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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

Enrique García Valencia

DE UNA MADRE CORAJE

DE  UNA  MADRE  CORAJE

 

Hoy, para conmemorar el Día Internacional del Libro, he querido traer aquí, al programa radiofónico La Burbuja, el trabajo de una lectora y escritora entusiasta, ejemplar y valiente.

Es una señora, con una edad más cercana a los ochenta que a los setenta, bastante activa y decidida en sus proyectos vitales.

Lo poco que aprendió de sus maestros ―ella dice que entraba en la escuela, pero que la escuela muy poco entró en ella―, esos mínimos que pudo estudiar, como digo, los está aumentando hoy en día porque su inquietud por saber más la impulsa a seguir perfeccionándose en un aula de aprendizaje para adultos.

Su nombre, Tinda, y sus cuatro apellidos: Rodríguez, Ojeda, Grande y Benina. El pequeño relato de anécdotas que hoy con su permiso les presento se construye como un fugaz reportaje, el cual, ella, haciendo uso del famoso refrán “Con ayuda de un vecino mató mi padre un cochino”, ha querido pulir un poco para poder así agradar más y mejor a toda la audiencia de esta emisora escolar: Radio La Ladera.

Dicha narración se titula y se desarrolla como sigue:

 

 

 DE  UNA  MADRE  CORAJE

 

Voy a contar un trocito de la historia o biografía de una paisana nuestra que, por el rumbo de su aperrada vida, se quedó huérfana cuando aún era muy niña.

La infeliz, como pudo y supo, sobrevivió con los cuidados de sus familiares en aquellos tiempos de carencias y penurias e, inexorablemente, con el tiempo se casó, porque ese era el destino y la lógica salida de supervivencia de la inmensa mayoría de las mujeres de nuestra tierra.

 

Tuvo diez hijos en sucesivos partos, de los que cinco murieron siendo bebés porque la leche que su agotado pecho les daba era ruin y ella no lo sabía ni lo dedujo hasta mucho más tarde de sus fallecimientos.

Asesorada por unas y por otras comenzó a darle a sus hijos la leche de una cabra mansa que tenía, la cual cuando los oía llorar se soltaba de la estaca e iba para que se le pegaran a sus tetas y pudieran mamar de ella.

 

 

 

 

Como a perro flaco todo son pulgas, el hijo mayor había nacido con el raquitismo y tenía el matrimonio que solucionarlo con los pocos medios que en aquel entonces había; uno de ellos, quizá el más socorrido, era darle de comer a los que padecían ese atraso corporal, alimentos ricos en calcio, fósforo y vitaminas, como la tan socorrida leche de burra, que ambos cónyuges buscaban afanosamente.

 

Un día pasó cerca de su casa un señor con una burra parida y su borriquillo y ella le pidió a ese hombre una taza de leche para su niño. El amo del animal le contestó que lo sentía mucho, pero que le hacía falta para alimentar a la cría y siguió su camino sin apiadarse de la angustiada mujer, la cual entró para su casa resignada y amarga porque no conseguía lo que tanto le hacía falta.

Ella no pidió maldiciones para el tan poco caritativo dueño de la burra, pero en otra cercana ocasión volvió a pasar sin la cría y preguntando se enteró de que se le había muerto; nunca supo si fue castigo de Dios o una casualidad esa muerte del burrito.

 

Al final, el niño, entre unas cosas y otras, se fue entonando y cogiendo fuerzas en sus huesitos; llegó a ir con él en barca hasta Mogán pues allí vivía un médico muy bueno que curaba esas enfermedades.

Con el tiempo, ese hijo mayor era el más que le ayudaba en los cachillos que tenía plantados en Las Marciegas donde, trabajando mucho, podía arrancarle a la tierra y al diablo viento algo de sustento para llevar a su humilde hogar.

 

Casi que la única satisfacción que tenía y que le ayudaba a soportar su precaria existencia era conseguir, refañando por cualquier lado, alimentos para su pobre familia; eso, y poder ver a sus hijos riendo y jugando con la fantástica e inconsciente alegría infantil con la que Dios nos adorna en los años primeros, y que luego la realidad y la vida se encargan de ir haciendo desaparecer poco a poco.

 

Otra de sus costumbres era la fe religiosa que nunca abandonó y a la que se aferraba como a un clavo ardiendo.

También le pasó un caso muy curioso y que ella contaba maravillada. Cierta vez se levantó muy tempranito para ir a misa de madrugada (quizá a las tres) y, después de atusarse un pisquillo, le pidió a su marido que se quedara al cuidado de una niña pequeña que tenían mientra ella cumplía con sus deberes religiosos; pero el marido comenzó a protestar y a negarse porque alegaba no saber qué hacer si la niñita se ponía a llorar.

 

Mientras discutían un poco, notaron que la habitación y la pequeña casa entera se iba iluminando con una luz extraña y no sabían explicarse su origen. El esposo, viendo en ello un mensaje sobrenatural, le pidió que se habilitara rápido y fuera a misa como tanto quería.

A partir de entonces él siempre echaba una mano con los hijos para que ella pudiera ir a la misa de las cinco, ya que tenía que ir desde las cuatro para ser de las primeras y poder así encargar las misas y los responsos para los difuntos.

 

Siempre recuerdo a esta mujer, que ya no está entre nosotros, afanada día y noche en su casa de La Ladera (hecha de piedra seca y torta de barro), vestida siempre de luto, nunca destocada, con su pañuelo negro, su delantal y medias gruesas. Todo del mismo color: el color de sus penas.

 

En las palabra finales de este relato quiero poner un ruego u oración, y es que le pido a Dios, Señor de la inagotable bondad y de la infinita misericordia, la tenga por los siglos de los siglos en su santa gloria rodeada de todos los suyos, amén.

 

 

 

 

 

 

 

                 Tinda  Rodríguez  Ojeda,  La Aldea de San Nicolás, abril de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

Posdata: El vecino que, según el famoso refrán conocido, ayudó a “matar el cochino y a fabricar las morcillas” de este escrito, también tiene nombre y  cuatro apellidos: Enrique  García  Valencia  Sindicato  y  Briginia.

De Tinda, el jango y la ilusión.  Mía, semejante ilusión, y un jango parecido como relator.

Una burrada: de Belén para Egipto, y de Egipto para Belén

Una burrada: de Belén para Egipto, y de Egipto para Belén

“¡Dicen que Dios no ahoga, pero... coño, cómo aprieta!” Ése fue el último pensamiento que rumió el protagonista de este relato justo antes de bandiarse al suelo después de verse liberado del peso de María, de la albarda y de los pocos arreos que llevaba encima. Había arribado al establo casi a la pata coja y exhalando el postrer resuello pollino que le quedaba en su agotado cuerpo lleno de magulladuras; de su estado mental, mejor no hablar ni entrar en detalles.

Pero como no le sobrevino el ahogo final y definitivo, el pobre burrillo tuvo la suerte de que se fue reponiendo en el par de semanas que duró montado el concurrido belén.

Durante esa escasa quincena, entre otros acontecimientos, llegaron los Magos de Oriente con sus ofrendas de oro, incienso y mirra, se empadronaron los cónyuges en la sede de la pretoría romana, el Domingo de Epifanía por la tarde fueron al templo con el neonato en brazos, recibieron en la humilde cuadra el agasajo espontáneo de los bondadosos lugareños, y fueron poco a poco pudiendo echar para sus casas a los rejodínganos pastores acampados cerca del cobertizo que, embullados con su cometido de animadores del cotarro, no paraban de cantar unos repetitivos villancicos que no permitían pegar ojo a Jesús ni descansar al zorrocloco de su padre putativo; tampoco podía dormir la santa madre que al Niño parió.

Ella (la Virgen) fue la que, jartita de tanta singuizarra, al ver que José con su eterna pachorra endógena apenas se movía, puso su mejor mala cara y, resuelta como era, le señaló la senda de regreso a toda aquella murga de zagales cantarines que se me jace a mí estaban medio ajumaos por su extremada afición al vino tinto de Tiberiades y al asqueroso caldo frío de cebada en fermentación.

José curó como pudo las bichocas del infeliz animal con grasa derretida que le fue regalada por un tamborilero ropopompón, llamado Raphael, que había bajado andando hasta el valle que la nieve cubrió; el tal sebo lo usaba para lubricar el cuero del diablo artefacto musical que no dejaba de aporrear todo el rato. A ese fue el primero al que la recién parida encaminó con todas las ganas del mundo y sin ningún tipo de remordimiento.

El buey, a regañadientes, y la mula como buena parienta del burro compartieron con el asno la pequeña ración de cebada y rastrojos que les ponía delante el dueño del pesebre. También él, por su cuenta, se las ingenió para refañar de aquí y de allá lo poquísimo que las nevadas y los gandíos camellos de la cabalgata de los Reyes le dejaron comer.

Por lo tanto, como el susodicho burrito del relato estaba algo más repuesto, los atribulados José y María no encontraron demasiados problemas de transporte cuando se les apareció un ángel con el chivatazo de lo que pensaba hacer  Herodes y tuvieron que arrancar la penca para escapar hacia la zona del Sinaí.

El asnillo, por su parte, al estar entonado de fuerzas, sin mucha impedimenta e intuyendo el peligro, cooperó poniendo su más valeroso empeño y se encajó, en un singuío, de oasis en oasis hasta el lejano país de los faraones; porque precisamente allí fue a tener el sacro matrimonio huyendo de las neuras y manías de aquel rey belillo e infanticida.


Este narrador quiere añadir que el pollino, gracias a Dios, se acabó restableciendo en su estancia por tierras egipcias, e incluso engordó en el camino de regreso ramoneando la hierba forrajera de los palmerales, lugares de pastoreo y fuentes de la ruta, así como la jugosa que crecía en un naranjal cuidado por un ciego que no podía ver (claro está), el cual permitió a los extenuados fugitivos descansar en aquella frondosa finca.

Ellos aprovecharon la generosa hospitalidad del labrador y la corta parada en el huerto para recuperar ánimos, hacer planes para la llegada a Judea o Galilea y recolectar las suficientes frutas para matar los jilorios de la apremiante gazuza que parecía acompañarlos siempre como un quinto componente del grupo. Por eso al llenar las alforjas de naranjas—, la Virgen, como era virgen, sólo cogía de tres en tres, y el Niño, como era niño, todas las quería coger.

El sufrido jumento murió de viejo después de que también lo hicieran el cabrón de Herodes y el gilipuertas de su hijo Arquelao. Había ganado peso y panza, pero los filinguillos de patas seguían siendo las mismas cuatro escuálidas canillas que casi no lo podían sostener adecuadamente.

Un día, cercano ya el frío del otoño, se lo encontraron en el suelo del corral sin querer ponerse en pie ni tampoco comer y con una especie de sopor que lo fue dejando medio dormido. Acabó cerrando definitivamente los ojos entre caricias del ya medio adolescente Jesús, escarrujos nerviosos de San José y húmedos lagrimones de su compañera de albarda y fatigas: la Virgen María.

Y, sin lugar a dudas, el burrillo de esta historia vivirá en el Cielo a la sombra de la Sagrada Familia y a la vera gloriosa de todos los nuestros. Estará ahora mismo trotando feliz por los ubérrimos pastizales del Edén, sin cabrestos ni cinchas, sin la incómoda tajarria ni las presurosas caminatas de entonces, recordando al curado ciego de aquel vergel terrenal al que por sus caritativas naranjas le fue hecho tanto bien y, a buen seguro, gozando de su merecido descanso en la prometida vida eterna, amén.

Enrique el de Demetria,  La Aldea,  Navidad  de  2013

 

  

DE UN POSIBLE BELÉN ALDEANO

DE UN POSIBLE BELÉN ALDEANO

En este Adviento previo a las pascuas cristianas, aunque no lo citen los Evangelios, lindando con el desierto de serrín por donde vendrán los Reyes Magos de oriente, pondré en mi nacimiento un invernadero en plena zafra, con sus figuritas de aparceros locales y trabajadores foráneos, carretillas, rafia, cordeles, plástico, mangueras, goteros, mallas e, incluso, una tonga de cajas para los tomates con letras impresas de COAGRISAN en la forma de su exitoso y pujante anagrama.

 

Este año, si Dios quiere, haré con toscas, picón y rocas de lava unas montañas clavaditas a las nuestras: los Cedros, Chofaracás, el Roque, la Cueva del Mediodía, Hogarzales, y las crestas de Tasarte y Tasartico así como sus degolladas; entre esos riscachos situaré impetuosos caideros corriendo además de arroyos, regatos, torrentes y barranquillos llevando bucólica agua de platina hasta la misma línea de la mar, y en ella, flotando como una sucia nata, la ingente cantidad de basura que durante todo el año en los cauces de los barrancos ha sido impunemente tirada.

 

De las recientes lluvias, musgo verde esmeralda para situar en los riscos, hoyas, ribazos y vaguadas. Con plantitas del entorno, dentro del espejado laberinto de estructuras plastificadas simularé balos, tarajales, algún bando de tuneras, macollas de cañas, frutales, cardones y tabaibas.

 

Por poner, aunque ni Lucas ni Mateo de ella hablan, desde el comienzo de Furel hasta cerca del Puente y La Playa, esbozaré una senda casi recta que se asemeje a la ilusión aldeana por antonomasia: la nueva carretera de este pueblo por los césares de Roma postergada; la nueva vía sin curvas pero también sin presupuestos en los deseos y afanes de aquellos a los que nuestra realidad les queda muy, pero que muy lejana.

 

Y pondré una Virgen de parto en la noche de un veinticuatro con viento borrascoso, lluvia, truenos, relámpagos, aparato eléctrico, alerta roja y todos los caminos cerrados; piedras en el Andén Verde a pesar de la cornisa metálica, las presas rebosando y, hacia Mogán, incomunicados a la altura de Veneguera por mor de las escorrentías que desde los macizos de Ojeda y Linagua bajan en barranqueras desaforadas.

 

Pondré ángeles anunciadores mandados por los tribunos de Madrid y cónsules regionales con el mensaje o buena nueva de que en Bruselas, sin tener en cuenta los gustos de Rabat y sus trabas, un reciente, ventajoso y definitivo pacto económico se ha logrado firmar con Marruecos, el cual recoge aspectos sobre pesca, exportaciones, prospecciones petrolíferas y aranceles agrarios; dicho acuerdo, dicen sus proclamas, salvará de la crisis a toda España y puede que a la mayoría de zonas ultra periféricas de la Comunidad Europea, como son las comarcas y territorios de las Islas Afortunadas.

 

Pondré en el portalito de La Aldea, un San José, con expresión más que preocupada, rezando para que todo salga bien, se cumpla la tradición de Navidad con el alumbramiento del Niño Jesús sin complicaciones, y no haya que esperar al veinticinco a media mañana a que los pobres de Protección Civil y las cuadrillas de limpieza viaria despejen las carreteras o que el helicóptero se atreva a tomar tierra para poder llevar a María al Hospital Materno Infantil de la capital grancanaria.

 

Este año, además de la Sagrada Familia, y como está haciendo todo el mundo belenístico —lo diga o no lo diga el Papa—, voy a poner yo también en mi pesebre: una jaira, un buey, una mula, un gallo, moscas mil, ovejas varias y, por supuesto, no me olvidaré de la pobre e indesmayable burrita que en el viaje de venida a nuestro valle transportó al santo matrimonio a través de toda la Galilea y la Judea romana; no vaya a ser que, obligada por los herodes de turno y los mérkeles de Alemania, la santa y sufrida pareja mencionada se vea en la urgente necesidad de tener que usar sus servicios de nuevo para así poder emigrar al lejano Egipto a toda prisa... y por patas.

 

Este año, este año sobre todo, pondré en mi posible belén aldeano dosis inmensas de coraje del bueno e infinitas posibilidades de bonanza. Coraje del bueno para poder afrontar con éxito los diversos avatares actuales y los que, por azar, se nos vayan presentando de forma inesperada, e inacabables posibilidades de bonanza porque ellas son en definitiva el mejor de los bálsamos contra el inclemente desánimo, los cimientos y la base donde se sustentan nuestras más lícitas, necesarias e íntimas esperanzas.

 

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, diciembre de 2012

CAMINO DE GUGUY

CAMINO DE GUGUY

La realidad de la vida es demasiado prosaica, por eso nunca  nos podemos resistir a la innata tentación de adornarla convenientemente con nuestra poética y reparadora imaginación.

