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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

PAISAJES EN EL RECUERDO (I). Las manchas del Charco

PAISAJES EN EL RECUERDO (I). Las manchas del Charco
Francisco Suárez Moreno

Aún recuerdo el revuelo que se formó en la escuela pública de La Ladera, cuyo titular era Bibiano Sánchez Ojeda, don Juan Sánchez, cuando el maestro sustituto, don Néstor León, nos comunicó que íbamos a salir de excursión. Por lo menos yo, nunca había oído semejante propuesta escolar. Entre el alegre alboroto de los chiquillos con su cadenciosa voz el joven maestro nos iba diciendo: “peseta y media para la guagua, un bocadillo, gorra o sombrero, cantimplora o botella con agua… la excursión se hará a la playa, almorzaremos a la sombra de los tarajales del Charco…”
El lugar elegido por el maestro era Las Manchas, como así era conocido el entorno de este emblemático lugar. Casi finalizaba la década de los años cincuenta, coincidiendo con un ciclo de buenos años de lluvia y en aquellos primeros meses de 1958 el humedal alcanzaba una extensa superficie, en cuyos bordes crecía un bosque de tarahales, juncos merinos, berrazas, barrillas y todo tipo de hierbas. Un siglo atrás, decían los viejos de antes que desde este punto se podía llegar, barranco arriba, hasta San Clemente saltando de rama en rama de los tarahales. De ser cierto nos podemos imaginar cómo pudo ser todo nuestro barranco y más aún de frondosa la zona de Los Manantiales hasta La Manchas, cuyo borde izquierdo, por La Marciega Baja, se conocía como Las Bandillas. Tiempo más atrás el bosque de tarahales de Las Manchas de El Charco era un humedal tan frondoso que servía de defensa a las milicias locales frente a las temibles invasiones del corso inglés, como sucedió en 1743: “En otra de las invasiones que aconteció por el puerto principal de La Aldea, hirieron y mataron a muchos ingleses, de forma que les puso en la necesidad de retirarse” (legajo 1349. Consejo de Castilla. Archivo Histórico nacional. Madrid). Por esta razón el Comandante General, una especie de Virrey de Canarias, prohibió las rozas en este lugar para formar terrenos de cultivo, rozas que se hacían sobre tarahales y juncos merinos.
Así pues, aquel era un lugar ideal para que los niños de la escuela pública de Los Espinos, en La Ladera, pasaran una alegre jornada de convivencia, a principios de aquel año. Yo le pedí el dinero de la guagua a mi madre y me dijo que lo cogiera en “el cajón” de nuestra tienda, un comercio de ultramarinos que vendía de todo en mi barrio de Los Espinos. Abusé de su confianza: en vez de peseta y media cogí tres para, de paso, comprarme un bocadillo de chorizo en la tienda de la Recovilla, en La Ladera, como si en el establecimiento de mis padres no hubiera de todo con lo que entonces se hacían los bocadillos, sobre todo a las mujeres de los almacenes en sus largas veladas de trabajo nocturno: mantequilla, mortadela, queso… pero me tenían prohibido, con lo sabrosos que eran y siguen siendo, los chorizos de Teror. Siempre tuve un gran remordimiento por haber cogido aquel dinero de más y lo confesé a mis padres años después, con la risa como respuesta, pues fueron muchos los años que trabajé detrás de aquel mostrador, en mis horas libres del estudio.
Volvamos a la escuela. Puntuales y obedientes llegamos todos los alumnos a la escuela aquel día con nuestros bocadillos y el dinero para la guagua; pero la mayoría pasamos por alto el agua, cosa a la que en un principio apenas le dimos importancia en la alegría de aquella mañana.
La guagua era de Juan García, que vivía allí mismo, en la punta de abajo de la cuestilla de La Ladera, frente a La Recova, antiguo molino de gofio. Hacía poco la había traído a La Aldea cuando entonces no había ningún medio de transporte de pasajeros, salvo los viajes esporádicos que se empezaban a realizar en un coche negro de antes de la guerra adquirido por Antoñito Medina, Bienvenido. “Bienvenido bien está,/ vecino de Pedro Chas,/ se compró un cochito/ para los aldeanos pasear”, era la estrofa que la gente se había inventado para celebrar el evento. La guagua de Juan García era un vehículo viejo y cansado, camión de importación carrozado por carpinteros insulares, vehículo de tercera o cuarta mano que venía de los saldos del transporte de Inglaterra, por eso llevaba el volante por la derecha. No llegó a estar mucho tiempo funcionando en La Aldea, porque su motor ya no podía más y lo comprobamos nosotros aquel día. No sé cuántos fallos sacó al arrancar y por el recorrido. En fin, que llegamos ya tarde a La Playa.
Allá abajo, entre el mar y los tarahales, no se imaginan la alegría de todos nosotros, una vez que el maestro nos dijo, como en el cuartel, que rompiéramos filas. Las intrincadas ramas del bosque de tarahales fueron un mundo nuevo para nosotros; una selva de las películas que veíamos en el Cine de don Juan Marrero, el Cinema X .
Hicimos los equipos, capitán primero y capitán segundo, para pedirnos por orden a cada componente. Esta vez no para jugar a la pelota sino para la guerra, el juego de “manos en alto”, por aquellos pasadizos bajo los troncos y ramas de tarahales que crecían vigorosamente sobre las arenas y la greña, desde El Charco hasta las fincas de don Pancho Díaz, en Los Caserones.
Del almuerzo no hablamos porque nuestros bocadillos de chorizo desaparecieron en un santiamén y, entre su grasienta sustancia y las mil correrías por los pasadillos de los troncos de los tarahales, pronto llegó la sed, terrible sed que acabó con nuestra “guerra”. El nuevo objetivo era buscar agua. Entonces no había ningún bar en La Playa. No podíamos salir del entorno del Charcho por orden del maestro y decidimos pasar a la misión propia de los exploradores. Había que cruzar el Charco, pasar a la otra banda, la de El Roque y Las Bandillas o subir hacia El Puente, que ya no tenía obra de fábrica alguna pues hacía unos años que el barranco se lo había llevado.

