Paisajes en el recuerdo: la Navidad y Reyes
Empiezo por lo que siempre se decía, que “Santa Lucía canta Pascua en once días”. Su fiesta, el 13 de diciembre, tan señalada en el calendario festivo sociedad tradicional, animaba el ambiente del pueblo en la cercana Navidad que ya se había anunciado desde el 8, día de la Inmaculada Concepción. Por Santa Lucía comenzábamos a preparar los nacimientos, a sembrar alpiste, lentejas... en latas de sardinas; a comprar en la farmacia anilina para pintar papeles y hacer las montañas del belén y las figuritas de loza que nos faltaban, que en aquella mediana del siglo XX, tanto vendía Purita, como Encarnita Marrero, enfrente del Ayuntamiento.
Años atrás, a partir del 8 de diciembre, salía a cantar el Rancho de Ánimas o Rancho de Pascua con su monótona tonadilla musical, que dio paso a la frase popular de “estar como un cantador de Pascua” a quien hablaba repetitivamente un tema.
Las frescas madrugadas de diciembre se alegraban en La Plaza con las Misas de la Luz, con sus alegres cantos de villancicos, acompañados de sonajeras y panderetas dentro de la Iglesia, desde donde muchos salían directos a las hoyas y laderas a sembrar, porque ya se estaba en la estación de la humedad. Pero los ranchos y las misas de la luz ya se habían apagado cuando yo nací, en el último año de la década del cuarenta y nueve. Pero sí que viví intensamente la alegría de los nacimientos, la ilusión de los dulces de Pascua y de los juguetes de Reyes que se vendían en algunas tiendas.
La llegada de la Nochebuena era algo excepcional, la gente pasaba el día trabajando y buscando un hueco para elaborar las truchas, los queques y rosquetes. Y si había algo que en aquel día me apenaba era la muerte de los baifillos, animalitos nacidos aquellos días con los que uno de encariñaba, pero que les llegaba este mal y definitivo día para delicias luego en la mesa familiar. Ya de noche recuerdo oír, hacia 1955-1957, al Rancho de Ánimas en la casa de Pestana, en Los Espinos; clarito apreciábamos, desde mi casa, el sonido de la flauta y los panderos. A todos ellos los conocía muy bien: a Antonio Pestana con su gran bigote, a Maestro Juan Cayetano el de las Cañadas, Policarpo Sánchez, a Félix el de Cormeja, Fulgencio Díaz… gente mayor de palabra y honradez.
Y más cerca de mi casa sonaba la parranda de mi maestro, Cristóbal Quintana, con sus guitarreos, cantos y copas, con tapa de baifos de su ganado de Guguy. Era este una persona del fondo del barranco de Siberio (Los Galgares-Taguy), que vino a parar a Los Espinos, donde puso un tiendita y una escuelita y donde todos los del lugar aprendimos las primeras letras y las cuatro reglas (sumar, restar, multiplicar y dividir), con toda precisión.
La Nochebuena no nos perdíamos el Nacimiento. Íbamos para La Plaza. A mi parecer, eran los "familios" de allá abajo los primeros en aparecer por La Alameda. Aquella Plaza estaba muy concurrida, muy dinámica: la Horchatería de Miguelito León, las tiendas de Natalio y Araújo, el palabrerío de la ingeniosa Quintanilla, las prolijas familias de los Rodríguez, Maruja, las Singuirillas, las León, los Afonso, los Ojeda, los Herreros, la geniosa Mariquita Salomé… El tráfico de camionetas y bicicletas era incesante bajo la severa vigilancia del Cabo Vega.
Aquella noche visitamos todos los belenes de la calle principal pues casi todas las casas estaban abiertas. Nos daba tiempo de ir parar a la tienda de Purita, a ver los juguetes, los reyes, colgados de la pared; eran muchos y variados, más de los que tenían la tienda de Tila en el Barranquillo Hondo. Y nos quedábamos embelesados con el techo mágico de la tienda: caballitos y muñecas de cartón, pistolas de mixtos, acordeoncillos de cartón, armónicas o pianillos, cocinillas, cornetillas, cochillos y camioncillos de lata y madera, muñecas de cartón... los que, al menor soplo del aire que entraba por la tienda, se movían como si cobraran vida. Madera, cartón, tela, latón… eran los materiales de aquellos juguetes de reyes cuando aún no se había generalizado el material plástico.
