CAMINO DE GUGUY
La realidad de la vida es demasiado prosaica, por eso nunca nos podemos resistir a la innata tentación de adornarla convenientemente con nuestra poética y reparadora imaginación.
CAMINO DE GUGUY
ENRIQUE-TINDA
Olores de altabaca fresca, hinojeras, melosillas agitadas o trilladas por los cascos del burro, y aromas de incienso gallina mezclados con las mil yerbas de la vereda que un vientillo mañanero y revoltoso esparcía alrededor de Tinda, no hacían sino adobar a través de su nariz el pavor producido por la muy privilegiada posición que ostentaba escarranchada sobre la bestia que la elevaba del suelo y la conducía hacia la degollada oscilando de un lado a otro de la senda con un bamboleo impreciso e incómodo para sus posaderas y estabilidad.
El aire, además de perfumes, transmitía así mismo un tufillo posterior a cagajones frescos y, hacia adelante, urgencias por llegar antes de que el Rubio asomara por la Cumbre, para así comenzar bien con el vasto programa de trabajos por hacer que la tía María iba desgranando en un pobre intento por distraer la inseguridad de la muchacha mientras le hablaba al borrico, el cual, con sus pasos apresurados y nerviosos, ponía la urgencia necesaria para remontar los zigzagueantes repechos que comenzaban en Cormeja y que, para desaliento de la joven amazona, no acababan de coronar todavía a pesar de los tirones de jáquima y las palabras apremiantes de los otros dos componentes del cuarteto viajero: sus abuelos Francisco y Benigna.
Todos recordaban por enésima vez la anécdota de una jornada anterior —los tres que iban andando se reían— cuando el diablo de asno que tenían, en un traslado desde el Molino de Agua y transitando por el mismo sendero, a la altura del Tarajalillo se embaló a correr desbocado y sin tino, obligando a Tinda a aferrarse con todas sus fuerzas a la albarda mientras que miraba desesperada un lugar libre de piedras donde dejarse caer, cosa que al final consiguió no sin llevarse en el intento más de tres raspones o cuatro, y alguna que otra matadura de postre.
El jumento, en su desgobierno, desapareció del mapa y tuvieron que retroceder a buscarlo camino abajo hacia el barranquillo de las Panchas y hasta la tienda de Nélida, lugar donde lo solían llevar a hacer la compra de avituallamiento estacional; no supieron si su arrebato fue por eludir el proceloso y rampante trayecto, por haber olido los efluvios sexuales de alguna compañera en celo o... porque su ruindad se manifestaba así de forma intermitente y ya le tocaba hacer una de las suyas tan habituales como imprevistas.
Esa barrabasada, y otras similares, le hizo a la pobre protagonista de esta historia, como la vez que, al pasar cerca de él cuando estaba comiendo, le dijo gritando: “¡Come, jambriento!” y, como si la entendiera y se hubiese molestado, la emprendió con ella a empujones, resoplidos y patadas hasta que la tiró al suelo mordiéndola en una nalga.
La chabascada le produjo a la joven una fea herida que su madre tenía que curar con una jeringa de agua oxigenada que introducía en orificios con entrada y salida que le había dejado la irregular dentellada del bruto aquel.
Con las risas del trío y la sonrisa de circunstancias de la menor culminaron la degollada y, entre suspiros de alivio, resoplidos del animal, el friíllo cortante de la altura y caras de satisfacción, enfilaron el pequeño tramo horizontal que precede a la bajada, la cual los conduciría a su destino final de aquel día: Guguy.
T I N D A
Cuando fui más grande, todos los años llevábamos las vacas y los cochinos y nos pasábamos los veranos yendo y viniendo; allá estábamos bien con mi abuela, poníamos a pasar tunos e higos , y recuerdo que hacíamos potajes de berros que salían muy buenos.
También venían los pescadores con cestas de pescado y los de Guguy les pagaban llenándolas con frutas y verduras del lugar.
Mis abuelos jareaban el pescado y lo ponían a secar, después lo asábamos y amasábamos gofio con higos maduritos, ¡qué rico era!
Algunas veces íbamos con las muchachas a bailar al Llano de la Mar, donde vivía la familia de Antoñito Marrero, los bailes eran de cuerdas y la costumbre era tocar el caracol para avisarnos los unos a los otros cuando hubiera algo fuera de lo normal (cuando aparecía alguien por el camino, al llegar el barquillo, si había un accidente...), disfrutábamos mucho y cuando nos parecía que habíamos bailado bastante nos veníamos para las casas.
