógena devoción por mí, tu inusitado y genuino amor radiante,

tu eterno e inconmensurable cariño.

 

(...)


Enrique García Valencia / 2010

 

 

IMÁGENES: http://imagenesfotos.com/fotos-de-escocia/

Epifanía del Señor: un rancho de pastores

Epifanía del Señor: un rancho de pastores

Principio.

Empenicado, con las patas delanteras sobre las lajas que limitan la serpenteante vereda de Guguy, el elegante macho berrendo de tupido pelaje moteado con diferentes tonos de color -canelo, blanco y negro morisco- acecha la jurria de cabras que conforman su reducido harén. Saborea tranquilamente los esperingullados y duros brotes de un relinchón que se yergue frente a él, husmea el aire que le inquieta y vigila (de raspafilón) a los rejodínganos  cabreros que, con pedradas, ásperos gritos y toda una batería de silbos, intentan socavar  su indiscutible autoridad sobre el grupo al que pertenece, el cual, alimentándose de lo que encuentra y refaña a su paso, avanza al golpito por los apisonados senderos de Cormeja después de dejar atrás El Tarajalillo, la prolongada pendiente de la dichosa cuestilla y el indolente deambular de la mañana.

 

Entaliscado sobre las toscas que salpican el lugar, el pastor jalaga a las machorras más rezagadas, tranca por el totiso a  las crías de la holandesa y le echa un ojo al cabrón berrendo que, subido a unas paredillas cercanas al camino, parece no tener tanta prisa como él. Su hermano Francisco azuza por el canto de arriba a las morrudas y estúpidas jairas que intentan volverse atrás; les lanza teniques de respetable tamaño, las arredra con alguna que otra maldición e intenta dirigirlas, junto con todo el ganado, por el  camino de Las Gambuesillas, a tropa teñía si fuera posible. Hoy es noche de actuación del rancho de Pascua y ellos van a participar en la función. Tienen que arrejundir bastante para llegar lueguito a la casa, asearse  un pisco, sacar los fluses más nuevos, abetunar los chusos y conseguir (cosa difícil) dos o tres reales para mojar el pico allarriba.

 

Se habían levantado de la cama casi de madrugada pues tenían que salir para el corral mucho antes de la prima (sin apenas desayunar). El zurrón, que  al principio de la jornada abultaba algo con los cuatro cachillos que les preparó su madre María, cuelga en estos momentos ligero y exangüe cerca de sus tripas protestonas y vacías. La pella pintá -bastante  gofio amasado con algunos cachillos de queso duro- cayó antes de que el  Rubio pisara los quiciales de la Cueva del Mediodía; acabados ya los tunos pasados y las tres lasquillas de bizcocho añulguiento, es la gazuza la que tiene más urgencias y prisa  por volver a la majadilla.

 

Cuenta el cabrero su ganado disperso mientras abreva en el barranquillo de Las Canales: la frontina, las rucias, la ramira, la holandesa recién parida, tres gacelas, las dos pipanas, la culeta murga, el diablo de macho cabrío, la mocha albardada, las  baifillas y las cuatro ovejas -tres lampiñas y una calamorra- que les prestó Segundo el de Ferminita la del Pueblo para que, cuando den algún goto de leche, hagan queso de mixtura y para que, en pago, le presten el galán berrendo allá por el verano, cuando las hembras se vuelvan limajientas, les entre súbitamente la jiribilla del celo y haya que dejarlas arregladas para que los partos coincidan con el invierno.

Lo que ordeñan todavía cabe en el tofio grande de barro; en la próxima luna cuando estén todas parías  no  darán avío, ahora ni queso les vale la pena hacer. Las cabañuelas que Vicente echó por San Juan anunciaron el agua que se retrasa en su llegada; está tardando más que las cuentas cifradas por los buenos deseos y los augurios  del padre.

Pasó enterito todo el mes de los Santos con tres garujillas de nada, y ya avanzada esta última quincena del año sólo hay frío del Terral e inmensas ganas de que llegue un tiempo de sur; pero hasta que la Sajarita y las otras estrellas cercanas no bajen algo más hacia el poniente, no hay nada que rascar; por el momento, ni vísperas de lluvia.