Y exploramos todas Las Manchas de El Charco. No nos atrevimos a bañarnos en él por orden del maestro; alguno llevó unos cordeles y anzuelos pero no pescó nada. Hizo bien don Néstor con la rígida advertencia, pues este humedal cuando alcanza su máxima extensión es peligroso para el baño. Por citar un ejemplo, tenemos cómo unos treinta años atrás allí mismo se había ahogado un niño de cinco años, precisamente hermano de nuestro maestro titular, don Juan Sánchez Ojeda. El accidente ocurrió poco después del mediodía de la calurosa jornada del diez de agosto de mil novecientos veinte. Un grupo de niños de las familias de Pedro Segura Almeida y Pedro Sánchez Rodríguez habían ido con una burra a arrancar las abundantes hierbas que aquel año crecían en la orilla de El Charco, cuando uno de ellos, Antonio Sánchez, quiso refrescarse y se adentró nadando hasta el centro de El Charco, donde empezó a manotear y se hundió sin que los demás niños y niñas lo pudieran salvar. También en aquellos primeros meses de 1958, el Charco estaba muy crecido con los tarahales bordeando sus claras y limpias aguas. La Marciega histórica, que dio nombre al lugar, se recuperaba. Estábamos en una naturaleza idílica: abundante vegetación, aguas dulces y más allá la orilla del mar; pero para nosotros era como estuviéramos en un desierto pues la sed era cada vez más acentuada.

En la otra banda del Charco, entre más tarahales, juncos y rojizas barrillas, donde hoy está la ruinosa área recreativa de los asaderos, descubrimos un enorme acopio de bagazos de cañadulce; eran cañas recién trituradas del molino de El Alambique, fábrica de ron que estaba aún en producción a pocos pasos de El Charco. Desde hacía unos dos o tres años comercializaba el producto con una etiqueta diferente: Ron del Charco, Tres Cañas. Y en aquel acopio de bagazos de caña encontramos algo de jugo fresco para el cuerpo, pero a costa de chupar una y otra vez las cañas molidas, lo que nos originó tantas llaguitas en la boca que no sabíamos si el deseo de encontrar agua lo era para calmar la sed o para aliviar el escozor producido en la boca.
Primero fue Quico el de Piedad Armas el que se puso en tendido prono en la misma orilla del Charco diciendo “lo que no mata engorda”, a la vez que empezó a tomar sorbos de agua con la mano para terminar metiendo de lleno la boca. Por un momento nos quedamos expectantes a ver qué decía. “El agua un poco salobre pero…” de inmediato todos hicimos lo mismo y cada buche repetíamos “lo que no mata engorda”. Bebimos no sé cuántas veces, yo creo que hasta empacharnos.

Y no recuerdo más de aquella mi primera excursión. No sufrimos ningún daño inmediato por tomar sus aguas pero sí recuerdo que aquella tarde llegué a mi casa con un fuerte pesar de estómago; una especie de sed que no se apagaba, mezclada con el repetir del chorizo. Mi madre no tuvo duda: “Paquito, cuantas veces te digo mi niño que los chorizos son malos, que tu tienes un estómago delicado”; pero no le dije que había bebido de aquellas aguas pantanosas de El Charco.
* * *
El sábado pasado estuve otra vez por este lugar sacando fotografías desde todos los puntos de la laguna. Se me presentaba en toda su dimensión y con el mayor de los encantos cuando recordé aquella mi primera excursión. La recorrí por ambos lados, desde El Puente hasta Bocabarranco, con el Teide al fondo. A mi parecer encontré el lugar más embelesante que nunca, con las aguas del barranco tan limpias llegando a El Charco, las diferentes tonalidades verdes de los tarahales y sus reflejos en las aguas, teniendo el contraste tan oscuro de El Roque al fondo. Más allá el edificio de El Alambique, ya dormido pero sobresaliente entre la espesura del bosquecillo. El pisar sobre la alfombra húmeda de las rojizas barrillas, la frescura del ambiente, la nitidez de las montañas en este marzo prodigioso me hizo pasar un rato muy agradable con tantos recuerdos; pues cada instantánea con mi mágica Nikon D-70, me transportaba una y otra vez a las sensaciones de aquella primera excursión escolar de mi vida.
En La Palmilla a cuatro de marzo de 2006

2 comentarios

Mª Luisa Quintana Hernández -

Muy bueno el texto, amigo Siso.Muchas felicidades y nunca la maña pierdas como decimos en nuestra tierra

Cristina Gonzalez -

Me agrada la sencillez de tu escritura. Quisiera pedirte que algun dia hablaras sobre las relaciones comerciales entre La Aldea e Inglaterra.
Los muelles que antiguamente acogian los tomates a su llegada a Londres se han convertido en el centro neuralgico que controla los nagocios y el flujo de informacion en esta ciudad y por ende en el mundo entero. Cada dia miro a la linea del cielo y me siento orgullosa de su nombre: ´Canary Wharf´, o muelle de Canarias. Besos.