Había en la zona un señor que le apodaban Pelillo (mis palabras no lo ofendan)y, cuando acertábamos a ver que asomaba de lejos, nos avisábamos usando el caracol y diciendo pelú en voz alta y, cuando llegaba cerca nos estábamos calladas y él no sabía ni nadie decía quién fue.
También lavábamos en los charcos porque siempre había agua corriendo, nos bañábamos en el tanque y nos aseábamos.
Las camas se hacían de caña y luego una colchoneta de paja encima; para comer tendíamos una estera de palma en el suelo y por las noches, después de cenar, nos poníamos mis abuelos y todas nosotras a hacer cuentos, a decir chascarrillos y a reírnos con las adivinanzas, acabábamos rezando y yéndonos a dormir.
Recuerdo que, a veces, teníamos ganas de comer algo fresco a media noche y nos levantábamos a comer tunos fresquitos, pues siempre teníamos una cesta bien dispuesta de los más dulcitos.
Un año me dieron las fiebres palúdicas y me daban leche de vaca con azufre y se me acabaron quitando.
Antes vivían muchas familias en Guguy, estaba la familia de Cristóbal Quintana en la Media Luna, mi tío Juan y los suyos en las Barrerillas, Santiago el Pintao y mis abuelos vivían en las casas de la Huerta, también estaba Juanita Segura y familia y nos quedábamos en la misma casa, que era de piedra y barro, con un patio y una pequeña cocina; los retretes eran las tuneras o los barranquillos. Jugábamos debajo del moral y nos hinchábamos a comer moras, también teníamos un perro que era muy inteligente, se llamaba Ítele e iba y venía con nosotros en cada viaje, lloré mucho cuando se nos murió.
Cogíamos manojos de cañas y las acarreábamos hasta la playa para que los barquillos las trajeran para La Aldea porque allí costaban caras y no se conseguían o no había dinero para comprarlas.
Se hacían cuentos del Cuervo Zamora y yo tenía mucho miedo porque hablaban de que si se oía su cantar se podía morir una persona o le podía pasar algo; si alguien moría lo tenían que traer con palos, en unas angarillas por todo el trayecto; yo rezaba para que a mis abuelitos, que eran mayores, no les pasara eso de morirse y llevarlos de esa manera; gracias a Dios murieron ya mayores en su casita del Molino de Agua. Tenía en mi cabeza siempre la vez que murió un señor y lo vistieron hasta con los zapatos nuevos, ese trabajo lo hizo la madre de Amadeo, al final, antes de echarlo en la caja y llevarlo al cementerio le quitaron los zapatos nuevos porque servirían para otra persona.
En la zona donde dicen Las Lajas vivía una familia compuesta por José, Elena y sus cuatro hijos, más abajo en Zamora estaba una familia de Agaete que le decían los Trujillo, y otro rancho que era el de Jacintita, la madre de Encarna, que les apodaban las Seguirillas; en el Llano de la Mar ya dije que estaban Marrero y los suyos. En Guguy Chico estaba José Valencia Ojeda y alguno de sus hijos, Sildana, Beba, Serapio o algún otro.
Mis abuelos tenían dos cadenas y plantaban millo, batatas, judías, algún tomatero, chícharos, verduras..., y teníamos los manantiales para coger ñames y berros, también aprovechábamos todo lo de los animales y hacíamos queso y tabefe guisando el suero sobrante con algunos tumbitos sueltos.
Se pasaban muchos trabajos y peligros para poder sacarle algo a las tierras y al medio ganaíllo que teníamos en los corrales o comiendo libres por los alrededores. Había mucha fruta: peras, manzanas, farrogas, higos de cuatro clases, moras, duraznos, almendras...
Un día íbamos para Guguy Luisa la del Convento y una servidora y, al pasar por un atajo, yo resbalé y estuve a punto de caerme por una fuga, gracias a que Luisa me agarró por lo que llevaba a la cabeza porque si no... me hubiera desriscado y no estaría contándolo para ustedes.