 

Todo está diseñado en función de los pastos que  crecerán en unas semanas pintando de verde los ribazos desde el Tocomán hasta Caiderillos, desde Chofaracás hasta La Playa.  Los astros pronto bajarán hacia el horizonte, los aburriones ya llegaron con sus vuelos rasantes y sus algarabías, las hormigas no paran de acarrear para los graneros, por San Andrés estuvo nublado y chispiando... Ya veremos: ahora, sólo es Dios querer.

 

Zafan los pastores su trajín con los animales más temprano que otras veces, antes de que las horas últimas del día se conviertan en la tardecita; dejan todo arranchado; arrancan la penca y, en un volío, llegan a su barrio atajando camino. Se lavetean en la cequia que les queda cerca de la casa, trincan algo que chascar, se visten con la ropa de los domingos y eslapan a toda prisa hacia la iglesia. Su caminata está amenizada por el dulce, ligero y persistente tintineo de perras gordas que sale de uno de los bolsillos más seguros del hermano mayor.

Al llegar a La Plaza, en el domicilio de unos parientes, se sacuden el polvo de la carretera y se acaban de componer. Pedro le presta a Justo la chaqueta de lana para que vaya mejor abrigado y tía Leonor los enchumba de agua florida mientras oyen las campanas llamando. El nervioso Sebastián no quiere cantar e intenta convencerlos para que digan las rimas de su parte. Es noche de prisas juveniles y de sobresaltos inesperados.

 

Un airillo fresquito, que se cierne hasta las entrañas aquellando los huesos, impone en el lugar su gélida presencia. Bajo el quiosco de La Alameda, el rancho es una mezcla de panderos, guitarras y bandurrias que se afinan. Algo no va bien con los cantadores hasta que aparece una limeta de aguardiente del Charco que se enceta deprisita agarrándola por el gollete. Se escarrujan y se lubrican los secos gaznates, se sortean  los turnos y se adelanta hasta la ermita la entonada comitiva...

 

Los rancheros gargantean con emoción sus ancestrales canciones y se van turnando según les indica el mandador, los viejos desgranan su guineo de poesías y romanzas al Señor, retumba en el templo un clamor apagado, y hasta sonríe la Virgen cuando Félix Valencia, arrancándose valientemente, le ofrece lo que ha estado guardando celosamente para el niño Manuel impidiendo que  mamaran todo el rato las insaciables baifillas de la primera cabra paría.

 

El beletén de la Santa Madre

es muy  bueno y es sagrado,

por el divino alimento de sus pechos

se perdonarán todos los  pecados.

Y a nuestro pequeño Niño Jesús

yo el de mis cabras le guardo,

para que se coma una gran escudilla

estibada con rico gofio jalao.

 

Final.

Después de la actuación, los congregados no se marcharon rápidamente, se dejaron estar en los alrededores del templo y metidos en alguno de los bares que todavía no habían cerrado; les quedó cierta magua de que acabara la música y no querían despedirse al corre corre porque tenían más ganas de furrungueo.

 

Al ir saliendo lentamente a la calle, la concurrencia notaba en la noche  algo de cambio porque el condenao frío, protagonista principal durante la anochecida, se había revuelto y compinchado con unas molestosas ráfagas rebeldes de lo que parecía ser un tiempo ventoso del sureste.

 

Desde las mismas puertas del templo, nuestro cantor observó el remeneo de los árboles de la alameda y, al concentrarse en el genterío reunido allí, vio cómo la brisonera juguetona que se había levantado se emperraba en levantar a su vez los velos, los vuelos de las faldas y los aromas afrutados del coro de muchachas que estaba más cerca de él, de aquella improvisada reunión, de aquel pequeño grupito en concreto: el más próximo a sus secretos intereses sentimentales.

 

Revisó Félix su pulcro atuendo y se atusó con disimulo la arrugas de la camisa, ensayó un falso bostezo para oler el bajo de su boca y encontró que no evidenciaba mucho los macanacitos de ron que afinaron su voz, tosió educadamente -con el pañuelillo puesto sobre la boca- para eliminar una incipiente garraspera nerviosa, se alongó de puntillas para localizar a sus compañeros de farra, halló en un bolsillo el caramelo  de anís que rebuscaba, sonrió al desgaire aquí y allá e inició una lenta aproximación en la dirección adecuada.

 

Piensa nuestro amigo que, si dentro de la iglesia tuvo el valor de entonar sus versos al Niño de su devoción, podría -con audacia también-, en el momento adecuado, contarle y cantarle cuatro cositas al oído a una joven que estaba allí afuera con su pandilla de amigas (todas machorrillas y en edad de merecer). A la que estaba ahora lanzándole de soslaire furtivas miradas de complicidad. A aquella que simulaba participar muy concentrada en el alegato que su jarquilla tenía entre manos: María Vega, el desvelo de sus sueños, la niña de su cosquilleante y más reciente afición.