 

                                CAMINO   DE   GUGUY

 

ENRIQUE-TINDA

Olores de altabaca fresca, hinojeras, melosillas agitadas o trilladas por los cascos del burro, y aromas de incienso gallina mezclados con las mil yerbas de la vereda que un vientillo mañanero y revoltoso esparcía alrededor de Tinda, no hacían sino adobar a través de su nariz el pavor producido por la muy privilegiada posición  que ostentaba escarranchada sobre la bestia que la elevaba del suelo y la conducía hacia la degollada oscilando de un lado a otro de la senda con un bamboleo impreciso e incómodo para sus posaderas y estabilidad.

El aire, además de perfumes, transmitía así mismo un tufillo posterior a cagajones frescos y, hacia adelante, urgencias por llegar antes de que el Rubio asomara por la Cumbre, para así comenzar bien con el vasto programa de trabajos por hacer que la tía María iba desgranando en un pobre intento por distraer la inseguridad de la muchacha mientras le hablaba al borrico, el cual, con sus pasos apresurados y nerviosos, ponía la urgencia necesaria para remontar los zigzagueantes repechos que comenzaban en Cormeja y que, para  desaliento de la joven amazona, no acababan de coronar todavía a pesar de los tirones de jáquima y las palabras apremiantes de los otros dos componentes del cuarteto viajero: sus abuelos Francisco y Benigna.

Todos recordaban  por enésima vez la anécdota de una jornada anterior —los tres que iban andando se reían—  cuando el diablo de asno que tenían, en un traslado desde el Molino de Agua y transitando por el mismo sendero, a la altura del Tarajalillo se embaló a correr desbocado y sin tino, obligando a Tinda a aferrarse con todas sus fuerzas a la albarda mientras que miraba desesperada un lugar libre de piedras donde dejarse caer, cosa que al final consiguió no sin llevarse en el intento más de tres raspones o cuatro, y alguna que otra matadura de postre.

El jumento,  en su desgobierno, desapareció del mapa y tuvieron que retroceder a buscarlo camino abajo hacia el barranquillo de las Panchas y hasta la tienda de Nélida, lugar donde lo solían llevar a hacer la compra de avituallamiento estacional; no supieron si su arrebato fue por eludir el proceloso y rampante trayecto, por haber olido los efluvios sexuales de alguna compañera en celo o... porque su ruindad se manifestaba así de forma intermitente y ya le tocaba hacer una de las suyas tan habituales como imprevistas.

Esa barrabasada, y otras similares, le hizo a la pobre protagonista de esta historia, como la vez que, al pasar cerca de él cuando estaba comiendo, le dijo  gritando: “¡Come, jambriento!” y, como si la entendiera y se hubiese molestado, la emprendió con ella a empujones, resoplidos y patadas hasta que la tiró al suelo mordiéndola en una nalga.

La chabascada le produjo a la joven una fea herida que su madre tenía que curar con una jeringa de agua oxigenada que introducía en orificios con entrada y salida que le había dejado la irregular dentellada del bruto aquel.

Con las risas del trío y la sonrisa de circunstancias de la menor culminaron la degollada y, entre suspiros de alivio, resoplidos del animal, el friíllo cortante de la altura y caras de satisfacción, enfilaron el pequeño tramo horizontal que precede a la bajada, la cual los conduciría a su destino final de aquel día: Guguy.

 

T I N D A

Cuando fui más grande, todos los años llevábamos las vacas y los cochinos y nos pasábamos los veranos yendo y viniendo; allá estábamos bien con mi abuela, poníamos a pasar tunos e higos , y recuerdo que hacíamos potajes de berros que salían muy buenos.

También venían los pescadores con cestas de pescado y los de Guguy les pagaban  llenándolas con frutas y verduras del lugar.

Mis abuelos jareaban el pescado y lo ponían a secar, después lo asábamos y amasábamos  gofio con higos maduritos, ¡qué rico era!

Algunas veces íbamos con las muchachas a bailar al Llano de la Mar, donde vivía la familia de Antoñito Marrero, los bailes eran de cuerdas y la costumbre era tocar el caracol para avisarnos los unos a los otros cuando hubiera algo fuera de lo normal (cuando aparecía alguien por el camino, al llegar el barquillo, si había un accidente...), disfrutábamos mucho y cuando nos parecía que habíamos bailado bastante nos veníamos para las casas.

Había en la zona un señor que le apodaban Pelillo (mis palabras no lo ofendan)y, cuando acertábamos a ver que asomaba de lejos, nos avisábamos usando el caracol y diciendo pelú en voz alta y, cuando llegaba cerca nos estábamos calladas y él no sabía ni nadie decía quién fue.

También lavábamos en los charcos porque siempre había agua corriendo, nos bañábamos en el tanque y nos aseábamos.

Las camas se hacían de caña y luego una colchoneta de paja encima; para comer tendíamos una estera de palma en el suelo y por las noches, después de cenar, nos poníamos mis abuelos y todas nosotras a hacer cuentos, a decir chascarrillos y a reírnos con las adivinanzas, acabábamos rezando y yéndonos a dormir.

Recuerdo que, a veces, teníamos ganas de comer algo fresco a media noche y nos levantábamos a comer tunos fresquitos, pues siempre teníamos una cesta bien dispuesta de los más dulcitos.

Un año me dieron las fiebres palúdicas y me daban leche de vaca con azufre y se me acabaron quitando.

Antes vivían muchas familias en Guguy, estaba la familia de Cristóbal Quintana en la Media Luna, mi tío Juan y los suyos en las Barrerillas, Santiago el Pintao y mis abuelos vivían en las casas de la Huerta, también estaba Juanita Segura y familia y nos quedábamos en la misma casa, que era de piedra y barro, con un patio y una pequeña cocina; los retretes eran las tuneras o los barranquillos.  Jugábamos debajo del moral y nos hinchábamos a comer moras, también teníamos un perro que era muy inteligente, se llamaba Ítele e iba y venía con nosotros en cada viaje, lloré mucho cuando se nos murió.

Cogíamos manojos de cañas y las acarreábamos hasta la playa para que los barquillos las trajeran para La Aldea porque allí costaban caras y no se conseguían o no había dinero para comprarlas.

Se hacían cuentos del Cuervo Zamora y yo tenía mucho miedo porque hablaban de que si se oía su cantar se podía morir una persona o le podía pasar algo; si alguien moría lo tenían que traer con palos, en unas angarillas por todo el trayecto; yo rezaba para que a mis abuelitos, que eran mayores, no les pasara eso de morirse y llevarlos de esa manera; gracias a Dios murieron ya mayores en su casita del Molino de Agua. Tenía en mi cabeza siempre la vez que murió un señor y lo vistieron hasta con los zapatos nuevos, ese trabajo lo hizo la madre de Amadeo, al final, antes de echarlo en la caja y llevarlo al cementerio le quitaron los zapatos nuevos porque servirían para otra persona.

En la zona donde dicen Las Lajas  vivía una familia compuesta por José, Elena y sus cuatro hijos, más abajo en Zamora estaba una familia de Agaete que le decían los Trujillo, y otro rancho que era el de Jacintita, la madre de Encarna, que les apodaban las Seguirillas; en el Llano de la Mar ya dije que estaban  Marrero y los suyos. En Guguy Chico estaba José Valencia Ojeda y alguno de sus hijos, Sildana, Beba, Serapio o algún otro.

Mis abuelos tenían dos cadenas y plantaban millo, batatas, judías, algún tomatero, chícharos, verduras..., y teníamos los manantiales para coger ñames y berros, también aprovechábamos todo lo de los animales y hacíamos queso y tabefe guisando  el suero sobrante con algunos tumbitos sueltos.

Se pasaban muchos trabajos y peligros para poder sacarle algo a las tierras y al medio ganaíllo que teníamos en los corrales o comiendo libres por los alrededores. Había mucha fruta: peras, manzanas, farrogas, higos de cuatro clases, moras, duraznos, almendras...

Un día íbamos para Guguy Luisa la del Convento y una servidora y, al pasar por un atajo, yo resbalé y estuve a punto de caerme por una fuga,  gracias a que Luisa me agarró por lo que llevaba a la cabeza porque si no... me hubiera desriscado y no estaría contándolo para ustedes.

 

TINDA-ENRIQUE

Estábamos al final del verano, a las puertas del otoño y de la nueva zafra que, junto con las fiestas de San Nicolás, marcan nuestros tiempos; el jolgorio del Charco había terminado y todo volvía a sus cauces normales, sólo el calor persistía agarrado al rabo de  la pasada canícula haciendo que las noches fueran sofocantes y de interminables vuelta en la cama.

Aquel día desperté sobresaltada y con el corazón en un puño latiendo mucho más deprisa que lo normal: había tenido una pesadilla de las que te dejan una vívida marca, un claro recuerdo de lo sucedido.

Soñé que permanecíamos en Guguy, y yo, por alguna razón inexplicable, deambulaba alrededor de los cuartos en una noche cerrada con algo de luna, quería entrar pero no podía empujar la puerta y no quería gritar ni alarmar a los demás. Surgían ruidos nocturnos por todas partes y las sombras, más que amenazantes, parecían querer secuestrarme...

Casi al final, antes de quedarme sentada en la cama, oí y sentí la presencia del Cuervo Zamora acercándose con sus lúgubres graznidos, aleteando muy cerca del lugar donde yo permanecía anclada al suelo y a mi sueño; “Alguien va a morir”, pensé dentro de la turbadora pesadilla y, entonces, abrí los ojos de par en par sin rastro alguno de pereza en ellos, consciente e inusualmente alerta para lo dormilona que yo era.

Al momento, casi inmediatamente, con la poca claridad lunar que entraba por el postigo alumbrando mi sobresalto, me vi en la tan familiar casa del Molino de Agua; allí estaba yo sudorosa y con la boca seca, el pecho lo tenía tan agitado como temblón tenía todo el cuerpo.

En zagalejo como estaba y sin hacer ruido para no despertar a mis abuelos, me levanté a beber agua de la pila que presidía el tallero del patio, desde allí, jarro en mano, contemplé extasiada que nada se movía en aquel decorado siempre en acción de una manera u otra, noté que no estaban  tampoco los ruidos habituales del entorno, ni siquiera en los alrededores de Montaña de la Cueva del Mediodía ni en el barranco que nos separa de Los Cercadillos y Castañeta.

Sólo una calma inquietante se extendía montada en el friíllo de una madrugada soñolienta que comenzaba a desperezarse lentamente de su letargo nocturno.

Ese mismo día por la mañana descubrimos a nuestro envejecido animal muerto en el alpende de piedra seca que teníamos al canto abajo del llano.

El momento de desconcierto surgido en mí, al verlo allí tirado de una manera inusual, se mezcló con lo inverosímil de mi pesadilla,  con  la realidad del burro ya tieso y con  el episodio del señor que murió en  Guguy  y fue amortajado con los únicos zapatos nuevos que el infeliz tenía.

 

El protagonista de tantos sustos míos —ya no le hacíamos trabajar porque era mayor y nos daba pena—, había estirado la pata con el hocico apoyado casi a ras de tierra,  sobre el viejo pasto de su cama y entreabierto en una especie de mueca, a modo de media  sonrisa, tal como  si hubiera estado soñando con los viajes estivales a Guguy o, quizá —a buen seguro que sí—, fantaseando en su pollina mente con la completa erradicación, por parte del dios de los asnos, de todas las rejodínganas moscas que en el mundo existían y, sobre todo, con la especial exterminación, cruenta y vengativa, de la totalidad de aquellas que en los últimos tiempos lo habían martirizado tanto cebándose en las mataduras de sus ajadas patas, lomo y debilitados corvejones.

 

 

 

 

Tinda Rodríguez Ojeda  y  Enrique García Valencia

 

Este artículo fue terminado, contrastado y corregido en el verano  de  2012, 

La Aldea  de San Nicolás, Gran Canaria, Islas Canarias

DE UN GRAN ÁRBOL COMUNAL

DE UN GRAN ÁRBOL COMUNAL

Ahora que todavía mi memoria está fresca y mi tino permanece sano, relatarles quiero de ciertas personas, vivencias y lugares en una entrañable semblanza que con un enorme árbol genealógico comparo. De él hablo al imaginármelo con su poderoso tronco, ramas y hojas e, incluso, me lo puedo figurar extendiendo la familiar sombra de su entramado desde el borde de Los Manantiales —donde con su profunda raíz retorcida el agua busca porfiado— hasta el canto abajo de La Marciega, los alrededores que lindan con La Playa y Los Caserones, por la parte de allá del barranco.

 

Ése es el laborioso intento que me ocupa con este escrito y sé que lo voy a lograr como Tinda que me llamo; porque además de mi esfuerzo, con dos ayudantes cuento para conformar este agradable trabajo: uno es Pepe —el padre de mis hijos, mi marido e inseparable compañero—, el otro,  un amigo escribano, hijo de Demetria Valencia y nieto de coma Pepa Montesdeoca, la de Las Briginias de Los Llanos.

 

Empezaré diciendo que vivían en aquellos ventosos parajes que antes he citado—escapando como pobres a su amparo— una gran insalla de personajes con su parentela; unos de afuera, como quien dice... recién llegados, y la mayoría formando parte de aquel paisaje desde los tiempos inmemorables que se pierden en el pasado.

 

Si fuera a nombrarlos usando algún orden, comenzaría por la punta de abajo, en la zona más cercana al Charco, y así lo haré, iniciando el somero repaso con: Teófilo, los Ramos, los García, Vicente Benítez, Pepito el del agua, y Maximiano —ni qué decir tiene que, todos ellos, con sus familias y parientes más cercanos—.

 

Seguiría el avance hacia arriba mencionando a mi tío Nicolás, Quevedo y su hermano, Periquito Saavedra, Mariquita la de mastro Tomás, Adita, los de Guayedra, y los Moganeros con todo su rancho.

 

Empato con las Godoy, Pancho Gloria, mi tía Elisa, los de Juan García, los de Sarita, Nicolasito Rodríguez, tía Consuelo, las de seña Florentina y mi padre: Pedro Rodríguez, rodeado de mis seis hermanas y de mi único hermano.

 

Allá, Rafael Pistoleras; más acá, Saturnino, el padre de Fidelia, sumados a Juan Guerra, Panchito Suárez, los del Barranco María, los Calixtos y Vicente el Indiano.

 

Ya la jurria de gente voy cerrando con Ezequiel, Panchito Díaz, Domingo Rodríguez, Pepito Sosa, seña Mariquita, los de Abranito, Pepa Martel, Jesús, una abuela de Maruca (la de Pepe el de Camilo), los García, y Miguel Valencia que, junto con Vicente el Indio, eran hijos de Fermina Ojeda y de cho Damiano.

 

Todo un champurriado de apellidos, algunos apodos o sobrenombres, más sitios y rincones que —al canto atrás de mi cabeza— perviven reunidos o mixturados en un conjunto de vivencias entrelazadas e inseparables, como inseparables son las raíces, tronco y ramas de ese árbol comunal e imaginario del cual les comencé hablando, y que sus buenos frutos, como lo son: Saavedras, Ramos, Seguras, Morenos, Herreras, Valencias, Ojedas, Díaz, etcétera, acrecientan a los anteriormente nombrados y se unen al Bienestar de los apelativos amigables formulados en una forma cariñosa y nada ofensiva; así, había y hay: Chas, Jurguillas, Isleños, Pilatos, del Guardia, Grandes y Beninas varias, Blancos, Calixtos, Valentines e Indios de ultramar o Indianos.

 

Del Roque hasta La Cruz, del Alambique a la Carretera y al Camino Real, de la Cuestilla del Cruce al Callejón, al Badén, a la Vuelta, a  las Casas Grandes de la  Era y, cruzando desde la punta de arriba hasta el mismito Charco, ligándolo todo, el Barranco Grande de La Aldea encorsetado entre monturrios y majanos: inquietante, pedregoso, torrencial, imprevisible, marrullero, húmedo arenal orlado con los cien tonos verdosos de higueras achaparradas, tarajales, bandos de tuneras, orillas de espigado carrizo, escasos frutales y centenarias palmeras e, incluso, bastante productivo también por mor de los pequeños oasis que se definían en llanos y cercados donde se plantaba de todo lo que se tenía como sementera, de todo aquello que germinara y diera básicamente para refañar algo  que llevarse a la boca, o con la idea de llenar un poco más nuestros tristes platos.