Cuando se acercaba la hora de la Misa del Gallo ya se oían muchas parrandas. Las que más recuerdo eran las de la gente de El Hoyo. La hora del Nacimiento se acercaba cuando calle abajo aparecía el cura, don Juan Quintero, acompañado de algún monaguillo. Se abría paso entre la gente que se apelotonaba frente a la puerta de la Iglesia. Y es que solíamos hacer como cola allí, al zoco, esperando al cura, entre mil cuentos casi siempre de brujas. Luego... la misa, entre los villancicos del coro, la espectacular caída de la cortina del nacimiento en el altar mayor, el besapié... Los Panderos (el Rancho), como antes dije, ya no tocaban, nuestra generación no pudo verlos, sólo quienes vivíamos por Los Espinos tuvimos la suerte de oírlos, la tonadilla de su flauta, en silbos, repetían días después los chiquillos que más oído musical tenían.
El Día de Navidad era para mí otra ilusión: la de llevarle dulces, caramelos y regalos que mi padre me preparaba dentro de un cestito de cañas, a mi abuela Eulogia Oliva Armas, que vivía en lo más alto de La Ladera. Después de rebasar la Vuelta de La Higuerilla -la que, la noche anterior, cruzarla solo, en la oscuridad, era para los atrevidos-, se llegaba a La Ladera. Yo subía por el caminillo que pasaba por detrás de la casa de Pepe Déniz, alcanzaba la casa de Carmen la Médica y llegaba a la Cuestilla. No había pérdida. Pero al subir la pendiente, como eran varias calles las que seccionaban la Cuestilla, tenía problemas con distinguir cuál era la de mi abuela. Yo calculaba primero la casa de Miguelito el Latonero, luego otra calle… hasta cruzarme con la de mi abuela: una palmerita de abanico situada enfrente de su casa era la marca para identificarla. Cuando llegaba arriba, me paraba para ver el paisaje: abajo la Palma de Mianito, más allá el palmeral de El Convento con la casa a cuatro aguas de Miguelito Martín, Cabo Verde y más al fondo intentaba buscar el campanario de la ermita de San Nicolás.
Pasados los días navideños llegaba la Nochevieja y el Año Nuevo, que no tenían nada tan espectacular como los de hoy. Y, por fin, el Día de Reyes. La gran ilusión que siempre va teniendo cada generación de niños; la nuestra quizás con menos juguetes sofisticados y más deseada por la carencia de estos. Pero todas las ilusiones de niños son iguales. No hay tiempo pasado mejor. Yo le oía decir a mi madre que nosotros teníamos la suerte de que los Reyes nos echaran carritos, pianos de boca, acordeones de cartón, muñecas a las niñas… porque a ella, cuando pequeña, solo le echaban almendras, támaras, cajitas…
Las pistolas de Reyes no disparaban en mi casa nunca, porque mi padre nunca las quiso y cómo se me iban los ojos al verlas en los demás niños. Eran rifles y pistolas que estallaban con mixtos y que solían regalarse con un conjunto de plumas indias y cartuchera. Para pistolas, Juan Manuel el de Soledad, la que vivía con don Juan Marrero. El se recorría toda mi zona con cartuchera, dos pistolas y cubierto de plumajes. Solía decirle a su abuela: “me voy para las montañas”. La tarde de Reyes en el Cine Viejo o Cine del médico don Juan Marrero era todo un espectáculo, pues los niños del pueblo llevaban a la sesión de la matiné sus regalos. Además, allí rifaban una gran pistola para los niños y una gran muñeca para las niñas. Momentos antes de la proyección llegaba la luz del motorcillo que don Juan tenía frente al Cine, al lado del estanque de Comparillo, y los gritos de los familios diciendo “¡La luz, la luz…!” eran los más fuertes y atronadores del año en aquella tarde de Reyes.
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Mª Luisa Quintana Hdez -