 

A modo de epílogo.

Esta pequeña historia va especialmente dedicada a una preciosa mujercita de corta edad, a la causante de la felicidad diaria de toda su parentela, al familillo que, sin quererlo,  aquella de dicha y alegría el corazón de todos nosotros: Daniela Pérez Martín, el último retoño de la casa, la primera bisnieta del matrimonio que formaron Félix y María.

 

Enrique García Valencia / La Aldea de San Nicolás / Epifanía de 2010

 

(Imagen de cabecera extraída de www.pellagofio.com)

CUENTOS E HISTORIAS DE TEMPORALES EN LA ALDEA Y TASARTE

CUENTOS E HISTORIAS DE TEMPORALES EN LA ALDEA Y TASARTE

(Foto de cabecera: Fernando Ojeda, Canarias7)

Ahora llueve en La Palmilla, en el solsticio de invierno de 2009. Entre el suave tintineo de las teclas de mi ordenador y de la lluvia que cae en estos momentos, roto a cortos intervalos por el estallido de las ruedas de los vehículos con el  agua que baja calle abajo, desgrano estas letras sobre algo de historia y tradición de los temporales que a lo largo del tiempo ha tenido que afrontar nuestra gente; todo ello, en las márgenes que nos permiten la memoria y algún que otro poco texto escrito que hemos podido localizar.

 

TIEMPOS DE SUR: MOGANERO Y CHA LIJANDRA

Los tiempos de lluvia tenían nombres propio según su trayectoria: el de Norte, el de la Bocana (Oeste); el de Suroeste (Chalijandra) y el de Sur (Moganero). La posición de la Saharita daba indicios: alta, año de poca lluvia, baja, escorada a los Cedros, mucha lluvia. Estos días rompen el maleficio, días de lluvia, pero con la Saharita alta. No encuadra con la tradición. Pero las cosas ya no son como antes, aseguran los viejos. Hace unos años le pregunté a don Pedro Suárez, el del Barrio, que en paz descanse, entrañable vecino, entonces casi nonagenario: «¿Qué dice la experiencia, llueve o no llueve este año?, respondiéndome en su posición inclinada sobre su bastón, más o menos con estas sabias palabras: «la experiencia me dice, amigo Paco, que la experiencia no vale ya para estas cosas (...)».

 Los tiempos de lluvia ponían en prevención a la sociedad tradicional, la de antes de los años setenta. Y a  la gente de afuera siempre les extrañaba. Yo recuerdo, en mis primeros años de docente,  cuando se presentaba la lluvia del Sur cómo madres y padres acudían a las escuelas a recoger sus hijos y, además retiraban las cosas mal puestas en el paso del agua y revisaban todo. Era algo presente en la memoria colectiva.  Hoy la memoria se ha perdido en parte. Los vemos ir en sus coches a recoger a sus hijos a los colegios pero no tienen en cuenta que el agua de barranco y barranquillos tiene que pasar por donde siempre lo ha hecho. Y así no solo se construyen casas y hacen fincas dentro o en los límites de los cauces sino que transitamos o dejamos nuestros coches en zonas de potencial peligro. O hacemos y circulamos por calles que son barranquillos asfaltados. En otros lugares ocurre lo mismo y peor que aquí. Los resultados los vemos a cada momento.

Sobre la extrañeza de los foráneos en la prevención ante un temporal les pongo un ejemplo. Se rieron mucho los ingenieros de la presa en construcción Caidero de la Niña, en noviembre de 1953, cuando ante la presencia de un mal tiempo se paró el trabajo, se recogió el material y, los operarios advirtieron que había que retirarlos más lejos, en fin que había que dejar expedito el cauce del gran Barranco. En el lenguaje de los peninsulares y acento malagueño, la respuesta del encargado general fue, más o menos: «joder  con vosotros, si esto no es más que un riachuelo, tienen ustedes que conocer lo que es un río y desbordado en la Península». Cuando tras las sucesivas trombas de agua el gran Barranco de Tejeda llegó a las obras de la presa, furioso, con miles de azadas y  con «sus escrituras bajo el brazo», el encargado se quedó estupefacto al ver cómo se llevaba todos los materiales hacia abajo.