 

Aquí y allá casas de piedra seca con tejas de barro, gañanías, corrales, chiqueros, alpendes y demás chupencos para los animales, amén de las rotundas  e incontables cercas de cañas trenzadas con varas erigidas (ilusamente) para  combatir el rebumbio constante del diablo viento que nos traía la Barda; ventanero que —al soplar como un inclemente Barrabás de los demonios— solía apandar sin compasión todo lo que se encontrara a su paso.

 

Y, detrás, alrededor, en medio de todo eso: la gente, las personas, el rancho de familias, los buenos vecinos como hermanos..., un gran grupo imbuido y reforzado por la solidaridad, por la alegría de contentarse con lo poco que tenía, pues las mínimas cosas corrientes que la circunstancia o el azar pudieran ofrecerle, eran apreciadas y valoradas como si fueran el mejor de los regalos inesperados.

 

Para sacar las familias adelante —en aquellos tiempos remotos— había que trabajar mucho y, encima, soportar resignados las mil penas, penurias o enfermedades que intermitentemente pasábamos aquí abajo, ya que —allá arriba—, un sólo Dios Misericordioso no podía dar abasto a la hora de tender su santa mano benefactora sobre tanta preocupación y sobre tanto cristiano necesitado.

 

De esto que les digo hace ya más de sesenta años y aún lo recuerdo tal como se imprimió en mi memoria de entonces (no sé si con el afán y zangoloteo de mi mente alguna cosilla he trastocado, debiendo aducir que si hubiera dejado a alguien atrás, no ha sido intencionado).

 

Lo tengo casi todo presente, lo evoco con soltura y lo veo como si fueran antiguos retratos; aunque debo añadir que para ayudarme he tenido que usar: lápiz, papel, la emoción de un tiempo ya acabado y todos estos garabatos que con mucho gusto, una servidora: Tinda Rodríguez Ojeda, para ustedes escribió, y que ha puesto en limpio el hijo de un tal Luis García Vega, el de Panchito el del Sindicato.

 

 

 

 

                        Tinda  y  Enrique,  La  Aldea  de  San  Nicolás,  invierno  de  2012*

 

 

*Acotación:

El presente escrito fue acabado en enero de este joven calendario, y empezado a esbozar,  e intentar definir como tal, desde noviembre del pasado año.

DESDE LA ALDEA A BELÉN DE JUDEA

DESDE  LA  ALDEA   A  BELÉN  DE  JUDEA

(Pascuas y Epifanía de los años cincuenta y tantos)

Varios cajones vacíos de coñac Domecq, y para cubrirlos cuatro sacos de guano distraídos del ajuar agropecuario de la tía Josefa. Una tonga enorme de piedras amañaditas recolectadas en el camino de Los Majanos. Tierra arcillosa cogida en el Llano del Cura. Las cajillas de conserva Conchita con el trigo recién nacido que por santa Lucía habíamos plantado.

Desértico serrín del que producían los serruchos de Luisito el carpintero: padre y compinche máximo del rebumbio belenero programado. Mujo y berraza salvaje de la Acequia de Arriba. Unas cucharadas de harina para coronar las montañas y, de la tienda de Tomasito Valencia, algunos pliegos de papel bazo.

 

Algo de culantrillo de la bomba y cantonera del tanque de la Mina. Media docena de verolillos raquíticos traídos desde Artejeves. Marullos de paja amarillita desprendida por nosotros de las pacas que vendían en el Almacén de Los Picos o en el de Pepito Franco.

Una tira larga de platina —con aspecto de rivera— del chocolate inglés que comían en casa de Mame, la de Erncarnita Marrero y, proveniente del estropicio de un espejo accidentado, un trozo  algo cortante e irregular con la clara vocación de ser el agüita limpia del remanso.

 

Picón remolidito o adecuadamente escachado. Hojas de papel azul oscuro —de empaquetar los tomates y cubrir los ceretos— lleno de unas imposibles estrellitas deformadas. Borras de café, lentejas y hasta algo de gofio, para señalizar los caminos, vericuetos y atajos. Tiras y jirones de algodón hidrófilo (eso ponía en el rollo) para imitar algunos difusos celajes y fijarlos con pinceladas de engrudo en un firmamento ya rebosante de astros.

 

Utilizando todo eso, y poco más, construíamos en un rincón de nuestra vivienda la idealizada escena de un pueblito de la Palestina romana de hace aproximadamente dos milenios largos.

Luego, ese diseño tridimensional de bucólico espacio rústico, más o menos dispuesto y asentado, constituía el campo de batalla o de disputa donde todos queríamos emplazar, según nuestra propia visión intransigente,  las figuritas de barro y el atrezo que reposaba en un pequeño arcón desde el año pasado.

 

Después de limpiar con cuidado a los protagonistas principales y secundarios, hacíamos un mínimo esbozo de orden estratégico e íbamos colocando:

Una casuchilla o chupenco de corcho con un pesebre adosado. La Sagrada Familia (que no sé por qué se empeñaban en decirle “el misterio”). Buey, mula, pastores, ovejas y, a las tantas de aquella fría noche de diciembre, la mujer lavando. Un increíble puente curvado, palmeras para el desierto,  cinco o seis aldeanos portando ofrendas, la Estrella de Oriente prendida en el cielo, un bando de tuneras y detrás de él, con el traste al aire, el hombre cagando.

 

Una jurria de animalillos en un corral. Nadando en la laguna espejada del final del torrente, unos patos impasibles y algún que otro cisne blanco.

Sobre la techumbre del establo, en el mismito borde y compitiendo con el gallo, el viejo ángel anunciador de alas rotas, con los brazos extendidos llevando una pancarta y a pique de matarse si se llegaba a caer (como otras veces) desde donde se había engaliado.

Casitas pequeñas en las laderas de los escarpados riscos. El anacronismo de la cuidadora de unos pavos americanos llegados a Galilea quince siglos más tarde de aquel frío veinticuatro. En una cuevita tipo Acusa, una señora mayor con la rueca en alto hilando una gran parva de lana, y un ganado de cabras recogidas en la majada bajo la atenta vigilancia de su amo.

 

Un agricultor arando con una yunta de vacas y otro —costal lleno de sementera al hombro—, un pizquito más atrás que él, sembrándola.

Los Reyes Magos y sus pajes que, por las urgencias propias del seis de enero, comenzaban a lucir en una punta del escenario evangélico y pasito a pasito les hacíamos acortar distancias a fin de que entregaran cuanto antes el incienso, el oro, la mirra y nuestros regalos.

Mirando fijamente el agua del arroyo plateado con una imaginaria caña de lanzar en las manos (se la habíamos roto hacía mucho tiempo): un ensimismado e imperturbable pescador que, al mojar la yerbita del riachuelo y de los lugares cercanos al estanque, absorbía siempre demasiada humedad; ese personaje, recuerdo muy bien, lo acabamos perdiendo totalmente resquebrajado.

 

Por la tardecita, cuando llegara la tímida corriente eléctrica de los Rodríguez, añadiríamos algo de luz mediante un bombillo previamente colocado; debo manifestar que el susodicho, si ya de por sí era disminuido de vatios, se iba oscureciendo paulatinamente con las diminutas cagadas de la legión de moscas que en invierno soportábamos. 

 

Al finalizar la obra, todavía con los últimos estertores del salpafuera general y del doméstico zafarrancho —mientras una Virgen casi ya de parto adoptaba una compungida cara de circunstancias—, nosotros poníamos la guinda al pastel belenístico con la escandalera de los tres o cuatro villancicos incompletos que conocíamos; los cuales, inmunes al desaliento, inclementes con los tímpanos ajenos e insensibles a las críticas soterradas, nos empeñábamos en destrozar berreándolos, uno por uno, todo el dichoso rato.

 

Y... santas pascuas, aleluya, amén; la diversión y el embullo formado por el montaje del nacimiento —fruto deseado de nuestras ilusiones navideñas— había dado por ese día todo de sí colmando de satisfacción y alegría nuestras más íntimas entretelas infantiles: ¡ya teníamos el belén armado!

 

Lo siguiente, en la mesa de la cocina, entre olores de adobo para el baifo y aromas de una nueva moda culinaria llegada con las truchas de batata: la trabajosa y elaborada redacción personal de una carta kilométrica (ofensa a las más elementales reglas de la Ortografía y a los parámetros de la mesura en el pedir) solicitando TODOS los juguetes que, embelesados, veíamos en La Placeta al pasar por la tienda de Purita; dicha misiva, por supuesto, dirigida a los Señores Reyes Magos de Oriente para que pudieran elegir lo que ellos quisieran poner en nuestros anhelantes zapatos receptores; los cuales, llegada la víspera del día señalado, colocaríamos a pares y en apretado grupo cerca de la ventana; eso sí, debidamente limpios de polvo, raspaduras y barro e, INUSUALMENTE, lustrosos y muy bien abetunados, como tan sólo, en septiembre, por las fiestas de nuestro querido patrono san Nicolás lo habían estado.

 

 Enrique García Valencia,  La Aldea,  años cincuenta del siglo pasado.

SECUENCIAS REMOTAS II

SECUENCIAS REMOTAS II

Platea, entresuelo, ático, gallinero y azotea. Descansillo a modo de apurado hall, salón multiusos, cocina-comedor, mínimo e inverosímil baño entranquillado en una empinada cajaescalera y, al fondo del todo, junto a los mismos cimientos que se descarnan por la parte de barlovento, dos dormitorios de regular tamaño y poquísima ventilación exterior.

 

Por el naciente un calafusnio de pared vecinal y el resto del barrio extinguiéndose de loma en loma; al noroeste, media favela de chabolas erigidas con plástico, cartón, madera, docenas de atarecos inverosímiles y todos los ratones del citado lugar. El balido mañanero de la cabra de Eusebito, los berridos nerviosos de Eugenio a Conchita, los educados Galante y el dueto cotidiano de la Paloma y Pimpinita, vecinas enfrentadas casi puerta con puerta y a dos pasos de la acostumbrada pelea diaria.

 

Al sur, el Burro y su jumento, una arcillosa cuesta empinada, el rancho de las de Elvirita y toda una pléyade de caracteres diversos que se manifiesta emanando su acompasado runrún comunal en un circo terroso imposible de transitar cuando llega el enfangado invierno, y aun en la inclemente canícula del verano capitalino.

 

Y en la coyuntura de tales coordenadas barriales, ella, la Casa, el antiguo hogar de mis íntimas entretelas, funciones y entreactos, nuestra primera vivienda con estatus de propiedad en Rejonia Capital, alzada como una farruca talisca en pleno Moñigal obrero (corazón y núcleo pedáneo del distrito que se desparrama por el risco-ladera de San José), sin nomenclatura de calle que fue tributaria de otra con mayor rango y conocida a través de un “acompasado” nombre—, con nuestros primeros lujos relativos, sin agobiantes servicias comunales ni muchos floriteos: sólo nuestra casa terrera de otrora, con sus holgadas estrecheces en aquel despertar y despegar de la capital de Las Palmas, tierra prometida (“donde fluía leche y miel”) que se nos mostraba repleta con un cúmulo de posibilidades latentes, casi tangibles, las cuales estaban esperándonos detrás del esfuerzo grupal, al canto arriba del empuje personal que cada uno de nosotros le fuera poniendo bajo la dirección de nuestros entusiasmados padres, y justo al lado del veleidoso azar, del tesón, del empeño continuado.

 

En estos últimos años y hoy en concreto que le hago una esporádica visita, al verla tan repumpulida y remozada por sus nuevos dueños, ocupando satisfecha el lugar de siempre en la rebautizada vía (ahora en el número once de Pisuerga, río afluente de otro, para no variar el sino subsidiario de la callejuela original), me estremezco de añoranza sentado en su conocido quicial mientras simulo un falso cansancio que la rejodíngana e inclemente cuestilla de la popular Barranquera Ancha —contenta de verme NO ha querido imponerme al hacer gala de sus prerrogativas viarias, resumiéndolas a mi favor en un magnánimo gesto de buena y accesible amiga condescendiente (“Ascendente más bien”, suspira mi arrítmico resuello un pizquillo acelerado por otras causas o motivos anexos).

 

Para completar el fingimiento de lasitud y justificar mi apalastrada postura sedente al soco del cerrado portalón (ahora sin ganchillo ni aldaba), tecleo en mi teléfono móvil un sms para mis hermanas, el cual, indefectiblemente, lleva siempre el mismo corto texto que ellas se encargan de aumentar y Enrique-cer intuyendo mi tránsito por los escenarios de la incursión e, incluso, visualizando el actual reencuentro y meta de mi sentimental iniciativa: “Estoy en Transversal de Compás nº 36, sentado en el poyo de entrada, descansando a la sombra de la Casa. Memorias tantas; nos veremos”.

 

Acabado el rito y el ritual de contacto, retorno a una rampante y alquitranada Jenner orillada de automóviles aparcados en batería.

En la bajada ya sin tantas urgencias improviso un errático vagabundeo entretejiendo callejones, pasajes, escalinatas e intransitables vericuetos y, como YO deseaba esperando una a una mi anunciado paso frente a ellas, me saludan desde las recoletas sonrisas de sus amigables bocacalles: Estampa, Esfera, Estaca, Cerezo, Cobre, Cometa...

 

Al llegar al Paseo de San José, sudoroso e íntimamente satisfecho, llevo una curvada mueca alegre prendida en mis labios que no puedo ni quiero quitarme del todo, la cual, como siempre, sé que va a perdurar mucho más allá de los lindes laberínticos de aquella popular y siempre ajetreada Portadilla de antaño que ahora algo más serena y aquietada todavía rebulle plena de intensos recuerdos satisfactorios entre los múltiples repliegues de mi encanecida alma.

 

 

 

 

 

Enrique García Valencia / verano de 2011

SECUENCIAS REMOTAS

SECUENCIAS REMOTAS

No sé en qué época de mi primer lustro de existencia comenzó a mostrarse, pero sí me acuerdo bien de que lo hacía, un día sí y otro también, en aquellas bucólicas tardes aldeanas que, al estar exentas de actividad o de quehaceres obligatorios, festonaban indolentemente nuestro largo y perezoso disfrute vespertino de cada jornada.

 

Socarrón, insinuante, diplomático y persuasivo, se situaba a mi derecha con el único, expreso e íntimo afán de alegrarme combatiendo el tedio de unos soporíferos momentos en los cuales, por falta de recursos lúdicos, podía aburrirme soberanamente a pesar de mis denodados esfuerzos por encontrar pasatiempos que se amañaran al lugar, a la hora y al clima reinante de la época.

 

Por mor del frío o de la ocasional lluvia, en invierno jugábamos muchas horas dentro y cerca de la casa, en la acera del Almacén de Los Picos o en un llano sito al canto atrás del solar comunal perteneciente a mi abuela coma Pepa  Briginia y a su numerosa jurria de hijos, tropilla de nietos y demás parentela.

El resto del año nuestro deambular y vagabundeo exclusivo y excluyente, nos llevaba hasta los alejados lindes grupales de otras pandillas ajenas a la nuestra propia. El buen tiempo biestacional nos daba campo suficiente para desarrollar en amplitud toda la batería de ocurrencias que afloraban a través de su magín polivalente y desde mi volátil cabecita calenturienta.

 

Enfermó de distancia insalvable, de abandono temporal y de excesiva madurez obligatoria, allá por el tramo final de los cincuenta (creo recordar).

La mudanza definitiva que mi familia realizó a la capital de Las Palmas dio comienzo a lo que sería el necesario ocaso de nuestro cerrado compañerismo a prueba de bombas.

Él quedó anonadado y mohíno en una Aldea que se me iba alejando mes a mes; yo me iniciaba en una ciudad que ponía fundamento obligatorio a mi forma de ser un tanto dispersa e innecesarios calzones de pata larga en el diseño personal de mis aún lampiñas piernas, al tiempo que me robaba todo aquel lejano sinfín de experiencias comunes compartidas, codo con codo, junto al que fuera mi alter ego de otrora, con mi otro yo de siempre, el que –a pesar de mí– modulaba y mandaba en gran parte de mis proyectos y relaciones comunitarias de los años de la niñez.

 

Se fue con la distancia no premeditada, se esfumó lentamente, sin alharacas ni reproches y…, un buen día (por decir una expresión al uso) desapareció, dejó de participar en mi cotidianidad y de mis más nuevos, añejos y alejados intereses de la novísima Rejonia que, desde el chispeante barrio de La Isleta, se iban esbozando sólo para mí. Se mudó de mis terrenales anhelos, traspasó la barrera máxima de la edad permisiva y, finalmente, llegado a ese umbral decisivo de no retorno, lo olvidé sin darme cuenta de su ostensible mutismo.