TINDA-ENRIQUE
Estábamos al final del verano, a las puertas del otoño y de la nueva zafra que, junto con las fiestas de San Nicolás, marcan nuestros tiempos; el jolgorio del Charco había terminado y todo volvía a sus cauces normales, sólo el calor persistía agarrado al rabo de la pasada canícula haciendo que las noches fueran sofocantes y de interminables vuelta en la cama.
Aquel día desperté sobresaltada y con el corazón en un puño latiendo mucho más deprisa que lo normal: había tenido una pesadilla de las que te dejan una vívida marca, un claro recuerdo de lo sucedido.
Soñé que permanecíamos en Guguy, y yo, por alguna razón inexplicable, deambulaba alrededor de los cuartos en una noche cerrada con algo de luna, quería entrar pero no podía empujar la puerta y no quería gritar ni alarmar a los demás. Surgían ruidos nocturnos por todas partes y las sombras, más que amenazantes, parecían querer secuestrarme...
Casi al final, antes de quedarme sentada en la cama, oí y sentí la presencia del Cuervo Zamora acercándose con sus lúgubres graznidos, aleteando muy cerca del lugar donde yo permanecía anclada al suelo y a mi sueño; “Alguien va a morir”, pensé dentro de la turbadora pesadilla y, entonces, abrí los ojos de par en par sin rastro alguno de pereza en ellos, consciente e inusualmente alerta para lo dormilona que yo era.
Al momento, casi inmediatamente, con la poca claridad lunar que entraba por el postigo alumbrando mi sobresalto, me vi en la tan familiar casa del Molino de Agua; allí estaba yo sudorosa y con la boca seca, el pecho lo tenía tan agitado como temblón tenía todo el cuerpo.
En zagalejo como estaba y sin hacer ruido para no despertar a mis abuelos, me levanté a beber agua de la pila que presidía el tallero del patio, desde allí, jarro en mano, contemplé extasiada que nada se movía en aquel decorado siempre en acción de una manera u otra, noté que no estaban tampoco los ruidos habituales del entorno, ni siquiera en los alrededores de Montaña de la Cueva del Mediodía ni en el barranco que nos separa de Los Cercadillos y Castañeta.
Sólo una calma inquietante se extendía montada en el friíllo de una madrugada soñolienta que comenzaba a desperezarse lentamente de su letargo nocturno.
Ese mismo día por la mañana descubrimos a nuestro envejecido animal muerto en el alpende de piedra seca que teníamos al canto abajo del llano.
El momento de desconcierto surgido en mí, al verlo allí tirado de una manera inusual, se mezcló con lo inverosímil de mi pesadilla, con la realidad del burro ya tieso y con el episodio del señor que murió en Guguy y fue amortajado con los únicos zapatos nuevos que el infeliz tenía.
El protagonista de tantos sustos míos —ya no le hacíamos trabajar porque era mayor y nos daba pena—, había estirado la pata con el hocico apoyado casi a ras de tierra, sobre el viejo pasto de su cama y entreabierto en una especie de mueca, a modo de media sonrisa, tal como si hubiera estado soñando con los viajes estivales a Guguy o, quizá —a buen seguro que sí—, fantaseando en su pollina mente con la completa erradicación, por parte del dios de los asnos, de todas las rejodínganas moscas que en el mundo existían y, sobre todo, con la especial exterminación, cruenta y vengativa, de la totalidad de aquellas que en los últimos tiempos lo habían martirizado tanto cebándose en las mataduras de sus ajadas patas, lomo y debilitados corvejones.
Tinda Rodríguez Ojeda y Enrique García Valencia
Este artículo fue terminado, contrastado y corregido en el verano de 2012,
La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria, Islas Canarias
39 comentarios
Enrique -
La enraladera de subir a la montaña más bonita de La Aldea no tiene parangón, si acaso... algún embullo tipo Verilillo-majo, ganando YO y con un fleje cervezas Heineken de por medio para el ganador (valga la redundancia).
Memorias tantas, Suso.
Suso valencia -
Enrique Valencia -
Por el trayecto podría ir relatándote historias del Cuervo Zamora e identificando las plantas del borde de las veredas: altabaca (no albahaca), tomillo salvaje, incienso moruno, balos, cerrillos, gamonas, cañaleja...
Un abrazo fuerte para el guardián de las esencias didácticas del Huerto Escolar: Manolo
Manuel el del huerto -
Te confesaré una cosa. No había ido a Guguy, hasta hoy, en que leyendo tu relato me transporté hasta allí.