 

RIADAS DE PÁNICO: LOS SANTA BÁRBARA, SAN ANDRÉS...

Lo que pasó ayer en Tasarte es otro ejemplo de las ocasionales avenidas que suelen presentarse en nuestra tan complicada orografía, de quebrados perfiles y rampas pronunciadas que dan extremada fuerza a la fluidez del agua pluvial.  Cuando las aguas bajan turbulentas y acompañadas de piedras y escombros por estos lugares, que nadie les impida el paso por su cauce natural. Y como la reciente mano del hombre-mujer con cemento y alquitrán fabrican de acuerdo con sus necesidades pasa lo que pasa. Es decir que si bien antes existían desbordamientos de los cauces principales estos fluían hacia las barranqueras milenarias, las que por ello hoy están obstruidas.

Dicen los periódicos que los más viejos de Tasarte no recuerdan ni de oídas nada parecido al aluvión de ayer. Pero es que a algunos los viejos de hoy, los que dicen que ya no hay viejos porque no se reconocen como tales, la memoria oral colectiva suele fallarles en determinados momentos. Seguro que, en estos días habrá algún octogenario o nonagenario, que recuerde algo de lo que sus mayores le contaran. En lo que a mí me toca, no por viejo, puedo aportar algo.

Saben que toda mi familia materna es de Tasarte, longevos casi todos, sobre todo los "Moreno", dicen  que uno de ellos, en Cuba, se quitó la vida con 104 años porque decía que ya estaba cansado de vivir. Mi tío Luciano Moreno, como otros ancianos del lugar  que hasta hace poco tiempo vivieron y que hoy descansen en paz (Juan Matías, Juan Déniz, los hermanos Moreno Umpiérrez...), me contaron, por ejemplo, con toda precisión cómo se presentó, hace unos 150 años, una fuerte tromba de agua en Tasarte, y el barranco arrastró cuanto había a su paso. En la Postreragua dos  hermanos de los Viera cuidaban unos animales y ante aquel mal tiempo se guarecieron bajo una gran piedra. Los pobres no pudieron contar la historia como ayer la contaron los vecinos de El Palillo. Otro ejemplo: mi abuela, Carmen Afonso, siempre contaba la historia de un temporal, «el de San Andrés», que la trincó subiendo del Canónigo al Palillo. Decía ella, según me cuenta mi madre, hoy con 85 años, que  oía estruendos por todos aquellos barrancos y barranquillos desbordados y que «las grandes piedras volteaban por todos los lados y pensó que no llegaría a su casa». En ese tiempo, yo calculo que fue el temporal de San Andrés de 1919, ni había carreteras ni como hoy tantas casas, y las que se hallaban estaban bien ubicadas frente a estos fenómenos ocasionales que siempre se guardaban en la memoria colectiva. Mi madre, visto lo visto por los medios de comunicación y con una pormenorizada  descripción de cómo era antes la zona afectada (donde ella se crio) por la riada, me llegó a una simple conclusión: la carretera principal de El Palillo debió absorber las aguas y escombros de un barranco obstruido, en el punto de mayor desnivel. Piedras, aguas y escombros a velocidad causaron el desastre físico sin muertes por milagro. Precisamente, donde las aguas rompieron para tomar camino del barranco principal, con el consiguiente destrozo, era su casa. «Por detrás siempre llegaba el barranquillo, nos inundaba los pedazos y mi padre los reparaba de nuevo (...) «Entre él y las Viera siempre estaban pendientes para controlar las aguas, pero las casas estaban en alto, no había peligro (...) pero hoy aquello no se conoce, todo distinto»

Sobre el temporal de San Andrés de 1919,  tenemos una excelente descripción, para el valle de La Aldea, la narrada por un agricultor tan erudito como de genial memoria como fue Juan Pablito Montesdeoca, de Artéjevez. Más o menos, hace unos 20 años, nos contó que aquel día había amanecido completamente encapotado con plomizos nubarrones, muy oscuro, "zorrón"... que empezó a caer una lluvia muy intensa sin descanso hasta el mediodía, que cuando se paró el tiempo toda La Aldea no era más que barranqueras y que en estas no se veía el agua correr sino «espumas como la lana de las ovejas». Cuando descampó, según Juan Pablito, con estas palabras aproximadas: «el barranco de Tocomán se metió en el pueblo; un saco de carbón que estaba en la casa del padre de Lengo, allí en el Barrio, el agua lo arrastró hasta la puerta de la Iglesia; en Los Cascajos, el barranco iba de un lado a otro, hasta las mismas casas del pueblo; se llevó la Máquina [La Rosita, la máquina de vapor que sacaba el agua del pozo de la Casa Nueva] y allá abajo se llevó el Puente que había (...)» .