No me lo había vuelto a tropezar hasta ayer cuando, por sorpresa, desde una página de relaciones sociales, vía ordenador, me sonrió con su eterna y característica mueca amigable e hizo voltear mi adormecido corazón de adulto empedernido.

 

Creí al principio que podría ser yo exclusivamente metido en la pátina de una foto individual en blanco y negro; pero, después de un nervioso examen en profundidad, descubrí que no estaba solo en aquel retrato de antaño: a mi diestra, asomando su carilla de cómplice redomado por detrás de mi desvaída silueta y de mi boca desdentada sin las paletas superiores, aparecía claramente –ahora llenándolo todo– su presencia invisible inmune al tiempo, a los avatares de Cronos y a mí mismo.

 

Era –aunque borroso por los dos lagrimones de añoranza invasiva– mi esotérico e inseparable amigo imaginario de aquel tiempo tan lejano que, como un relámpago, llegó sacudiendo los actuales pilares de mi total seriedad conformista, haciendo que el familillo que fui volviera a retroalimentar sus adormecidas aptitudes de siempre, dándome nuevas armas para afrontar –con la despreocupación que sabía esgrimir– los presentes retos de mi cuasi anodino fluir de ahora.

 

Alguien etiquetó la instantánea fotográfica como Enrique García Valencia; pero yo sé más de lo que podemos ver y apreciar en la imagen de ese tal pretérito pluscuamperfecto y… quizá me dé por compartir con los otros esa visión extra de aquella realidad de mi niñez plasmada en la cámara oscura de un retratista anónimo e, incluso, quién quita que lo escriba en el muro de la amistad cibernética y que llegue así a romper el autosecreto, el intimista y mágico acontecer que dicha estampa del antier me estuvo evocando antes y muchísimas horas más tarde de que me atreviera a pulsar –después de empapar totalmente mis retinas con ella– la tecla de salida en la rutina sorpresiva de hace veinticuatro horas cuando, de forma un tanto apresurada y apremiante, el diseño astral imperante en Cáncer y la muy astuta Causalidad –más algún desinquieto ente sutil– dirigieron mis pasos hasta mi poco usada computadora doméstica de toda la vida para que calafetiara un rato en el dichoso y agobiante feisbuk de los demonios enredadores o…, tal vez (muy tal vez) podría decir de los ángeles y querubines tutelares del pasado glorioso.

 

A lo mejor, con esta última fórmula angelicalmente formateada NO quede mejor definida esa novedosa página de Internet productora de todo tipo de sorpresas y de tantos sobresaltos de orden diverso; pero a mí, que tiro poco de ella, con lo que me da, me basta y sobra e, indudablemente, no me angustia nada dejarla colgada hasta ese “nuevo aviso” que, por cualquier inusitada vía, sé que me hará llegar algún heraldo minibite convocándome a nuevos eventos colgados para mí en esa rejodíngana caja de pandora: oráculo multidireccional –pleno y rebosante de modernismo cool–, que en su gran conjunto viene a ser la dichosa Red Social extendida entre nos.

 

La Aldea, verano de 2011

DOS CAMARADAS Y UNA CRÓNICA

DOS  CAMARADAS  Y  UNA  CRÓNICA

Donde el Barranquillo de La Plaza comienza a perder su nombre para explayarse en el patio trasero de Los Cascajos buscando el desnivel del camino hacia Las Rosas, hay una extensa finca, en estos días sesteando su merecido barbecho y otrora  activamente  feraz y retributiva a través de las rectangulares eras de verde y jugosa alfalfa patrocinadas por Ofelio González; hogar predilecto de los estacionales cigarrones, pájaros, mariposas y demás bichillos propios de la temporada en curso y del mismo huerto en sí, los cuales hacen de él, parada, fundo y fonda de su nutritivo disfrute y aprovisionamiento pasajero.

Pero el citado terreno, estructurado en varios canteros —ahora recubiertos en demasía por una mullida alfombra de yerbas debido a las recientes lluvias y a su proverbial riqueza productiva—, también alberga diariamente en alguno de ellos y de forma rotativa a una  nueva pareja de inquilinas que gozan (una más que la otra) de las excelencias de un pastizal integrado por: malvas, relinchones, pajicos, cerrajas, greña, brujilla, bleos, cenizos, cagalerones... y algunas otras especies no catalogadas por mí, de los hierbajos típicos del lugar que —en este invierno pródigo en agua— han crecido profusa y desmesuradamente haciéndose dueños y señores de todas las orillas, resquicios y parcelas sin cultivar.

Las dos singulares usufructuarias de ese llano deambulan por el paraje consumiendo su feliz asueto, el ocio compartido y su casi mudo e indolente quehacer.

Constituyen una extraña pareja que mueve a los asiduos u ocasionales caminantes a prestarles atención, a dedicar algunos segundos para mirar la curiosa relación de continuo compañerismo que muestran aquellas dos inseparables amigas durante toda la jornada diurna en aquel predio tan a mano —o a ojo— del curioso observador con horario y minutos libres para gastar, ya que la tierra donde se hallan las dos nombradas inquilinas está situada justo al lado de la carretera que se abre en tridente hacia la Quesería, la Cañada Honda y, por el oeste, barranco abajo hasta La Playa.

 

La una: alta, majestuosa, limpia, bella, rolliza, lustrosa, castaño-alazana, altiva y equina.

La otra: pequeña, greñuda, sorroballada, berrendo-chispiada, desinquieta, flaca, fea y canina.

La primera, anclada al suelo por una firme estaca y una larga soga, centro y radio máximo respectivamente de una acotada circunferencia por donde deambula dando vueltas a la redonda, pasta sin cesar a todas horas el delicioso forraje. La segunda —libre de ir y venir—, opta por quedarse a la sombra de la otra vigilando su continuo comer mientras que, por ser carnívora, sólo trisca de aquí y de allí algunas briznas de purgante rabogato, persigue a palomas, molestosas tórtolas e insectos voladores o ladra a los paseantes que, como un servidor, osan acercarse demasiado a la potrilla para admirar su belleza y para obtener con el móvil alguna fotografía digna de enmarcar o, destinada a las páginas del álbum de los buenos recuerdos indelebles.

En el exterior del reducto: los singuíos de los diablos coches y la prisa de las personas que enfilan sin mucho tiempo que perder hacia sus labores cotidianas. En el interior —protegido por un muro bajo—: una espléndida placidez, cultivada con sabiduría animal y abonada con buenas dosis de pereza vitalista e intemporal.

Solamente, y de forma un tanto esporádica, se rompe la quietud cuando el enralo y el poco fundamento de la perrita —como si tuviera azogue allí donde le nace el rabo— le hacen dar desenfrenadas vueltas alrededor de la jaca suplicando algo de juego que agote su exceso reprimido de relajo; petición que la vigorosa potranca resuelve con algún que otro amago de morrada, o con una  serie corta de leves topazos  dirigidos “de mentiritas” hacia su perruna y leal colega.

Lo que hace  que la relación existente entre esos dos seres esté bastante fuera de lo normal es porque se muestran inseparables, como si cuidaran el uno del otro, como si las dos especímenes supieran en cada momento qué espera la una de la otra con sólo gesticular y mirarse.

O son imaginaciones mías o, a mi parecer, se comunican entre sí usando algún tipo de código secreto inter-especies, porque, ahora que ya me conocen por mor del trato diario (les dedico algún rato todas las mañanas), cuando me acerco mucho a la herbívora que degusta las ricas plantas, y la perra se inquieta, es la inteligente potra la que, pacientemente —sin dejar de mascar—, con un vistazo fugaz, movimiento acompasado de crines y cortos resoplidos nasales, indica a la que quiere ladrar que me permita permanecer allí, que no hay riesgo ni problemas conmigo, que no voy a traspasar el borde de seguridad delimitado por su círculo de pateo alimentario, y que puede relajarse, si quiere; e, inexplicablemente, así sucede todas las veces que nos encontramos en dicha tesitura y brete.

 

En resumen: dos representantes del reino animal que sintonizan, un desbordante pastizal, una situación de camaradería que me asombra y me intriga, un paradigma de coexistencia pacífica, una amistad sin fobias, sin reservas ni tirrias, una potranca nacida en nuestro valle, una perrilla vagabunda llegada de no sabemos qué sitio, y un cliché en mi memoria desde donde —al teclear las letras de este escrito— brota un esbozo de sonrisa cómplice y complaciente,  una sensación de sana envidia la cual, desde lo más profundo de mi empatía, vierto para todos ustedes en este pretencioso artículo al recordar la relación de ejemplarizante compincheo exhibido, a pie de huerto, por las dos protagonistas principales de esta historia que —según los apelativos usados por Paco Juan, su orgulloso amo, guardia y custodio— son: la yegua Niebla, parida y amamantada en Cormeja, y su inseparable amiga, la perra Luisa, nacida en un desconocido lugar de La Aldea, pero criada cariñosamente al soco de la primera.

 

 

Enrique  García  Valencia,  La  Aldea,  invierno  de  2011

 

 

 

 

POSTDATA:  Ahora que han pasado alrededor de tres o cuatro semanas de estancia en la huerta y la potrilla está más a gusto, tranquila e inmersa en el ambiente de su comedero provisional, la perra intuye “caninamente” que el periodo de adaptación ya ha terminado y se puede permitir el lujo de disfrutar con algunas inocentes veleidades, como la de darse algún saltillo ocasional durante la mañana o la tarde hasta la cercana gañanía de CAÚCO: explotación ganadero-agrícola, intrincado albergue comunal de toda una variada fauna doméstica y refugio familiar de Luisa, en concreto.

El motivo de tales desplazamientos se debe a que su mecanismo biológico la obliga (lo quiera o no) a frecuentar la compañía de sus congéneres o semejantes y... especialmente de uno en particular: un cierto perrango vecino de aquellos lugares,  guardián de una finca próxima al corral —medio golfo y bastante salido— que me la tiene más que enralaíta; poniendo además (el muy ladino) su  buen granito de arena  para que ella se  esté echando  irremediablemente “fuera del plato”.

Así que, si pasan por la zona y ven a Niebla pastando en solitario, ya podrán imaginarse la causa y motivo de la (pa’ mi gusto) evidente, lógica, natural y  comprensible situación actual.

ALPISPAS O LAVANDERAS, ASUETO, RELAX Y RELAJO

ALPISPAS  O  LAVANDERAS,  ASUETO,  RELAX  Y  RELAJO

Las alpispitas o lavanderas (Motacilla cinerea) suelen formar sus algarabías muy cerca de los territorios de caza comunales, también en  las zonas específicas de relación social: acequias, barrancos, cascadas, estanques, charcos...

El barranco, torrentoso y cambiante, los habrá sepultado ya, como el tiempo, la vida misma y algunos  prosaicos e imprevisibles acontecimientos van escondiendo bajo espesas capas de olvido muchas otras tantas de mis añoradas vivencias y cosas; pero a ellos, a los charcos del Barranco Grande de La Aldea, su entorno y su época feliz, los tengo y tendré siempre presentes en mi menguante memoria.

Había uno, el Charco Negro, en una esquina del cauce, cerca del risco, protegido por unos gigantescos bolones basálticos, lisos y espectaculares, que actuaban a modo de dique protector contra los entullos que producía el desarretado caudal de agua que bajaba desde las cumbres de nuestra vertiente en los años en que llovía con ganas.

Estaba cerca del estrecho  Salto del Perro y lo rodeaban otros de menor estatus y profundidad que era donde mi madre, su rancho de amigas y de comadres vecinas solían lavar una vez cada semana por aquellos días de la ya agostada primavera.

Aquella impulsiva moda —la de ir a los charcos— no sé de dónde les vino ni sé por qué les entraba ese arrebato tan peregrino. El agua corría por todas las acequias, los estanques tenían bastante, se podía conseguir en algunos pozos, funcionaba la mayoría de los pilares..., no parecía tan necesario remontarse barranco arriba para conseguir lo que tenían a mano.

Algo o alguien catalizaba y actuaba de espoleta  que disparaba aquellas latentes ganas de remojar, salpiar, enjabonar, torcer, añilar y aclarar sábanas, ropas, pilfos del ajuar doméstico y demás prendas textiles de nuestros hogares de entonces.

Actuaban en comunidad y eran —a mi juicio—, una jarquilla de locas que, tras pasarse la contraseña: “Mañana a las siete”, actuaban como tales chifladas hasta la jornada siguiente preparando apresuradamente todos los avíos necesarios para el citado evento; exteriormente tenían cara de labor cotidiana y de jiribilla rutinaria; pero, interiormente pugnaban por disimular el enralo que les bullía ante el disfrute de una jornada distinta y excitante.

La tónica exigía ir, se lavara o no, hiciera mucha falta o no; era la aventura del día y había que participar en ella: en la entusiasta terapia de grupo, en aquel relax y periódico relajo de todo el gineceo o pandilla vecinal.

Aburrías (por no decir jartas) de sus obligaciones maternales y maritales, de los tomateros, la casa, los animales o de todo ese conjunto de quehaceres, enfilaban tempranísimo en dirección a Salao con los baños repletos de tarea liberadora y con un alegre parloteo que retumbaba por todo el lugar en aquellos primeros momentos de la recién encetada e impoluta aurora.

Sus voces, farrucas y cantarinas, contrastaban con nuestra serie encadenada de soñolientos bostezos. Nosotros solíamos, en los primeros trechos del camino, llevar algo de peso a cuestas; pero, nunca pasábamos cargados —ni por casualidad— del Parral o del Molino de Agua.

Junto con el parloteo flotaba en el aire el olor de comida recién hecha que, en muchas ocasiones, se llevaba ya preparada para la hora del almuerzo: arroz blanco con su tufillo de ajos, tortilla con buenas dosis de cebolla frita, pescado encebollado,  aromática ropavieja, etcétera.

Alguien compraba pan caliente redondo o cumplío, de ca' Vicente o de Galván, que era consumido en buena parte antes de llegar al primer puente —como mucho—; luego, la combinación con el agua fría de la Fuente del Molinillo, hacía que amojonásemos con nuestra cagalera los inicios del barranco y los alrededores de los charcos primeros. Mientras estábamos posados y rezagados oíamos ladrar demasiado cerca a los perros de Los Cercadillos. El miedo a lo desconocido aceleraba la “postura” y los latidos de nuestro pobre corazón; imponiendo, por esa causa,  la expedita subida de calzones y el enfugar presuroso para poder alcanzar la cola del impaciente convoy que se alejaba.

El agua clara y rumorosa, el eco repetitivo producido en las dos murallas montañosas, la semioscuridad, nuestro sueño acumulado, el olor de las barras de jabón, el ruido de los barreños de aluminio, el croar estereofónico de las ranas,  el estampido metálico del asa de los baldes al caer sobre sus bordes, la solícita mano libre y caliente de mi madre y..., ¡los charcos! Los tan anhelados Charcos.

FOTO: Andreas Gruber

 

Las matronas tenían para mí una energía extraña, fabulosa y, todo hay que decirlo, una forma de proceder un tanto estúpida para mi práctica lógica infantil: llegaban, ojeaban el lugar, y se peleaban por elegir la mejor parcela, por situar el más recio lavadero y por comenzar a lavar cuanto antes: se empeñaban en ser las primeras en ponerse a trabajar y en helarse hasta los codos en aquel atarozado amanecer. Alguna, inclusive, además del rejerteo primero, se daba el lujo de tararear con su voz atiplada algo de moda: “Maringá, la pastora más hermosa que murió de tanto amar”, “Moliendo café”, “Lavanderas de Portugal” o retazos de las rancheras que Miguel Aceves Mejía popularizaba en la radio.

Nosotros buscábamos un echaero lejos de aquella frenética actividad que se extendía como una mancha de aceite hacia la zona de los otros charcos menores, pues todas tenían que dejar ablandando lo muy sucio, lo blanco, lo que desteñía o lo especial, y hacer acopio de remojaderos alternativos

Cuando nos reponíamos y ya el sol había calentado algo el ambiente, nos dedicábamos a explorar engaliándonos en cualquier sitio y bajándonos al primer esperrío de advertencia y aviso de posible calda, hacíamos tanquitos, cazábamos lagartos y caballitos del diablo, nos bañábamos e, incluso, lavábamos, dependiendo del grado de aburrimiento y adicción imitativa de cada cual.

