DE UNA MADRE CORAJE
Hoy, para conmemorar el Día Internacional del Libro, he querido traer aquí, al programa radiofónico La Burbuja, el trabajo de una lectora y escritora entusiasta, ejemplar y valiente.
Es una señora, con una edad más cercana a los ochenta que a los setenta, bastante activa y decidida en sus proyectos vitales.
Lo poco que aprendió de sus maestros ―ella dice que entraba en la escuela, pero que la escuela muy poco entró en ella―, esos mínimos que pudo estudiar, como digo, los está aumentando hoy en día porque su inquietud por saber más la impulsa a seguir perfeccionándose en un aula de aprendizaje para adultos.
Su nombre, Tinda, y sus cuatro apellidos: Rodríguez, Ojeda, Grande y Benina. El pequeño relato de anécdotas que hoy con su permiso les presento se construye como un fugaz reportaje, el cual, ella, haciendo uso del famoso refrán “Con ayuda de un vecino mató mi padre un cochino”, ha querido pulir un poco para poder así agradar más y mejor a toda la audiencia de esta emisora escolar: Radio La Ladera.
Dicha narración se titula y se desarrolla como sigue:
DE UNA MADRE CORAJE
Voy a contar un trocito de la historia o biografía de una paisana nuestra que, por el rumbo de su aperrada vida, se quedó huérfana cuando aún era muy niña.
La infeliz, como pudo y supo, sobrevivió con los cuidados de sus familiares en aquellos tiempos de carencias y penurias e, inexorablemente, con el tiempo se casó, porque ese era el destino y la lógica salida de supervivencia de la inmensa mayoría de las mujeres de nuestra tierra.
Tuvo diez hijos en sucesivos partos, de los que cinco murieron siendo bebés porque la leche que su agotado pecho les daba era ruin y ella no lo sabía ni lo dedujo hasta mucho más tarde de sus fallecimientos.
Asesorada por unas y por otras comenzó a darle a sus hijos la leche de una cabra mansa que tenía, la cual cuando los oía llorar se soltaba de la estaca e iba para que se le pegaran a sus tetas y pudieran mamar de ella.
Como a perro flaco todo son pulgas, el hijo mayor había nacido con el raquitismo y tenía el matrimonio que solucionarlo con los pocos medios que en aquel entonces había; uno de ellos, quizá el más socorrido, era darle de comer a los que padecían ese atraso corporal, alimentos ricos en calcio, fósforo y vitaminas, como la tan socorrida leche de burra, que ambos cónyuges buscaban afanosamente.
Un día pasó cerca de su casa un señor con una burra parida y su borriquillo y ella le pidió a ese hombre una taza de leche para su niño. El amo del animal le contestó que lo sentía mucho, pero que le hacía falta para alimentar a la cría y siguió su camino sin apiadarse de la angustiada mujer, la cual entró para su casa resignada y amarga porque no conseguía lo que tanto le hacía falta.
Ella no pidió maldiciones para el tan poco caritativo dueño de la burra, pero en otra cercana ocasión volvió a pasar sin la cría y preguntando se enteró de que se le había muerto; nunca supo si fue castigo de Dios o una casualidad esa muerte del burrito.
Al final, el niño, entre unas cosas y otras, se fue entonando y cogiendo fuerzas en sus huesitos; llegó a ir con él en barca hasta Mogán pues allí vivía un médico muy bueno que curaba esas enfermedades.
Con el tiempo, ese hijo mayor era el más que le ayudaba en los cachillos que tenía plantados en Las Marciegas donde, trabajando mucho, podía arrancarle a la tierra y al diablo viento algo de sustento para llevar a su humilde hogar.
Casi que la única satisfacción que tenía y que le ayudaba a soportar su precaria existencia era conseguir, refañando por cualquier lado, alimentos para su pobre familia; eso, y poder ver a sus hijos riendo y jugando con la fantástica e inconsciente alegría infantil con la que Dios nos adorna en los años primeros, y que luego la realidad y la vida se encargan de ir haciendo desaparecer poco a poco.
Otra de sus costumbres era la fe religiosa que nunca abandonó y a la que se aferraba como a un clavo ardiendo.
También le pasó un caso muy curioso y que ella contaba maravillada. Cierta vez se levantó muy tempranito para ir a misa de madrugada (quizá a las tres) y, después de atusarse un pisquillo, le pidió a su marido que se quedara al cuidado de una niña pequeña que tenían mientra ella cumplía con sus deberes religiosos; pero el marido comenzó a protestar y a negarse porque alegaba no saber qué hacer si la niñita se ponía a llorar.
Mientras discutían un poco, notaron que la habitación y la pequeña casa entera se iba iluminando con una luz extraña y no sabían explicarse su origen. El esposo, viendo en ello un mensaje sobrenatural, le pidió que se habilitara rápido y fuera a misa como tanto quería.
A partir de entonces él siempre echaba una mano con los hijos para que ella pudiera ir a la misa de las cinco, ya que tenía que ir desde las cuatro para ser de las primeras y poder así encargar las misas y los responsos para los difuntos.
Siempre recuerdo a esta mujer, que ya no está entre nosotros, afanada día y noche en su casa de La Ladera (hecha de piedra seca y torta de barro), vestida siempre de luto, nunca destocada, con su pañuelo negro, su delantal y medias gruesas. Todo del mismo color: el color de sus penas.
En las palabra finales de este relato quiero poner un ruego u oración, y es que le pido a Dios, Señor de la inagotable bondad y de la infinita misericordia, la tenga por los siglos de los siglos en su santa gloria rodeada de todos los suyos, amén.
Tinda Rodríguez Ojeda, La Aldea de San Nicolás, abril de 2014
Posdata: El vecino que, según el famoso refrán conocido, ayudó a “matar el cochino y a fabricar las morcillas” de este escrito, también tiene nombre y cuatro apellidos: Enrique García Valencia Sindicato y Briginia.
De Tinda, el jango y la ilusión. Mía, semejante ilusión, y un jango parecido como relator.