Antes de este temporal de 1919, que pudiera ser de los más aparatosos del siglo XX, cuyos efectos se pueden apreciar en las fotografías que hacia 1925-1928 tomó Teodor Maisch desde la Cruz del Siglo, hubo otros de triste memoria. Sabemos que a finales del siglo XIX, en la década de 1890, hubo uno tan fuerte que se desbordó y causó enormes destrozos por los márgenes de los barrancos. Quizás sea el que los mayores de mediados del siglo XX conocieran como el Temporal de Santa Bárbara.  De uno de estos sabemos por los Borradores de Comunicados de la Alcaldía a las autoridades de la Provincia pidiendo menos exacción en los impuestos, que el barranco de Tocomán entró, una vez más, en el pueblo, bordeando sus aguas con la puerta de la Iglesia, con la gente dentro de la misma rezando para que dejara de llover. No tenemos constancia escrita concreta de otros destrozos anteriores pero que debieron existir con toda seguridad, salvo el caso de un muerto a mediados del siglo XIX en La Aldea tras ser arrastrado por las aguas del barranco, aparte el caso de los dos niños de Tasarte, cuyos datos más precisos los aportamos al final.

A REZAR EN LA IGLESIA

A propósito de que la gente rezara dentro de las iglesias para que dejara de llover, tenemos una curiosa anécdota de un célebre personaje de La Aldea, que fue vecino y Juez de Paz de Mogán: Panchito Espino. Son muchos los cuentos de Panchito en Mogán; uno tuvo que ser con uno de los temporales de 1950 a 1953. Después de una fuerte lluvia en incesante tromba el barranco de Mogán venía furioso llevándose todo a su paso, "con las escrituras bajo el brazo", y para detenerlo por intersección divina, la gente rezaba en la Iglesia a su Antonio de Padua que tanto, lo creían sus devotos, había salvado al pueblo  de cigarras y malos tiempos de sequía. Ahora pedían que dejara de llover. Panchito Espino había preferido ponerse en su finca, junto al barranco, por si podía hacer algo cuando el barranco llegara. Pero todo fue en balde. Llegó el aluvión a su finca y -cualquiera se ponía delante- se llevó todo, incluida la cosecha del año. Apenado, Panchito fue a buscar a su mujer que en la Iglesia rezaba con todos. Desde la puerta la llama, según cuenta la tradición con: «Pepa... suelta el rosario, que recen los de abajo, que ya el barranco entró por lo nuestro».

Estamos en los tiempos de la mediana del siglo XX. Cuando entre 1930 y 1950 se producen algunas riadas más sin llegar a los dramatismos anteriores, salvo el caso de la familia de la Casa de la Huerta de Tejeda, en 1946, la que se llevó el barranco con una familia numerosa dentro, de la cual dos de los muertos vinieron a ser recogidos en La Aldea.

 

LOS TEMPORALES DE 1953

Los temporales de 1953-1954 fueron de los más significativos del siglo XX, comparables con el de 1919. Recuerdo de niño ir montado a la pela de mi padre, al Ribanzo y ver el barranco de un lado a otro, de Mederos a La Punta. Las lluvias hicieron su aparición con fuerza en octubre de 1953; pero el miércoles 16 de noviembre fueron muy fuertes. A lo largo de la mañana cayeron 91 litros en la parte alta del valle. El Barranco llegó por la tarde y con la crecida de las aguas de Tejeda, desbordó cuanto encontró a su paso. Lógicamente, dentro de su cauce natural, y se llevó casas, pozos, molinos, estanques, ganado y por último, se llevó el Puente, en La Marciega, tras socavar sus cimientos.

La única carretera que comunicaba al pueblo con el exterior, la de Agaete-La Aldea, quedó intransitable más de una semana, sin poderse llevar los tomates para Las Palmas.