A la diez, más o menos, ya estábamos rondiando las fiambreras e intentando refistoliar en los envoltorios hechos con servilletas o mantel y coronados con apretadísimos nudos antirrobo. A las once, más tardar, alguien de cada grupo familiar se destacaba con la misión de darle de comer a los familios que ya no podían esperar más, o sea, a TODOS.

Ya aplacadas las urgencias de nuestros jilorios estomacales, ellas seguían gozando tranquilamente de la amena tertulia, del agüita tan clara que se podía hasta beber, de aquel jabón “Samba” o “Lagarto” que últimamente estaba saliendo tan bueno, de los salpiazos a la ropa, del levantarse para tender en cualquier majano, del volverse a arrodillar para restregar lo más resistente; en definitiva, beneficiándose de aquella sutil catarsis que de forma grupal habían montado.

¡Busquen ranas! ¡Cojan aneas! ¡Ya queda poco!

Era el último recurso acabada la comida, la merienda, la diversión y hasta las buenas relaciones muchas de las veces. El cansancio mecánico y el lógico aburrimiento habían hecho mella en todos nosotros; no así en los molleros de mi  madre y de sus compañeras que..., seguían sobando, restregando, rociando, torciendo, aclarando, tendiendo, oreando y doblando. El día les parecía demasiado corto para tanta traquina y trajín como tenían programado.

La ropa en los baños, crujiente del solajero y goliendo a limpieza inmaculada, había crecido y sobresalía de ellos. Las mujeres acotejaban bien con una sábana o toalla lo que rebosaba y preparaban los mullidos roletes  para proteger la cabeza, algunas rebuscaban por el lugar por si se quedaba algo, otras descansaban a la sombra abanándose para aplacar los flatos producidos por el trabajo, y las enemigas de los pellejos infantiles —las más devotas de la mortificación ajena— aprovechaban las lasquillas sobrantes del resbaladizo jabón para, de patas en el líquido elemento, restregarnos las rodillas y tobillos sin tener misericordia de nuestras mataúras y purulentas bichocas: poco jabón era aquél para tanto pegoste, lamparón, raña vieja  y costras acumuladas.

A la vuelta, ahora con un andar más pausado —cansada y limpita la chiquillería, molidas y radiantes ellas—, el eco mañanero se había apagado y no dejaba oír su voz reverberante, los escandalosos perrangos de Los Cercadillos ya no ladraban y el frior del alba se había traducido en los escalofríos de un cansancio que erizaba las carnes de la silenciosa comitiva.

El sol del ocaso ponía todo su afán en hacer brillar tres cosas: los filos de los riscos de la Cueva del Mediodía, la tonga de ropa en los barreños y la laxa sonrisa de satisfacción que llenaba todos los rostros en el grupo de las matronas.

Llegábamos al barrio y a la casa con un gran recibimiento, o con encuentros en el cercano barranco Tocomán si alguien, calculando bien el tiempo, iba a esperarnos allí para aliviar de peso y carga a las portadoras.

Por el camino, siguiéndonos con la mirada, nos saludaban también con cara de complacencia las otras mujeres que no habían podido ir en esa ocasión al lugar de lavado comunal.

El día se iba acabando lentamente, no daba tiempo para más. Comentábamos los acontecimientos de la jornada en la cocina vieja con la cena de los mayores. Mi abuela Pepa Briginia nos interrogaba sabiamente sobre nuestra experiencia mientras protegía sus manos del frío de la noche escondiéndolas bajo la faldiquera al tiempo que, para que aguantáramos despiertos, esgrimía su sempiterna sonrisa afable para animarnos a seguir hablando.

Había tiempo, eso sí, para que te adormecieras ronroneando mientras te rascaban la espalda y te contaban cadenciosamente un cuento ya resabido de pe a pa. Se recogía la mesa, se sacudía el cuadriculado mantel, se tiraba lo sobrante a los perros y se espantaba a los gatos, siempre remisos a abandonar el calorcito de la lumbre y la comodidad de los humanos.

Tú, ya más dormido que despierto, ibas a la cama de la casa comunal transportado sin saber muy bien por quién, y despertabas a la mañana siguiente en cualquiera de ellas oliendo a madre, a paja estofada de los colchones y a sábanas limpias que, en los ensueños del duermevela matutino, te arropaban con calurosa ternura usando —además del suave tacto adquirido— el feliz recuerdo de los charcos y el aromático mimo cariñoso de un trabajo maternal bien hecho.

Enrique García Valencia,  La Aldea,  enero  de  2011

NAVIDAD

NAVIDAD

Esta pequeña esquela o apunte navideño intenta reflejar de raspafilón y en clave de humor uno de los  aspectos menos relevantes, pero quizá uno de los más personales y cotidianos, de una María de Nazaret que, por unos poquísimos segundos, pierde la paciencia, el control, y la mesura del carácter con la que siempre la hemos adornado sus fieles devotos e, impulsivamente, harta de la mayoría de los acontecimientos que le han venido sucediendo durante los últimos días —ella solita, aunque secundada al  alimón por su mejor mal humor y su talante más genioso—, rejertiando consigo misma en voz baja, la emprende contra todo y todos los que tiene a su alrededor en ese veinticuatro de diciembre por la tardecita ya oscurecida; solamente se salvan de su ácida diatriba, la servicial burrilla donde va montada y el primigenio fruto de su sagrado vientre que todavía lleva dentro.

No hay ninguna intención de menoscabo o mofa ni postura irreverente hacia su figura en este relato plagado de anacronismos, sólo es un entrañable ejercicio de empatía, esbozo de carambola para ponerse en el lugar del otro y de pensar, en este caso cómo podría sentirse la otra —en un momento determinado— mientras iba camino desde su pueblito galileo hasta la región judea de su origen familiar: embarazadísima, helada de pies a cabeza, molida por el rengue-rengue del trasporte animal, desriñonada por mor de sus nueve meses bien desarrollados  y hablando sola entre dientes (entre otras cosas).

El título no se me ocurrió que podría ser otro diferente al que le puse; es el siguiente:

 

 

¡AVEMARÍA!

 

¡Primero fueron los batatas y los culichiches del tal César Augusto que se emperraron, los muy condenaos, en hacer el dichoso padrón de mis culpas! ¡Están fijos refistoliando y jeringando a los pobres cristianos!

A mí casito me da un fatuto cuando me enteré de los trajines a los que nos obligaba el dichoso empadronamiento de esos bergantes de mucho cuidado que son los lambíos romanos.

 

Lo segundo es el empeño y la inquina que le ha dado a toda esa camarilla de  forasteros emperrados en  hacerte cumplir a raja tabla las ordenanzas en las fechas fijadas por ellos. Venga usted ahora y levante casa y familia. Encájese a donde su santa madre lo trajo al mundo. Apúntese. Vuelva usted a coger el tole para su casa, calladitos, sin decir esta boca es mía y, aquí paz y en cielo gloria.

Y, aunque me lo explican despacito y en arameo, sigo sin ver el motivo de tanto salpafuera sin fundamento que se está formando con la porriá de familias yendo del tingo al tango en estos tiempos tan ruines de invierno; pa’ mi gusto... que son las mismas locuras de los mentecatos de siempre.

 

Lo tercero, este hombre, este esposo santo-varón mío que lo deja todo para última hora como uso costumbre y, encima, me lo quiere adornar con  su guineo de siempre: “Que sí, que sí hay tiempo María. No te apures mujer, las cosas salen mejor al golpito, no hace falta agoniarse mucho, no hay prisa, el que  mucho abraca poco aprieta...

Todavía tengo unos encarguillos atrasados que zafar, aquellarle unas puertas a Publio Cornelio, darme un saltillo a Tiberiades para comprar unas soleras, contratar unas buenas bestias para el camino...” y no sé qué más repuñeza me dijo. Yo, surtita y a mis quejaceres, llevándome la trampa y engordando por obra y gracia del tiempo que pasaba; ya estaba en chicos de ocho y todavía no sabíamos dónde íbamos a asistir cuando llegáramos a nuestra tierrita natal, ¡ay, Dios, pa’ pachorra, la de José el mío!

 

Lo cuarto, el gran belén que se ha montado con toda esta insalla de gente que llena carreteras, caminos y veredas: pastores cargados de presentes buscando a un elegido que debe nacer próximamente; soldados patrullando por orden de Herodes, el títere palestino del emperador romano; grupos de personas cargados con ofrendas varias; una legión destacada en Siria camino de Jerusalén; emisarios con ropajes extraños siguiendo una estrella en una pequeña caravana de camellos enroñados, una jurria de aldeanos a pie o en sus bestias con lo mejor de sus cosechas... y, todo ese gran tropel y singuizarra, con más prisa e, indudablemente, más rápidos que nosotros, obligados siempre a ver las tajarrias de sus monturas mientras se alejan y a tragarnos el polvo levantado por ellos.

 

Y lo quinto es que, ahora mismito, me veo aquí escarranchá sobre la única burrilla que pudimos conseguir; al pobre animal no le cabe una bichoca más, los filingos  de patas no la mantienen, con más hambre que los perros de Cueva Nueva y con ganas de bandiarme al suelo que, si no lo hace es por falta de fuerzas y por que intuye, la pobre —como hembra que es—, que me estoy pariendo toda, que esto mío se quiere salir, que no puede esperar más.

Todas las fondas llenas y ni un chupenco donde comprar algo. Todo cerrado, sin luz apenas, un frío que te yela las ternillas y ni un rejodíngano guardia o celador que te guíe, ¡¿no sé dónde se meten cuando te hacen falta?!

Deja tu burra mal amarrada o en lugar prohibido para que veas, aparecen en un volío a cobrarte los tributos correspondientes por dicha falta.

¿Y José? José tan campante, como quien tuesta y lleva al molino, tirando de la jáquima de la burra dentro de este gran rebumbio, e intentando consolarme; no se calla ni por casualidad: “Que tú verás, no te apures. Que sí, mujer, horita mismo llegamos, allí delante parece que veo unas lucillas como de unas fogaleras...”

¿Y yo? Yo, mordiéndome la lengua; a la vez que no le puedo pegar... (estaría feo), me callo, me aguanto y ya está. Me agarro el balayo de barriga, me trago los pujíos, miro al cielo y me pregunto:

¡¿Que a quién?!  

¡¿Que a quién diablo le daría por  inventar la dichosa Navidad?!

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, diciembre de 2010


 

La huida a Egipto, de Goya.

IMAGEN TOMADA DE http://mipaginaeducativa.net/goya.htm

ADVIENTO

ADVIENTO

En la antigua calle Real, frente al Ayuntamiento, se edificó a principios del siglo pasado, una casa con unos llamativos adornos de estructura irregular en la parte baja del frontis; dichos ornamentos fueron diseñados en forma de grandes mosaicos y confeccionados con trocitos de loza policromada e intensamente colorista. En ese extraño alicatado, los familios de mi generación y de décadas posteriores creíamos ver —y veíamos— un sinfín de posibles detalles inexistentes que la fantasía de cada cual se encargaba de adornar convenientemente para mayor disfrute quimérico.

Los salones delanteros de la citada vivienda fueron en los años cincuenta una tienda-bazar donde, mucho antes de Navidad, se exponían colgados con hilo carreto del techo y paredes, e incluso dentro de unas vetustas vitrinas, una enorme colección de juguetes propios de aquella época bastante cercana a la  posguerra.

 

Ni que decir tiene que las visitas al lugar eran bastante frecuentes, con  cualquier excusa nos llegábamos a los quiciales del comercio; el mandado más  peregrino, aunque fuera por otro itinerario apartado, tenía casi siempre una desviación hacía ese lugar y parada momentánea en la Tienda de Purita, que es el titulo general de esta historia; en el relato, mi hermana Digna, con el pretexto de que había sido enviada a hacer unos encargos y de encontrarse en La Plaza con Luis, nuestro padre, aprovecha la coyuntura, se da un paseo (después de la escuela) hasta el sitio de exposición y se embelesa durante unos minutos con la magia que emanaba de todo aquel colgante panorama juguetero.

 

El comienzo de la narración sitúa a la niña frente a la casa intentando desentrañar el significado del revestimiento de la fachada; además, se relatan unas cálidas vivencias desarrolladas en el tiempo de asueto después de la sesión de la mañana —dentro de la jornada partida del horario de la escuela pública de entonces—, y se rememora fugazmente un cachito de nuestra historia e intereses infantiles.

 

PRINCIPIO: Trece de diciembre de 1955, santa Lucía.

 

Extasiada delante de tanta tesela y peonando su mirada por ellas,

pugna Digna por adivinar el esotérico mensaje que le entraña.

 

Titilan los fragmentos a la luz del mediodía que acaba,

y ella, absorta, mistifica zangoloteando su mente entre tanto trocito agrietado.

 

Duda, frente a la mixtura, entre aceptar la prosaica realidad de lo que son,

y que ella recusa bobaliconamente, o aferrarse a la explicación que su lógica mágico infantil le aluza.

 

Pergeña, sin poder zafarse del abigarrado panel, su propio código imaginario y,

mientras pasa el dedo a rente de los filos, ve lo que su fértil fantasía le va aconsejando.

 

Aquí una virgen —la Virgen María—.  Allí, media rueda de un carro.

Allá, una flor lila más o menos definida se concatena con otra de color azul pálido y de encendido ciclamen.

Cerca, unas frutas cortadas por el estropicio pretérito de un plato.

A la izquierda, algo parecido a un pequeño pájaro.

Un cisne, una muñeca, lo que debió ser un árbol, unas estrellas de colorines,

una rana, el borde de un traje, el agua del mar,

el jociquillo de un perro chispiao, una naranja...

Abajo del todo, la cenefa que se repite intermitentemente entre los demás cachos.

 

Los cientos de pizcos configuran en su entelequia una tramoya de personajes ficticios y, el multicolor rompecabezas de su sinsentido sólo posee un rival:

el interior  de la Tienda de Purita lleno de realidades tangibles, imaginadas y deseables; el Todo abarrotado.

 

Entra por una puerta, ve, toca, huele, oye, saborea el chute delicioso de sensaciones que le ensaliva la boca, sale por la otra puerta e intenta, sin conseguirlo, memorizar la carta de los Señores Reyes Magos.

De allí, salto-salto, para observar el singular diseño de la casa del Mestre: zócalo, frontispicio de caracoleo, letras y remate.

Comprar en la mercería de Encarnita la cinta de asilla, ver la figuritas del pesebre de Navidad y recoger algún recado para la madre de Mame: canutillos de hilo, quizá el tinte “ala de cuervo”, botones, alguna que otra muestra, pedir el último figurín y entregar el del mes pasado.

 

Una vuelta por La Alameda, jugar a carabina, a la soga, a las cuatro esquinitas o a perrogato.

Esperar a su padre que fue, en un saltillo, a comprar tirafondos y unas hojas de engrudo a la ferretería del alcalde, en Lomito Blanco. Es la tercera semana de diciembre, jueves después del ángelus y hoy no habrá que ir a la escuela por la tarde.

 

—“Por un caminito, cansadita de andar, a la sombra de un árbol me puse a descansar; estando descansando que por allí pasó, un muchachito rubio y de mí se enamoró. Rubito de cabello, rubito de color, estrecho de cintura, así los quiero yo... “

 

Cánticos infantiles alrededor del Quiosco y un leve furrungueo en la zona de Eloy, Pancho Araújo o Natalio.

Llega Luis con el engrudo, los tirafondos, un cartuchillo con el trigo para el belén y el sombrero un poco ladiao.

La niña coge el grano y la mano del que llega. Silba el padre una melodía guajira con variaciones desconocidas de su Habana infantil y, en las peculiares notas de su son lejano, bullen cientos de teselas sonoras que hablan de cachumbambés, que saben a padre, raspan como garepas desafinadas y huelen al acre Mécanicos blanco sin filtro fundido con los efluvios cuasi prohibidos del afamado Ron del Charco.

 

 

FINAL:

 

El reloj, en la recoleta esquinera, ronronea antes de tañer la solitaria campanada.

 

La madre, en la cocina, tiempla un descomunal flan e induce al margullo a las renuentes galletas que se empeñan en flotar en un lebrillo raido de pastosa Tamatina.

 

El padre, en su sagrada e imperturbable “siesta del carnero” de antes del almuerzo, fantasea oníricamente con una cuba repleta de aguardiente añejo.

