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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

Abril de 1960

Abril de 1960

A partir del año cuarenta la Semana Santa giraba en torno a la religión y a la Patria. Se había suprimido el Carnaval, solo las Fiestas de Invierno, de forma solapada, abrían un resquicio a las carnestolendas. Iglesia y Estado caminaban de la mano, utilizando la Semana Santa para proyectar los valores del franquismo. La religiosidad se despachaba a base de terror a todo. En la escuela, donde el escalafón en inteligencia era conocido como la “competencia” se guardaba con la obligación de asistir a las ceremonias religiosas so pena de perder el puesto y volver a la cola de la clase. Significaba la obligatoriedad de la confesión de los pecados y la asistencia a las interminables y calurosas misas del Jueves y Viernes Santo. Siempre por estos días el párroco del pueblo tenía el apoyo de algún cura novato y de los habituales “padritos”. Daban servicio de confesionario desde los primeros días de la semana en que los chiquillos oían sobrecogidos el castigo divino por sus pecados. Las amenazantes palabras de los confesores predisponían para el miedo al más allá. Todo lo imaginable era pecado. La tradicional campanilla se sustituía por la matraca, un artilugio de madera que repiqueteaba en el templo con un sonido seco y desagradable. La radio emitía solo música clásica  y la televisión dibujos animados, documentales y películas sobre la pasión de Cristo. Se suspendían los trabajos, las labores de la tierra y hasta planchar el jueves Santo estaba prohibido.

La creencia de la aparición de la cara de Cristo en la ropa tras el paso de la plancha hacía desistir a más de un ama de casa de tan sagrada ofensa.

En esos días, los bares del pueblo permanecían cerrados a medias. El acceso estaba permitido pero con la puerta “emparejada”. Llenos de clientes, con la permisividad de las autoridades locales, eran el refugio de los hombres mientras esperaban por su familia.

En esas fechas, el jueves Santo, la procesión de La Columna, acompañada por las autoridades locales, con la guardia civil de gala escoltando el Santo Sepulcro, era la muerte de Jesús el disparo que marcaba la salida a la pasión que inundaba todo el pueblo. La procesión del Encuentro en la noche del Viernes Santo con la Banda Municipal entonando las marchas Nuestro Padre Jesús y Cristo Yacente daba la vuelta a la iglesia, acompañada por los hombres, esperando por las imágenes sagradas del Cristo y la Dolorosa.

Pero para el “mocerío” la noche era joven, tenían otras intenciones. Como los bares no servían bebidas de alta graduación, ni comida que tuviese carne ―solo las familias más pudientes, con el pago de la bula, podían permitirse su ingesta―, a espaldas de padres, autoridades y profesores, los jóvenes, con los bares y cines cerrados, el sancocho de turno todavía en la garganta y con algunas pesetas en la cartera, buscaban alguna opción para divertirse. Se improvisaban reuniones en alguna casa donde algunos tableros servían de imprevista mesa que acunaba las botellas de Tropical, el ron del Charco, el Royal Crown y la botella de vino mistela para las chicas.

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