Tienes el arte de lograr que, como en esas historias guapas, me meta en ellas, sufra con los protagonistas (Tinda), vea lo que ven ellos, huela esas yerbas del camino
Me encantó viajar en el tiempo y disfrutar de las experiencias de nuestros mayores.
También recuerdo las historias de mis abuelos teldenses, cuando cargaban las bestias (como decía Gloria) hasta el tope de catrevientos, ropas, calderos, etc para llevarlos a la playa de Salinetas para pasar el verano.
Me alegra saber que sigues bien y con ganas de seguir escribiendo.
Un abrazo fuerte desde Tamaraceite.
Manuel
Enrique el de Demetria -
Seguro que el entrenamiento de su juventud en Guguy le potenció ese aguante que todavía tiene, y eso vendría a ser la parte positiva de todos aquellos trabajitos del pasado.
No creo que perdamos las mañas de seguir relatando cosas si siguen animándonos como ustedes lo hacen; gracias en su nombre y en el mío
Jose Ramón. -
los trabajitos que pasaban,las personas,para sobrevivir.
Muchas gracias,a ti por escribir y a Tinda por contarlo.
No pierdan la maña mis niños.de nuevo gracias.
Enrique -
Por mil palabras que te escribiera no podía transmitir la pena que siento, ya nos veremos cuando se serene algo el dolor que ahora sienten y que yo por empatía y proximidad afectiva comparto.
Un abrazo, Teresita. ¡Ánimo!
Teresita -
Enrique el de Demetria -
Hay una frase en concreto que me llenaba de ternura hacia la relatora y hacía que se me humedecieran los ojos, dice más o menos así: "Yo rezaba para que eso de morirse y tener que llevarlos con palos no les pasara a mis pobres abuelitos que ya eran mayores. Gracias a Dios no murieron en Guguy sino en su casita del Molino de Agua".
La historia, aunque la escribí yo, al releerla me vuelve a sorprender en ciertos aspectos (por asociación) y me vuelve a arrancar una sonrisa por los momentos de complicidad que mantuve con el burro (el cual usamos para que fuera el vehículo que transportara el relato), con Benigna y con el proceso de articular entrambos los apuntes de la narradora.
Un abrazo, Suso.
Enrique -
La señora del relato me contó muchísimas más peripecias de las que un pequeño relato puede albelgar, tuvimos que cribar y dejar para posteriores colaboraciones otros aspectos de su interesante vida.
Todas las familias, tú mismo en Colombia, han tenido que pasarlas canutas cuando no había más remedio que apencar y tirar pa'lante.
Un abrazo y memorias tantas para tu familia.
Jesús Melián -
Decir que tus relatos nos reunen y siempre que tenga la ocasión de leerlos por tí a los que no tienen acceso a ellos,me hace sentirme cómplice.
Saludos y enhorabuena otra vez.Memorias desde El Convento...
Francisco Reyes -
Me gusta mucho la forma en que la cuentas con las tres partes parecidas pero diferentes, esa señora debe tener muchas ganas de recordar aquellos lejanos tiempos con sus trabajos y alegres anecdotas.
Pasa como nos contaban nuestras abuelas lo que tuvieron que hacer para sacar sus familias adelante.
Saludos de todos, en especial de Nayala, un abrazo.
Enrique -
Los caminos del Guguy de nuestro cuento-historia son múltiples, ya lo mencioné en otro comentario, hay "guguys" en cada unos de nustros munucipios insulares y caminos que conducían a ellos en los años difíciles, no para pasar el tiempo, sino para extraer de esos lugares cachitos de ayudas vitales y de supervivencia.
Un beso, Luci, nos veremos un día de estos.
Enrique Seguirilla de Corazón -
Los trajines de las Seguirillas son siempre recordados por nosotros ya que les oíamos contar, una y otra vez, esas peripecias a las tuyas.
Un beso Teresita; cuando vaya a Rejonia quizá te vea Naval alante con tu paso ligero (que de familia te viene).
Luci Delgado -
Casi que yo también fui en ese viaje mirando de reojo al burro y sintiendo el cansancio, el frio, los olores y el contento por llegar y descansar en esas camas improvisadas de cañas y colchonetas.
Sigue poniendo en Artevirgo esas cosa tan bonitas que haces y que sabes que nos gustan tanto.
Un beso desde este fin de semana de descanso que ya disfruto.