 

Nosotros,  en la espera de la comida, plantamos el trigo para el nacimiento en latas vacías de sardinas, teñimos con anilina verde el serrín generado por el serrucho de Luis y, con las herramientas de la casa, reparamos  —en el sepulcral silencio exigido por el reposo del carpintero— una desvencijada cajilla  de Conservas Conchita que se resiste a ser usada.

 

Enrique García Valencia, La Aldea,  diciembre de 2010

IMAGEN: http://anaschoenstatt.files.wordpress.com 

PASATIEMPOS DEL LITORAL

PASATIEMPOS DEL LITORAL

¿Qué decir del ínclito, popular y entrañable Cuevón del Puerto? Quizá, y para algún lector que todavía no lo conozca, mencionar que es un oasis  de sombra y de endógeno frescor en la sajariana orilla caliente de los veranos de La Aldea. La gran sala comedor de los tenderetes y comilonas que allí, al socaire de su penumbra, suelen realizar los devotos comensales del placer compartido. La enorme boca rocosa que continuamente se hace eco repitiendo —en farruca porfía con el océano— lo que aquél  le brama en su reto persistente y eterno. La inmensa bóveda central de una basílica minimalista donde oficiara el sacerdote de la perenne quietud y del sosiego. Un biotopo costero en equilibrio que nota impasible cómo el paso del tiempo deja su impronta evolutiva e indeleble en él.

 

Yo asumo y atesoro todas esas visiones y alguna otra más de carácter personal e  íntimo o, si no, de recoleto ambiente familiar. Es un sitio mágico, acogedor y evocante; la espoleta que —actuando desde los profundos entresijos de la Memoria—  dispara mis incipientes recuerdos infantiles con relación  a la costa y el mar. Fue el lugar preferido de las reuniones salubres que usaba la parentela en épocas pretéritas, es mi zona de lúdico esparcimiento en las jornadas presentes de relax y de relajo controlado y, a veces, desde su pétrea estructura imponente, se erige como el inquietante oráculo que me enlaza y me hace rozar el aspecto más divino de este nuestro humano recorrido existencial.

 

Tengo allí —además de vivencias enriquecedoras— sólidos colegas de antaño, celosos vigilantes fieles al lugar que, inherentes al entorno y parte de él, operan a modo de penates protectores de mi persona y también como lares tuteladores de mi solaz en sus apreciados dominios: son los escrupulosos alertas, los porfiados centinelas de aquel inestimable sitio.

 

Hay en el mismo borde del risco —protegido por una gran roca basáltica— un mato tímido, diminuto, retorcido, magro y, secretamente mío. Me saluda, sin dejar una  mañana siquiera, con un alegre vaivén usando el impulso alterno de la brisa que arrecia desinquieta por mor del alisio estacional; temerario  se asoma al pretil con su verde cara acicular, lánguida por el peso solar del mediodía, para ver mi supina  e inconsciente postura al solajero que me achicharra sin piedad; y me despide tristemente, llorando sus saladas bolitas blancas, cuando intuye con su adquirida sabiduría vegetal mi breve alejamiento nocturno de su entorno próximo. Responde a su verdadero nombre de pila como Poclama pendula; pero para el círculo de los más íntimos es simplemente el Balo del Cuevón: mi estimado añejo amigo de aquel aislado veril tan nuestro.

 

Él, un humilde y anodino arbusto que —dándonos una lección de fortaleza— se enraíza con terca insistencia e increíble vigor en un medio tan hostil como el suyo y resiste con ejemplar valentía los embates, avatares y contratiempos de la Vida; esa valerosa planta, como digo, me inspiró con su actitud este breve relato y su pequeño colofón final, el cual —y como homenaje a su arrestada perseverancia vital— yo me atrevo a titular así:

 

“I L U S I O N A N T E      V I D A”

 

Justo en el filo del arco del Cuevón, mudo y fiel, vive el balo que vela incansable mi  vespertino descanso. Testigo es, con su provecta edad, del tiempo que no cesa, y, a lomos del fugaz presente viajero, expone su vigor cuasi eterno mecido por la arrullante brisa que lo aquieta.

El artesonado del acogedor lugar compite con las crestas de sus propias almenas que, en el borde mismo, son doradas por un sol que agosta lentamente las horas del día, funde o aplaza mis preocupaciones cotidianas y, entusiasta de su rol, encima de mi pobre piel extiende capas de cobre fundido sin demostrar misericordia ni visos de la más leve pena.

Y arriba, al final de la jornada —ya en los mismos quiciales de la cercana noche— mi querido balo compañero espera, aguarda suspirando de placer anticipado por las caricias del manto fresco de un rocío que no llega.

Lo engañan sin querer con sus falsos disfraces de humedad: una sutil nube de marente, el satén del mohoso salitre, las tinieblas que lo amorosan, el alisio que por algunos momentos se serena, y todos aquellos anhelantes sueños que le compensan de ser el mudo, el fiel testigo de un constante Devenir que no ceja.

                                                                                                                    Primavera  de 2010

Enrique  García  Valencia

 

P.D. Dedicado, a  modo de sencillo y fraternal homenaje, a la memoria de una persona germinada, florecida, fructificada y fallecida en La Aldea.

Biólogo y botánico universitario, convencido ecologista empírico, jardinero paisajista de la mejor ralea  y —para mi fortuna— un eterno Amigo: Vicente  Ramos  Vega.

DE NUESTROS COMPAÑEROS DE VIAJE

DE  NUESTROS  COMPAÑEROS  DE  VIAJE

En este continuo ir que la vida es, solemos dar una especie de trato preferente a una serie de objetos singulares que nos acompañan en gran parte de nuestro recorrido vital, son cosas tales como: libros, algún mueble especial, ropa que no queremos desechar, utensilios bien amañaditos, herramientas viejas, ciertos adornos, atarecos heredados, artefactos de uso corriente, y un sinfín de artículos diversos a los cuales, sin conocer a ciencia cierta el porqué, nos sentimos más unidos que a los otros de nuestro entorno y uso cotidiano.

Acabamos por cogerles tecla y —de ese modo— los distinguimos haciendo una discriminación positiva que encierra quién sabe qué ligazón afectiva; los focalizamos sin saber qué recorrido e ignotos recovecos sentimentales posibilitan su preferencia sobre los demás ni qué lazos nos atan a ellos durante gran parte de nuestra existencia.

Realmente, no estamos interesados en descubrir qué mecanismo del embullo mental nos hace llegar a darles sitial de honor en nuestro extenso ajuar doméstico, los incluimos en nómina y los queremos porque SÍ e, impepinablemente, eso ya es bastante para la mayoría de nosotros: sus rendidos incondicionales.

Yo disfruto de la  camaradería y del compincheo en doble dirección que me ofrecen algunos elementos de uso personal a los que, por facilitarme los trabajos rutinarios con sus confortables favores y deferencias,  me siento algo más unido y a ellos les profeso —con discreción para no suscitar envidias ni celos— un poquito MÁS de cariño extra que a las otras pertenencias no fungibles de mi hábitat y trajines diarios.

Como muestra: un botón,  y como fehaciente ejemplo de lo que aquí relato, este título:

 

“UN  BATIDOR  DEL  PELO  Y  YO  MISMO”

 

Lo noto en el roce de sus finos dientes, en su deslizar torpe, en el poco geito del que actualmente hace gala , en su actitud pesarosa y un tanto fría...

Mi peinillo de blancas púas, camarada, colega y viejo amigo de las jornadas playeras, parece estar enfadado conmigo. 

Ya apenas se detiene ni se complace en su cometido; no sólo NO se esmera, sino que hasta se me esconde en algunas ocasiones en el fondo del neceser o se engruña en la parte de atrás de la mochila buscando cobijo.

Otras veces se arrastra lerdo, desmañado, cabizbajo y con aspecto tan mohíno que, por no molestarme, lo dejo hacer a su libre albedrío.

Ya se le quitará..., pienso al verlo tan enroñado cuando lo acecho para poder desentrañar tamaño lío.

Mientras, yo sonrío, aguanto, espero y confío en rebasar su patente enfado; me paso las horas de playa mirándolo de raspafilón e intensamente cavilo buscando la manera, el feliz término y el desenredo satisfactorio de este tonto desatino.

No me permito bajar la guardia aunque la tensión por el lado del batidor esté remitiendo un pisquito —ya de antier para acá parece estar mucho más receptivo—, y yo sigo buscando qué motivo, qué desliz, qué acción por exceso o defecto con mi compañero he cometido, el cual, ahora mismo —amulado al máximo— cruza en un singuío peinando mi cabeza blanquinegra reflejada en el diminuto espejo de bolsillo (otro que está asoplado y surtito, no suelta prenda, no me dice ni pío).

Y, entonces, justo en ese preciso momento —después de haberme dado un baño con olas juguetonas y espuma salada—, cuando me miro y me remiro en la pulida faz de su callado cómplice intentando infructuosamente hacerme la raya del pelo, se me enciende un bombillo con la solución entre los repliegues de mi despistado tino.

¡Ya lo veo! ¡Con lo que buscaba me topé!

¡¿Cómo no iba a tener casi toda la razón el elemento susodicho?!

Reconozco mi parte de culpa, pues tuve a mi pobre peine en el olvido y bastante abandonado desde hace dos semanas y pico.

 

El diablo de mi barbero me trasquiló hace quince días en un saltillo que di a la capital; las orejas me dejó, pero me peló a rente —casi al cero— desde la mismísima moña frontal... hasta el canto abajo de mi flaco totiso.

 

 Enrique García Valencia, La Aldea, primavera de 2010

LAS CANARIAS

LAS CANARIAS

En un viejo mapamundi de geografía política con mil doscientas cincuenta cagadas de moscas repartidas aleatoriamente sobre él, y colgado demasiado alto para mi gusto en la pared frontal del aula, el puntero de don Federico Rodríguez Gil, allá por los años cincuenta y tantos, se posaba sobre un conjunto de siete de aquel largo millar de puntitos negros dispuestos entre un sinfín de líneas entrecruzadas; dicho septeto  tenía una disposición y coloración especial, lucía a modo de la típica constelación astral y se situaba al noroeste de África: nuestro tan cercano como soslayado continente de pertenencia física.

Si te aproximabas engaliado en un banco veías que aquel especial grupito de las tantas deyecciones "moscateles" no eran tales excrementos, sino nuestro archipiélago puesto allí por la deferencia del geógrafo hacia las posesiones españolas en suelo africano. Estoy seguro -a pesar de haber llovido bastante- que la escala no era la correcta, las islas estaban algo estofadas para que pudieran lucir entre tanto color, espacio, rayas, símbolos y nomenclatura de  la cartografía convencional.

Nuestro profesor -con su didáctica y metodología oficialista- se empeñaba en que memorizáramos todos los territorios que, como españoles, debíamos conocer fielmente al dedillo. Yo -por aquel entonces- no me sentía (lo recuerdo muy bien) perteneciente a aquel coloreado mundo político de naciones, provincias, países, comarcas y reinos que, escalonados por nuestro mentor, iban desde el Mundo y Europa  hasta Canarias pasando antes por La Península, Baleares, Ceuta, Melilla, Ifni y el Sájara español; eso sí, obviando o no haciendo el debido hincapié en municipios, pagos y pueblos grancanarios del entorno próximo a La Aldea, desconocidos para mí hasta épocas posteriores.

Siempre  me sentí, y me vi, como de otra manera y en otro orden: de menor a mayor. Intuí que era de mi madre Demetria cuando la vislumbraba -yo teta en boca y mano apoyada en su generosa mama- desde aquella posición pectoral suya tan nutricia y calentita. Luego supe que era Briginia y Valencia, pues todas las caras deformadas que yo recuerdo alongadas al cajón-cuna (en casa del carpintero, cuchara de fierro) para alimentarme, juliarme las impertinentes moscas, gritarme con voces atipladas parrafadas ininteligibles, aperruñarme las pobres manitas y hasta besarme con sus restallones besos sonoros; todos aquellos rostros con bocas parlantes en dos octavas subidas, todas aquellas componentes de la insalla familiar -como digo-, constituían el muestrario de mi clan, parentela y tribu briginio-virginiana.

Luego, al crecer apenas un pisquillo más, fui de Los Llanos, pero... de los más cercanos: Almacén de Los Picos, Tanque de Los Majanos, barranco Tocomán, tienda de José Benina y, por mor de la escuela obligatoria, hasta los quiciales del cementerio de La Julaguilla. Todo eso bajo la atenta y discreta mirada de: madres, comadres, tías, vecinas, abuelas, primas..., que se erigían, donde quiera que estuvieran, en guardianas del colectivo de familios que pululaba a sus anchas por aquella sociedad rural y globalizada de mi entrañable infancia.

Más tarde -acompañado de mi jurria de amigos- fui siendo de otros lugares más lejanos: hicimos riñas de tomates con todos los barrios adyacentes al nuestro; nos peleábamos con los diablos del Pinillo porque entullían, en sus represalias deportivas, el campillo de fútbol cercano al Fuerte de Villanueva; me bañé de tapadillo en todos los tanques de la vecindad; robé cochinilla en cualquier bando de tuneras que estuviera desvigilado en las horas más proclives a mis intereses y llegué -con mi bandilla de coetáneos- cerca del remoto punto más occidental y prohibido de nuestra isla y pueblo: La Playa.

Y... cuando en éstas estaba, cuando mejor iba la cosa para un servidor, me pusieron unos martirizantes zapatos apresando mis incontrolables ñames que habían estado siete años "a la laja", me sobrevistieron con un cubrepolvo mariquita que llevaba mi nombre bordado a mano en el bolsillito superior, me regalaron una maletilla de cartón con tres estúpidas cosillas dentro y, a empujones e incluso con falsas promesas descaradas, me introdujeron en la Escuela  Pública "El Barrio" de niños, que es lo que reza aún en mi cartilla escolar de aquella nebulosa época pretérita.

Volvemos de nuevo al mapa situado demasiado alto y las cuatro paredes de aquel carcelario mundo interior, a los nuevos compañeros de fatigas, a la enseñanza sin periodo de adaptación de la escuela oficial y al acento algo ceceante, diferente e impasible que esgrimía nuestro profesor andaluz en su diarias explicaciones.

En el mundo exterior permanecía la didáctica empírica y extraoficial, estaba en todo aquel rancho de mujeres a las cuales yo oía y reconocía al pasar por la calle, que  grupalmente componían el sabio matriarcado que nos educó cuidándonos como pudo y supo; esa saga femenina que nos protegió almohadillando nuestra feliz niñez desde aquella sutil ginecocracia formativa, y que -usando las herramientas de su inteligencia emocional bastante desarrollada- ejercían un tutelaje férreo y colectivo sobre toda la marabunta de chiquillos propios y ajenos.

A través de todas ellas: manuelas, briginias, guirras, conformes, panchas, beninas, zamoras, siguirillas, malenas..., -fuente natural de nuestra Enseñanza Primera y Primaria- con mucho cariño en este día especial de celebración autonómica, quiero dedicar una pequeña composición -trufada de licencia poética- a la mitad más entrañable de  nuestra población total: las féminas canarias.

 

 

 

SONETO  A  LA  DEVOCIÓN  NUNCA  ROTA

 

Dejando jirones en su camino,

fluyendo, nuestras vidas nos transportan,

vamos tras los ideales que acortan

la angustia que jalona su destino.

 

Son, mientras viajamos, señal y sino,

marcas fijas de las cosas que importan,

hitos de ese viajar que nos aportan,

que enriquecen nuestro espectro divino.

 

Carisma son, como amigas se erigen,

y con su voluntad y fiel entrega

te protegen, te miman y te eligen.

 

Personas de gran calidad que anega,

entes que por su corazón se rigen,

almas del amor que no se doblega.

 

Versos que se dirigen

a gente legal desde alfa al omega:

mujeres, canarias,  madres,  colegas...

 

La  Aldea,  primavera  de  2010

Enrique  Montesdeoca  Briginia  y  Valencia

 

P.D. Para la ya gloriosa e inolvidable alma británica que -por su gran amor a nuestro archipiélago y a mí mismo- transmutó la mayor parte de su irrenunciable esencia escocesa, en un ferviente corazón canario lleno de incondicional e indesmayable cariño por nuestra Tierra; también va por ella.