Y, entre los males, alguna anécdota. Según cuentan los periódicos de la época: a una pareja de novios, por aquellos días de lluvia, procedentes de Tasarte, caminando, para casarse en La Aldea, los sorprendió un chaparrón sin margen de tiempo para encontrar un lugar para guarecerse. Pero no fue una boda pasada por agua. Ya en La Aldea, con las ropas empapadas, el cura los casó. No había que perder el tiempo. Otra la protagoniza el exportador Nicolás Suárez cuando en ese temporal el barranco entra por la Cañada Honda y se lleva su finca. Y a su casa de Cabo Verde fueron a darle la mala noticia. Estaba durmiendo, dicen, y lo despiertan: «¡don Nicolás... el Barranco se metió en lo suyo...! Su respuesta y de mal humor: «¿En lo mío? ¡Será que cogió lo suyo!...».

 

LOS TEMPORALES QUE LLENARON LAS TRES PRESAS, 1979

Los intervalos de años muy lluviosos han sido muy espaciados a lo largo del tiempo. Quizás medien entre 5 y 10 años, en lo que respecta a significativas riadas.  Las sequías son constantes. Las estadísticas no dan razón a lo que la tradición oral asegura de que de "antes llovía más". No los vamos a detallar, sino a puntualizar períodos de máxima pluviometría.

Por tanto, las siguientes lluvias muy fuertes y continuadas se producen, tras la sequía de casi toda la década,  entre diciembre de 1978 y enero de 1979. Y es cuando, por primera vez, se llenan las tres presas a la vez.

De ello les narro un recuerdo muy personal. Pocos días después de las vacaciones, con los embalses llenos, y con ello acabo con esta sencilla aportación, se produce a lo largo de la mañana un fuerte aguacero. Entonces vivía con mi esposa e hijo de poco más de un mes, en Los Cascajos, dentro de lo que hoy es el Polideportivo, lo que está dentro del cauce natural del gran Barranco junto con las demás instalaciones hasta el Centro de Salud incluido. Aquella mañana también había amanecido muy gris. En prevención, con el Barranco dando fuertes "tumbasos" a sólo 150 metros decidimos, desde que nos despertamos, coger al niño dentro del capazo de fibra que entonces se usaba y trasladarnos al Barrio a casa de mis suegros. Pero yo decidí volver a Los Cascajos, momento en que comenzó a llover. En aquellos días venía realizando un reportaje de película con cámara doméstica de filmación (super-8) de todas aquellas lluvias que tanta expectación venían causando en el pueblo.  Inspeccioné en coche el "Fuerte" del Campo de Fútbol y aprecié que el barranco socavaba los cimientos, pero no le di la importancia que tenía. Intenté grabar todo el temporal del momento, pero solo pude hacerlo con el agua de los caideros que bajaban, de color canelo, por el risco de Las Tabladas. Me aventuré a continuar filmando hasta El Hoyo. A la hora se descampó un poco. Nunca había visto un espectáculo tan extraordinario como el de los Caideros desde La Cueva del Mediodía hasta la Escalera de El Hoyo. En una de las filmaciones hice con la cámara un barrido hacia el Pueblo. Paré y con el zoom atraje al máximo el panorama, centrándome en Los Cascajos. Tras la óptica, la duda: «¿el barranco parece que está inundando el Campo de Fútbol?»  De inmediato regresé a mi casa. Al llegar al lugar, entre un gentío que contemplaba todo, mi casa se inundaba. Una de las peores experiencias de mi vida. Tuve máxima colaboración. En menos de media hora, pasamos todos los muebles, ropa, enseres, libros...  al Colegio de Los Cascajos, edificio anexo a la casa. Si las aguas por fuera de la casa alcanzaban un metro de altura por dentro, en el momento en que entramos por la ventana del patio, comprobamos que aún sólo se había filtrado muy poco y alcanzaba apenas cinco centímetros. Habíamos llegado a tiempo y sólo perdí un libro que leía la noche antes y que había dejado sobre la alfombra.

HISTORIAS CUANDO SE PUEDEN CONTAR

  Pero las historias cuando se cuentan, es que ha habido suerte para contarlas. Recapitulamos y precisamos algunos acontecimientos relacionados por la pérdida de vidas humanas.