(...) el Verbo se hizo MADRES y habitó entre nosotros

(...)  el  Verbo  se  hizo  MADRES  y  habitó  entre  nosotros

 

Este pequeño trabajillo -lleno de muchos recuerdos, bastante entusiasmo y poquito más- surge espontáneamente desde un vano intento: el de reflejar fielmente todas las desaforadas traquinas que cogían, todos los trapicheos que se tenían y todo el salpafuera que se les formaba a las madres de mi época cuando llegaba la temporada previa a las primeras comuniones.

 

Lo de vano intento es porque, sin datos fehacientes de protagonista principal, por mucho que quisiera estar y entrar en el meollo interno de las actividades en cuestión, sólo soy capaz reflejar las manifestaciones externas de aquel tejemaneje que a las mamás -en forma de jiribilla del tipo urticaria exantemática- les entraba periódica e intermitentemente ya desde los meses anteriores a mayo, obrando por ese motivo en ellas una especie de sinvivir que no zafaba, en la gran mayoría de los casos, hasta que -después de la magna ceremonia religiosa y de toda la pompa social inherente- el respetable cúmulo de drogas, contraprestaciones y compromisos adquiridos quedaban debidamente saldados.

 

El relato de esa rebambaramba es la que me empeño en hilvanar aquí comenzando con el rehilado, pespunteado, embastado y demás lances de aguja y dedal ejercidos en la tela ya cortada de mi flamante atuendo que aquella sacra ocasión parecía requerir.

 

El terno de gala para conmemorar mi primera eucaristía (además de otros estrenos para los familiares próximos) fue realizado en la vertiente artesanal por mi madre y mi tía Carmen, las cuales fueron dirigidas y supervisadas por Tanilita Medina (la mujer de Santiago el Herrero), una señora diplomada en corte y confección, no sé si por el Sistema Amador, que, además de armar en su taller bellos vestidos de mujer de los que venían en los figurines de moda, cortaba y cosía ropa de hombre con muy buen estilo y magnífica hechura.

 

Mi traje de caballero, primorosa labor de tres piezas, fue pagado en parte por los dos personajes de mi parentela citados anteriormente, que se avinieron a echar una mano como oficialas en aquel salón de costura tan concurrido. Además, como especie de redondeo y para apoquinar por el estipendio de los otros fluses, Luisito el Carpintero (mi padre), que por aquel entonces ejercía el oficio con dedicación exclusiva, limpió, raspó, aceitó, empastó, repasó y pintó las numerosas puertas del edificio de la modista que -para más inri sobre él- eran grandes, con resaltes, postigos, robustos batientes, dos enormes hojas por unidad, botaguas inferiores, recovecos miles y... demasiadas para un cuerpo con sólo dos manos.

 

Ni qué decir tiene que el pobre pintor acabó baldaíto de la cintura y a pique de irse con la boca sucia al Infierno de cabeza por mor de todas las pétimas que -masculladas entre dientes y formuladas a golpe de brochazo- le echó a los portones aquellos tan malengarbiados y ruines de trabajar.

 

 

"(...) Y EL VERBO SE HIZO MADRES"

 

Fue y vino, salió, entró, sopesó, aquelló, cortó, midió, hilvanó, cosió... Pasó noches de vigilia en las cálidas horas del mes de mayo; pero, al fin consiguió lo que ella quería.

 

Subió y bajó, compró, empeñó, pidió, pagó, cifró, gimió lloró, logró... Pasó días de frenético hacer y, allá por San Isidro descansó; pero, al fin había alcanzado lo que ella quería.

 

Limpió y calentó los yerrillos, roció, estiró, almidonó planchó, sudó, repasó... Pasó la víspera de Corpus Christi como un flan de Tamatina; pero, al fin tuvo todo dispuesto como ella quería.

 

Escarbó y cacareó, raspó, restregó, sobajió, bañó, estofó, arregló, apolisó, perfumó... Pasó la mañana como quien tiene azogue en el cuerpo y, ya cerca del toque "a dejar" salió; pero, al fin con lo que ella quería.

 

Más ancha que cumplía, fue y entró a misa mayor, rezó, miró, comparó, comulgó, entronó, paseó, retrató, visiteó... Pasó momentos de orgullo contenido y, ya pasadísimo el mediodía chillaban sus callos; pero, al fin entró en su casa rendida, como toda ella quería.

 

Sirvió y apenas comió, bebió,refañó, contentó,regaló, sonrió, colocó, repartió, ordenó... Pasó el resto del día como en una nube y, ya entrada la calurosa noche del mes de junio, se botó en la cama; por fin había conseguido lo que ella quería.

 

Con los párpados entreabiertos, se engruño, se estiró, giró, volteó, se ladeó, se revolvió, maquinó cómo finiquitar algunos pagos, se oyó pensar en lo bien que le quedaron las puertas a Tanilita, contó mentalmente los recordatorios que sobraron, bostezó, rezó, rejertió con las sábanas, se tapó, se destapó...

Pasó en duermevela hasta la madrugada y, llegando ya las claras de aquel viernes que amanecía -después de muchas vueltas- cogió al fin la postura debida.

Suspiró aliviada ya de tanta tensión, fechó satisfecha los ojos enrojecidos, se hizo un ovillo enroscada como un lirón y... se quedó profundamente dormida como ella quería.

 

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, primavera de 2010

 

 

 

 

P.D. A la memoria de Carmen y Josefa Valencia Montesdeoca (para mi fortuna, dos de mis tres madres) y, al nombrarlas a ellas, para todas las mujeres que -sin haber gestado nunca ningún familio- ejercen como tales mamás haciéndolo igual de bien, con similar dedicación y con el mismo celo que lo desempeñan las propias progenitoras biológicas.

 

IMAGEN TOMADA DE: http://blogdelosimposibles.wordpress.com/2009/05/03/feliz-dia-de-la-madre/

 

DE BELINGO NOS VAMOS

DE BELINGO NOS VAMOS

Enyesque introductorio:

 

¿Se acuerdan de que, algunas décadas atrás, la gente solía ir de comilona con su jarquilla de amigos dos o tres veces a lo largo del año? No me refiero al estilo y moda de ahora:  hacer una barbacoa de jardín, montar un tenderete en la finca para inaugurar el "cuarto de aperos" u organizar una simple chuletiada de azotea. Cuando digo comilona quiero decir... COMILONA.

 

Hace ya algunos años, las personas integradas en una pandilla determinada se ponían de acuerdo para salir de forma discreta hacia algún sitio más o menos apartado -no se solían  hacer alardes ni escandaleras- y allí, apalastrados a la sombrita, armar el festín tal como diosmanda y la Gula eterna embulla y convoca periódicamente. La discreción era básica por muchas e intrínsecas razones relacionadas con el evento; uno de los motivos primordiales era el de evitar la ostentación innecesaria y, por tal motivo, ser tildados por los demás de echalones o de fachentos (no había necesidad de ser provocativos).

Se buscaba cualquier pretexto, se elegía casi al rumbo un día, se convidaba al grupo de siempre, se incluían varios allegados afines y de confianza, quizá algún forastero residente o que estuviera de paso y... venga, ¡rian pal Puerto!

 

Una de las excusas más usadas era la de celebrar el santo de fulano o de mengana. La moda de los cumpleaños no se estilaba mucho y aún no había llegado del todo ni muy bien a La Aldea de aquellos finales años cincuenta y principio de la década de los sesenta. Hacer el fiestorro empajándose de comida y achicando bastante ron (para qué no vamos a engañar) era sinónimo de muchas cosas: constatación del poder adquisitivo de alguien en concreto, bonanza económica de todos, visos de buena zafra general, ingenio del grupito para montárselo bien, statu y modas-modos de nuevos ricos, inventiva de los cristianos para fastidiar la gazuza  que les asediaba, etcétera.

 

Por aquel entonces, estaba muy bien visto eso de comer a tutiplén; daba como una especie de fresquito, de abajo pa'rriba, saber que se podían transgredir las normas impuestas por la escasez de una postguerra que no terminaba de irse, que seguía aferrada al colapso e inopia de las alacenas (algunas trancadas con llave), de las humildes despensas y hasta de los más rústicos cañizos.

 

El marzo de días algo más largos era uno de los meses buenos para inaugurar la temporada del condumio,  la hora de comenzar con las reunencias de la carava agrícola y ganadera de estos pagos del Señor que son los de mi Aldea.

También daban su buen juego las siguientes hojas de almanaque con sus  jornadas vecinas a la santurrona semana de Pascua Florida, el ubérrimo mayo de québonitoestátodo, los días bastante calurosos de San Antonio (el chico y el grande), julio triunfante y exento de tareas urgentes, el macilento agosto de no-hay-nada-que-hacer, el septiembre del enralo pre-fiestas patronales, el octubre de la Raza y de la Hispanidad, el noviembre de las muertes de cochino, el diciembre de los primeros baifos, el enero de los queridos Reyes Magos, el febrero de los Carnavales...

 

En aquel periodo de los meses de primavera se celebraba la suficiente cantidad de pías onomásticas como para agasajar satisfactoriamente a casi  toda la corte celestial, podían ellas solas esquilmar un corral entero y venían de perilla a los ansiosos devotos del comistraje y del relajo; no era cuestión de desaprovecharlas así como así ni de dejarlas escapar vivitas y coleando.

 

El santoral respondía lo suyo y ponía en bandeja -nunca mejor dicho- a josés, pepes, pepitas, matildes, ricardos, antonias, antoñitos, vicentes, lolas, dolores, domingos... y demás fiestas de guardar; que para eso todos estábamos (lo quisiéramos o no) inmersos en un nacional catolicismo franquista amante del sacro boato religioso, tolerábamos el arcaico palio y decíamos amén a un imperioso Concordato, tipo barragana estatal, repleto de mitras y de sotanas turgentes por mor de la buena y abundante mesa que, según el discípulo de Satán encarnado en la forma de mi abuelo, no eran -tales balayos de panza- sino el fruto del zanganismo genético más recalcitrante producido y acumulado, en esa insalla de varones inútiles, a través de toda la historia de la Humanidad.

 

Actualmente hay todo tipo de comidas en esas jaujas del comprador compulsivo que son los supermercados, y nos pasamos mucho tiempo atacuñando cosas y más cosas en nuestras neveras ya de por sí bastante repletas de todo lo habido y por haber

Antes se sufrían ansias y se padecían antojos por algunas comidas (plural), sobre todo de esos manjares especiales que no eran de cualquier día o de los que había que esperar a su temporada propicia. No padecíamos de hambruna, pero se nos hacía la boca un charco al evocar aquellas golosinas de disfrute que sólo probábamos de higos a brevas.

 

Había una sentencia recurente en boca de nuestras abuelas, tías y madres: "Hambre, lo que se dice hambre, no lo había; lo que teníamos eran deseos".

Muchos potajes, mucho gofio amasado, mucho conduto monótono, mucha col con tocino entreverado, mucha judía bailando y mucha  rapsodia húngara tocada con instrumentos de viento y percusión, o sea: mucha ventosidad. Alguna lasca de pescado fresco, algún bocao de carne de hila de cochino recién matado o del salado, alguna gallina o gallo añejo, algunas lambujas de carne de vaca (de relancia) cuando en la carnicería te la querían dar, algunos baifos por Navidad y... más potaje, más caldopapas, más gofio amasado o sobado y... más sinfonías intestinales en adagio y algún que otro pizzicato vibrante.

 

Aquella frase relativa al postre: "Pa'quitar el gusto" (algo de fruta casi siempre), me da mucho que pensar y, como soy  rebuscado de por demás, se me estremecen las entretelas al recordarla en boca de nuestras siempre agoniadas y amorosas cocineras: las madres. Ellas usaban ese estribillo con su pisquito de humor, con mucha  resignación, y con toda la rejodíngana impotencia que nacía del no tener conque ni con qué para poder regalarnos el bezo usando algo más festivo y de más sustento.

 

Por todo eso, cuando los cuerpos estaban en la tea y tendían a empenarse, las barrigas estaban aquelladas de tanto jilorio, y había algún pretexto, coyuntura favorable, animal para quitar o machorrilla a mano, se podía oír:

-Muchachos, ¿vamos de comilona pa'Artejeves el domingo y llevamos carne cochino? Nicolasito está matando ahora unos buenos turres...

-¡No! Mejor pa'l Roque, hacemos también un caldillopescao, cogemos en Bocabarranco unas lapas o unos burgaos y podemos tostar con algún casparro unas buenas docenas de sardinas para completar el tenderete. Después de comer  nos podemos botar a panca suelta debajo de los tarajales ahora que no está yendo nadie.

 

Hoy en día esas formas de convites ha caído en desuso y se celebran menos. Los cánones estilistas relativos a una silueta corporal sin baña, los modelos que la tele nos impone como ideales, los colesteroles del demonio y la bobería colectiva total hacen que esté mal visto el comer en demasía; el empanturrarse a placer es ya un pecado tanto capital como sanitario y no cuenta en estos días con el visto bueno de las aseguradoras médicas, de los triglicéridos famosos y, ni siquiera cuenta ya en su haber con el plácet social.

 

Este trabajillo (que quiere imitar el modo declamatorio de Panchito el del Sindicato, improvisador de chascarrillos y verseador familiar, padre de mi padre y guajiro urbano formado en la Cuba del veintitantos) tiene una dedicatoria especial para un personaje muy amigo, cómplice y/o compinche en muchos lances de mi vida, elemento muy querido por mí y por los míos: me refiero al ínclito José Saavedra Molina de Nido Cuervo y Gáldar, porque (lo sé de muy buena tinta) las bambollas, regocijos y rebumbios formados con las gandingas grupales son de total agrado a su pantagruélico estómago ávido de movimientos peristálticos risueños en la grata compañía de sus amistades de siempre.

 

Entullo y menú principal: "De belingo nos vamos"

 

Celebremos Pepe tu santo con alegría, buenos deseos y esperanza,

rodeado de todos los tuyos, con la felicidad y la salud en tu cara.

 

Elijamos un sitio con la sombra, la tranquilidad y el frescor de la playa,

para que no nos coja el calor del sol iremos tempranito, desde por la mañana.

 

Hagamos una comilona con todito, donde no falte de nada,

llevemos pejines, jareas, mojo del rojo picón y papas raspadas.

 

Una pella de rico gofio de mistura con buen geito amasada,

un mojillo liso y verde, sabiendo a cilantro, para acompañar a las lapas.

 

Unos ñames rosados de Guguy guisados al estilo de La Palma,

unos cachillos acrecentados de bonito fresco en adobo todita la semana.

 

Carajacas finas y picantes acompañadas de su buenas batatas blancas,

bienmesabe de Tejeda, de La Aldea queso avellanadito de cabra.

 

A Blasinita le compraremos nísperos, alguna  lima y unas támaras pasadas,

y de manises bien horneados ca' Fotingo: dos o tres buenas embozadas.

 

Cojamos una grande y libre con el Ron del Charco "Tres Cañas",

hasta un jace de voladores tiraremos haciendo un a sonora traca.

 

Celebremos tu santo Pepito, hagámoslo como la Gandinga manda,

chascando y mojando el pico, furrunguiando algún timplillo y guitarra.

 

Yo llevaré garbanzas compuestas aunque los retortijones nos incordien la panza,

y una docena de sardinas jarencás de las que vende Eloy en La Plaza.

 

Aquella le comprará a Sionita un cucurucho estibado de tirijalas blandas,

alguna rapadura de gofio y un papelón de almendras garapiñadas.

 

Haremos un rico y sabroso mojocochino como en la tierra es usanza,

tenemos el cuarto y algo más de un turre pues fulano adelantó ayer la matanza.

 

Chicharrones para recalentar, las asaduras y carne de hila embarrada,

aquél lleva también la vejiga del cochino para inflarla con un canuto de caña.

 

De postre, frangollo rollonadito con algo de leche condensada,

un buchito de café y alguna trucha de dulce cabello o de batata.

 

Probaremos de Damianita los sugestivos suspiros  que nos trajiste de Gáldar,

y algún que otro plátano mayero de los que tu padre nos refaña.

 

Para quitar el releje de la comida comeremos unos casullos de naranja y,

para consolar las madres una limeta grande de mejunje de Tirajana.

 

Con todos los menesteres y prevenciones, comprobando que nada falta,

le daremos el último toque a los plastas: a perengano, a menganito y a zutana.

 

Iremos pa'l Cuevón del Puerto, temprano, a pie y con la marea bastante baja,

¿y a la vuelta? No haya preocupación: tenemos apalabrado con Chano su barca.

 

Llevaremos algunas mantas, la cafetera repleta, beramones, bicarbonato en lata y...

algún rollo de papel higiénico de ca' Castellano, por si acaso nos hiciera falta.

 

Celebremos José tu santo con un gaudeamus bendito, ¡como Dios manda!

Comamos, bebamos y vivamos hoy, no se sabe lo que haremos mañana.

 

 

 

Postre y epílogo: Esto del empanturramiento anterior, para mi rasquera, nunca me llegó a suceder, yo lo viví por experiencia ajena porque no tenía, ni la edad suficiente ni los recursos necesarios para montar tal convite. Sí que veía, desde mi distancia de chilguete goleor, las formas y fórmulas de diversión que tenían las pandillas de aldeanos nacidos diez o quince años antes que un servidor y que, desde esa lejanía cronológica, yo envidiaba secretamente.

 

 

Es verdad que (sobre todo en época pre-adolescente) los familios, organizados en pandillas locales o de barrio, solíamos hacer excursiones e incursiones a lugares relativamente accesibles: Artejeves, Pino Gordo, a los charcos de la zona de Salao, al lejano Furel... e íbamos incluso, de tapadillo, solos y sin gente mayor hasta sitios más estimulantes como la remota y prohibida playa del final del barranco, aquella dichosa playa a la que nunca acabábamos de llegar o que si lo conseguíamos no podíamos disfrutar con el suficiente relax y relajo.

 

Siempre había alguien que se enteraba de nuestra ilegal presencia en el lugar y acababa indefectiblemente por hacérselo llegar a nuestros padres (lo cual significaba recibir moquenque del bueno) o, quizá, por el camino nos vislumbraba algún conocido y daba pie a que se activara el miedo dentro de aquellos cagaos que no querían ir ya desde el comienzo del viaje y que, por supuesto, desataba su guineo de comentarios desalentadores y quejumbrosos, tipo: selosdije, prepárateconpapá, pamigustoquenosvió, simamásenteranosmata...

 

Más que por lo anterior, nos volvíamos muchas veces, cansados y sin motivación, desde la mitad del camino porque también nos habíamos comido y bebido todas las viandas, beberrutiajes  y vituallas del zurrón; estábamos cansados de caminar, jartos de las tres cosillas que no habíamos podido preservar para la merienda, con las cantimploras vacías  y con una sed cercana al fatuto que arrancaba el alma.

 

Por el camino de vuelta, alguna buena persona caritativa y conocida de la familia se encargaba de remediar la sequía vaciando medio bernagal en nuestros resecos estómagos y, así mismo, se complacía en comunicar más tarde (con pelos, señales carcajadas y risitas varias)dicho lance a nuestros respectivos padres, afrentando, de ese modo, a todos los asorimbados miembros del grupo cogidos en falta e incrementando -de raspafilón- el insidioso desdoro en el que había caído nuestra fallida gira-pateo de aquella semana. Fin

 

Enrique García Valencia / La Aldea / 2010

 

 

Una elegía, mil porques y ningún porqué (el íntimo soliloquio de mi pena)

Una elegía, mil porques y ningún porqué (el íntimo soliloquio de mi pena)

(...) brilló la esperanza,

la esperanza que alumbra el camino de mi soledad.

Agustín Lara, Solamente una vez

 

Una elegía, mil porques y ningún porqué

(el íntimo soliloquio de mi pena)

 

Porque aun llevando mi bagaje repleto de animosos recuerdos revividos,

al asomarme íngrimo y distante al lento paso de los meses

que escoltan la monotonía de mi actual existencia,

siento cómo me tienta sutilmente la autocompasiva Soledad

con su obscuro, abrigado y consolador abismo,

queriendo trocar, por la fría nada de tu dolorosa partida,

el todo de la imagen amorosa de tu perenne faz sonriente,

aquélla que tan diáfana lucía sobre mi entonces bienhadado destino.

 

Porque, a pesar de que me enseñaste con ahínco

a cambiar los enormes problemas y las amarguras diarias

por asequibles esbozos de alegría salpicados de dicha,

ahora, huérfano de tu hogareño e inacabable afecto cotidiano,

no atino a poner en práctica lo que diseñamos en cuarenta años

de días estibados con horas plenas de complicidad y mimo,

ni acierto a entresacar de las experiencias pasadas

la solución balsámica que alivie mi pesaroso vivir,

más cercano a un cruel y profundo erebo diabólico

que a esta entumida melancolía en la que mi vida deslío.

 

Porque al arraigar en mí tu fértil pensamiento humanístico

acabó formando parte esencial de mi ávido e incompleto ser,

prefiero sufrir recordándote eternamente

con este tonto afligido corazón mío,

antes que borrarte para siempre de él

y sonreír alegre e insulsamente colgado

desde un estúpido, liberador y cobarde olvido.

 

Porque sé del gran valor que tu querido legado vital

depositó en mi persona con rotunda impronta e indeleble vestigio,

como un preciado tesoro que se vigila sin desmayo,

y hasta el último minuto terrenal de mi porfiada memoria,

orgulloso de ti guardaré férrea y celosamente conmigo:

tu caleidoscópico reflejo en las cosas, tu actitud optimista,

tu matriarcal visión de la familia, tu tempo, tu crono y tu ritmo, 

tus positivas claves de futuro, tu gentil crianza enriquecedora,

tu endógena devoción por mí, tu inusitado y genuino amor radiante,

tu eterno e inconmensurable cariño.

 

(...)


Enrique García Valencia / 2010

 

 

IMÁGENES: http://imagenesfotos.com/fotos-de-escocia/

Epifanía del Señor: un rancho de pastores

Epifanía del Señor: un rancho de pastores

Principio.

Empenicado, con las patas delanteras sobre las lajas que limitan la serpenteante vereda de Guguy, el elegante macho berrendo de tupido pelaje moteado con diferentes tonos de color -canelo, blanco y negro morisco- acecha la jurria de cabras que conforman su reducido harén. Saborea tranquilamente los esperingullados y duros brotes de un relinchón que se yergue frente a él, husmea el aire que le inquieta y vigila (de raspafilón) a los rejodínganos  cabreros que, con pedradas, ásperos gritos y toda una batería de silbos, intentan socavar  su indiscutible autoridad sobre el grupo al que pertenece, el cual, alimentándose de lo que encuentra y refaña a su paso, avanza al golpito por los apisonados senderos de Cormeja después de dejar atrás El Tarajalillo, la prolongada pendiente de la dichosa cuestilla y el indolente deambular de la mañana.

 

Entaliscado sobre las toscas que salpican el lugar, el pastor jalaga a las machorras más rezagadas, tranca por el totiso a  las crías de la holandesa y le echa un ojo al cabrón berrendo que, subido a unas paredillas cercanas al camino, parece no tener tanta prisa como él. Su hermano Francisco azuza por el canto de arriba a las morrudas y estúpidas jairas que intentan volverse atrás; les lanza teniques de respetable tamaño, las arredra con alguna que otra maldición e intenta dirigirlas, junto con todo el ganado, por el  camino de Las Gambuesillas, a tropa teñía si fuera posible. Hoy es noche de actuación del rancho de Pascua y ellos van a participar en la función. Tienen que arrejundir bastante para llegar lueguito a la casa, asearse  un pisco, sacar los fluses más nuevos, abetunar los chusos y conseguir (cosa difícil) dos o tres reales para mojar el pico allarriba.

 

Se habían levantado de la cama casi de madrugada pues tenían que salir para el corral mucho antes de la prima (sin apenas desayunar). El zurrón, que  al principio de la jornada abultaba algo con los cuatro cachillos que les preparó su madre María, cuelga en estos momentos ligero y exangüe cerca de sus tripas protestonas y vacías. La pella pintá -bastante  gofio amasado con algunos cachillos de queso duro- cayó antes de que el  Rubio pisara los quiciales de la Cueva del Mediodía; acabados ya los tunos pasados y las tres lasquillas de bizcocho añulguiento, es la gazuza la que tiene más urgencias y prisa  por volver a la majadilla.

 

Cuenta el cabrero su ganado disperso mientras abreva en el barranquillo de Las Canales: la frontina, las rucias, la ramira, la holandesa recién parida, tres gacelas, las dos pipanas, la culeta murga, el diablo de macho cabrío, la mocha albardada, las  baifillas y las cuatro ovejas -tres lampiñas y una calamorra- que les prestó Segundo el de Ferminita la del Pueblo para que, cuando den algún goto de leche, hagan queso de mixtura y para que, en pago, le presten el galán berrendo allá por el verano, cuando las hembras se vuelvan limajientas, les entre súbitamente la jiribilla del celo y haya que dejarlas arregladas para que los partos coincidan con el invierno.

Lo que ordeñan todavía cabe en el tofio grande de barro; en la próxima luna cuando estén todas parías  no  darán avío, ahora ni queso les vale la pena hacer. Las cabañuelas que Vicente echó por San Juan anunciaron el agua que se retrasa en su llegada; está tardando más que las cuentas cifradas por los buenos deseos y los augurios  del padre.

Pasó enterito todo el mes de los Santos con tres garujillas de nada, y ya avanzada esta última quincena del año sólo hay frío del Terral e inmensas ganas de que llegue un tiempo de sur; pero hasta que la Sajarita y las otras estrellas cercanas no bajen algo más hacia el poniente, no hay nada que rascar; por el momento, ni vísperas de lluvia.

 

Todo está diseñado en función de los pastos que  crecerán en unas semanas pintando de verde los ribazos desde el Tocomán hasta Caiderillos, desde Chofaracás hasta La Playa.  Los astros pronto bajarán hacia el horizonte, los aburriones ya llegaron con sus vuelos rasantes y sus algarabías, las hormigas no paran de acarrear para los graneros, por San Andrés estuvo nublado y chispiando... Ya veremos: ahora, sólo es Dios querer.

 

Zafan los pastores su trajín con los animales más temprano que otras veces, antes de que las horas últimas del día se conviertan en la tardecita; dejan todo arranchado; arrancan la penca y, en un volío, llegan a su barrio atajando camino. Se lavetean en la cequia que les queda cerca de la casa, trincan algo que chascar, se visten con la ropa de los domingos y eslapan a toda prisa hacia la iglesia. Su caminata está amenizada por el dulce, ligero y persistente tintineo de perras gordas que sale de uno de los bolsillos más seguros del hermano mayor.

Al llegar a La Plaza, en el domicilio de unos parientes, se sacuden el polvo de la carretera y se acaban de componer. Pedro le presta a Justo la chaqueta de lana para que vaya mejor abrigado y tía Leonor los enchumba de agua florida mientras oyen las campanas llamando. El nervioso Sebastián no quiere cantar e intenta convencerlos para que digan las rimas de su parte. Es noche de prisas juveniles y de sobresaltos inesperados.

 

Un airillo fresquito, que se cierne hasta las entrañas aquellando los huesos, impone en el lugar su gélida presencia. Bajo el quiosco de La Alameda, el rancho es una mezcla de panderos, guitarras y bandurrias que se afinan. Algo no va bien con los cantadores hasta que aparece una limeta de aguardiente del Charco que se enceta deprisita agarrándola por el gollete. Se escarrujan y se lubrican los secos gaznates, se sortean  los turnos y se adelanta hasta la ermita la entonada comitiva...

 

Los rancheros gargantean con emoción sus ancestrales canciones y se van turnando según les indica el mandador, los viejos desgranan su guineo de poesías y romanzas al Señor, retumba en el templo un clamor apagado, y hasta sonríe la Virgen cuando Félix Valencia, arrancándose valientemente, le ofrece lo que ha estado guardando celosamente para el niño Manuel impidiendo que  mamaran todo el rato las insaciables baifillas de la primera cabra paría.

 

El beletén de la Santa Madre

es muy  bueno y es sagrado,

por el divino alimento de sus pechos

se perdonarán todos los  pecados.

Y a nuestro pequeño Niño Jesús

yo el de mis cabras le guardo,

para que se coma una gran escudilla

estibada con rico gofio jalao.

 

Final.

Después de la actuación, los congregados no se marcharon rápidamente, se dejaron estar en los alrededores del templo y metidos en alguno de los bares que todavía no habían cerrado; les quedó cierta magua de que acabara la música y no querían despedirse al corre corre porque tenían más ganas de furrungueo.

 

Al ir saliendo lentamente a la calle, la concurrencia notaba en la noche  algo de cambio porque el condenao frío, protagonista principal durante la anochecida, se había revuelto y compinchado con unas molestosas ráfagas rebeldes de lo que parecía ser un tiempo ventoso del sureste.

 

Desde las mismas puertas del templo, nuestro cantor observó el remeneo de los árboles de la alameda y, al concentrarse en el genterío reunido allí, vio cómo la brisonera juguetona que se había levantado se emperraba en levantar a su vez los velos, los vuelos de las faldas y los aromas afrutados del coro de muchachas que estaba más cerca de él, de aquella improvisada reunión, de aquel pequeño grupito en concreto: el más próximo a sus secretos intereses sentimentales.

 

Revisó Félix su pulcro atuendo y se atusó con disimulo la arrugas de la camisa, ensayó un falso bostezo para oler el bajo de su boca y encontró que no evidenciaba mucho los macanacitos de ron que afinaron su voz, tosió educadamente -con el pañuelillo puesto sobre la boca- para eliminar una incipiente garraspera nerviosa, se alongó de puntillas para localizar a sus compañeros de farra, halló en un bolsillo el caramelo  de anís que rebuscaba, sonrió al desgaire aquí y allá e inició una lenta aproximación en la dirección adecuada.

 

Piensa nuestro amigo que, si dentro de la iglesia tuvo el valor de entonar sus versos al Niño de su devoción, podría -con audacia también-, en el momento adecuado, contarle y cantarle cuatro cositas al oído a una joven que estaba allí afuera con su pandilla de amigas (todas machorrillas y en edad de merecer). A la que estaba ahora lanzándole de soslaire furtivas miradas de complicidad. A aquella que simulaba participar muy concentrada en el alegato que su jarquilla tenía entre manos: María Vega, el desvelo de sus sueños, la niña de su cosquilleante y más reciente afición.

 

A modo de epílogo.

Esta pequeña historia va especialmente dedicada a una preciosa mujercita de corta edad, a la causante de la felicidad diaria de toda su parentela, al familillo que, sin quererlo,  aquella de dicha y alegría el corazón de todos nosotros: Daniela Pérez Martín, el último retoño de la casa, la primera bisnieta del matrimonio que formaron Félix y María.

 

Enrique García Valencia / La Aldea de San Nicolás / Epifanía de 2010

 

(Imagen de cabecera extraída de www.pellagofio.com)

Diciembre de terral

Diciembre de terral

 

A través de las fugas, caideros y vericuetos de la Acusa Seca, resbala su catabático aliento frío el aire de terral que baja desde su agreste nido montañoso en las altas cumbres de Tejeda y, por el barranco, de bola en bola, saltando va su lánguido frescor eterno en el pugnaz intento de regarse totalmente con la brisa estacional que, en su lento y sigiloso planear, abrazado lo lleva.

Como un oscuro singue de azabache alado, pasa silencioso soplando al desgaire las añejas esencias perfumadas de la entrañable Navidad mientras -pertinaz, desinquieto e indino- agita el manto tenue de su blanco frior campestre por todo el amplio valle de mi querida Aldea.

Al mismo frenético ritmo que sus jornadas postreras, y entre leves celajes de tul rasgado a trechos, a su derrotero final e ineludible se dirige este último mes fugaz compartiendo las extensas alas de la brisa terral compañera que, con su frígido timón blando, enarbolado lo guía y orienta hacia una nueva etapa plena de viejas ilusiones renovadas, de sueños inconclusos, de legítimos anhelos por apresar -o retener al menos- el esbozado reflejo de una voluble Dicha que se manifiesta tan esquiva, lejana y remolona cuando nuestras monedas de ilusos deseos son arrojadas a su seductora fuente ya de por sí bastante repleta.

Pasa el diciembre fugaz entre celajes leves de rasgado tul. Pasa el Terral frío como un singue oscuro de azabache alado. Continúa la Existencia el propio camino al socaire resguardado de su ida eterna y, con ese perenne fluir que la Vida es, pasamos también inexorablemente todos nosotros siguiendo los hitos venturosos que ella, con los ambiguos trazos de un futuro incierto, al pasar presurosa, nos va marcando de forma aleatoria sobre el recorrido perpetuo de su infinita y sinuosa estela.

 

Enrique García Valencia, La Aldea de San Nicolás / 2009.