  Los temporales a lo largo de la historia han causado grandes destrozos y algunas pérdidas de vida. Suerte hubo ayer en Tasarte frente al suceso de 13 noviembre de 1843, cuando a los dos niños de María Viera les sorprendió un fuerte temporal en medio del barranco principal, a la altura de La Posteragua. Se guarecieron, les decía, en una piedra del mismo barranco sin percatarse de la riada que llegó al poco rato, y los arrastró, ocasionándoles la muerte. Uno de ellos, Juan Viera, de 10 años, según el registro parroquial se encontró ahogado en la playa; el otro no aparece en dicha inscripción, por lo que debió desaparecer o bien se omitió su registro. Lo cierto es que el caso se mantiene en la tradición oral y hasta hace poco tiempo subsistía, en la misma orilla de este barranco, en la Cueva del Almácigo, la cruz recordatorio.  

  Poco después, el 13 de diciembre de 1859, las aguas del barranco de La Aldea arrastran a Cristóbal Godoy Gil, cuyo cuerpo fue encontrado.

  Y la mayor tragedia ocasionada por un aluvión tuvo lugar en Tejeda el 30 de noviembre de 1946, que arrasó con una casa de familia muriendo seis de sus miembros, tres de los cuales fueron encontrados en La Aldea, caso que se estudiará más adelante.

  Otra historia es la de daños materiales en fincas y casas por riadas de nuestros barrancos o la de estar nuestro municipio más de una semana incomunicado, en tiempo de zafra, sin poder sacar hacia el Puerto de La Luz la producción tomatera. Todo no se puede contar de una vez.

En La Aldea de San Nicolás a 22 de diciembre de 2009.

Francisco Suárez Moreno. Cronista oficial de La Aldea de San Nicolás.

 

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Vamos a ver la presa

Vamos a ver la presa

¡¡Vamos a ver La Presa!!

Estas eran las palabras mágicas de que algo grande iba a suceder, allá por los principios de los sesenta. El dar noticias sobre los metros que había subido, las azadas que entraban, la pena por las aguas que procedentes de Tifaracás y Pino Gordo, se iban al mar, eran el "parte" verbal que con una curiosidad especial atendían los que no se atrevían a subir, San Clemente arriba, hacia el Caidero de La Niña.

Sólo se subía hacia la gran obra de ingeniería de los cincuenta, en jeep o en camión. Las dificultades por la estrechez y los estragos de la lluvia no eran problema para aquellos que como mi padre, Tito Ramírez, y mi cuñado, Pepe del Pino, con su tomavistas, utilizando en viejo Austin G.C. 10.112, verde, de chasis corto, no dejaban de ver, grabar y sobre todo, contar a la vuelta sus cálculos que nadie se atrevía a refutar.

Para mis siete años, era una gran aventura, han quedado en mi memoria sensorial las historias que me comentaba mi padre sobre el nombre del embalse. Me contaba, que le contaba su abuelo Tomás, que una pastorcilla que cuidaba del ganado, cayó en uno de los caideros que actualmente está dentro del vaso de la presa. La historia de una extraña planta que a lo largo de la carretera llamaba mi atención y que se resumía en un son algodones que fulanito plantó hace muchos años, o la sensación de ver las pequeñas hierbas blancas que, al desplazar una vieja botella o una abandonada lata de sardinas, crecía debajo de ellas sin su necesaria función clorofílica. Lo que no cambiaba nunca eran las imágenes de Pepe del Pino, el probar el agua en  un manantial colindante con la carretera, la descripción del reboso comparándolo con un encaje y de las naranjas que, sin olvidarse, siempre recogía  en El Puente y colocaba en la caja delantera del camión. Eso, si no les daba a los dos por ir a "firmar unas letras" en algún bar de Acusa o de Artenara, ya que Ramírez tenía siempre en su boca: Vale más un gusto que cien pesos.

¡Cuánto ha cambiado la imagen! Pero, qué agradable es recordar los buenos momentos y las aventuras infantiles, cargadas de inocencia, sueños e ilusiones.  

                               EZEQUIEL RAMIREZ. 

 

ALLÁ

ALLÁ

 

Donde mi sonido te engendra,
donde ya no es bruma
y me serpea como agua
y me devuelve
hasta allá, hasta tu sal,
tan náufrago de la resaca de tu sal.

En el solar luminoso
me quedarás respirando
como late la arena,
como besa el salitre
los ojos horizonte tendidos,
como el rubor abrasa
las conchas y la espera.

Allá estarás, aunque no
te lleve mi son mordido.
Allá estabas y no quise
libarte ni en mi voz.

Y este amor de palabra
palpitante, que sacude
mis labios solos,
nunca te nombrará.
Siempre allá,
adentro,
quedarás a salvo,
libre tu verdad
del tiempo y su letal
caricia.