Teresita -
Enrique -
Un beso y abrazos GRANDES también para ti, Olga.
Enrique -
El Cuervo Zamora (lugar cercano a Guguy) era tan real para la población de entonces que nadie osaba dudar de la veracidad de los relatos propagados por los experimentados corredores de bulos.
Era como la Luz de Mafasca, pero en aldeano.
Un abrazo GRANDÍSIMO para tí y para tu tribu femenina.
Enrique -
La devolución de ese burro en concreto me fue adjudicada después de la tarea, y yo montando a pelo lo llevé(o él a mí) calle abajo hasta la altura de la Bodega, allí comenzó a correr y no paró hasta que llegando a su callejón me botó al suelo y desapareció por el portante que estaba al lado de la casa y que daba a su establo.
El burro de Tinda hizo muchas más de las que contamos, sólo pusimos dos anecdotas para no "desencajar" mucho la historia ni escorarla hacia él, la protagonista principal era Tinda.
La crónica estuvo salpicada por muchas historias cruzadas que ella me relataba, a veces entre risas y a veces con los ojos húmedos de emoción.
Un saludo, un abrazo, Juan Antonio.
Olga -
Un beso GRANDE como tu dices y saludos de Olga.
Bejamín -
Ya nos contaste lo del famoso cuervo que metia miedo a media Aldea y ahora aparece aquí para asustar a la señora del relato.
Me gusta mucho el final con la buena muerte del burro con una sonrisa incluida.
Una barazo de amigo, recuerdos de mi tribu y a ver cuando te dejas caer por el ciber.
Juan Antonio Quintana -
La historia y andanzas del burro de este cuento me recuerda al de José Álamo. Seguro que se podría escribir mucho sobre él si hubiere alguien que recopilara historias y anécdotas sobre el mismo. Creo que una vez relaté de cuando mi padre le pidió prestado el burro para que mi primo Antonio y yo lleváramos un saco de millo al motor del gofio de los Rodríguez, a mediados de los cincuenta.
Gracias a Tinda y a ti por tan estupendo regalo que nos ha llegado al alma.
Un abrazo.
Juan Antonio el de Purita
Enrique -
Gracias por "conectar" como una caminante más, a la cual digo que SÍ hay camino: el camino trillado de LA COMPLICIDAD, un beso y memorias tantas.
Enrique el de Luis, el de Panchito el del Sindicato -
Los recursos usados me los aluzó la casualidad, el trabajo de campo con Benigna y la revisión constante del texto (no creo en las musas, aunque... hay días mejores que otros).
A mí también me gusta el resultado final, la estructura, el toque de humor y la crónica del pasado según la óptica de Tinda.
Hay trabajos más afortunados que otros, éste gozó desde el principio de la buena estrella y el buen ánimo de la protagonista; en Guguy, en el camino, ida y vuelta, y en su final aldeano, nos esperaba siempre un apoyo descriptivo de usos, costumbres, anecdotas, paisajes... que Enriquecían por sí solos la tarea programada.
Gracias tantas, salud y saludos, Siso.
Enrique García Valencia -
Cooperar con Tinda fue una gozada, al principio se nos atascó la historia, parecía no tener mucho materia, pero... se nos cruzó un burro en una de aquellas tardes de conversadas y, ni cortos ni perezosos, lo usamos para transportar el relato a su lomo y descargarnos nosotros.
Desde ese momento la cosa fue sobre ruedas (o patas de asno), el Cid Campeador ganó una batalla después de muerto, el BURRO de Tinda ganó y nos hizo ganar la nuestra mucho después de su fallecimiento.
Un beso muy grande para ti, Gloria de Artenara, por tu bonito comentario complementador, por vecina barranco arriba y... porque SÍ. Memorias tantas.
Mª Luisa Quintana Hdez -
Tandem Tinda-Enrique -
Me alegra muchísimo seguir en contacto contigo, también comprobar que te agradan estas cosillas que van surgiendo.
Acuerdáte que en Ayagaures había, a la orilla del barranquillo, un caja de muertos, y que permaneció allí hasta bien entrada la década de los setenta (lo hemos comentado), no se usaba para los menesteres funerarios pero fue respetada por la gente hasta esos años que te digo.
Un abrazo aldeano con aires de Guguy para ti.
Enrique García Valencia -
Tus padres, Félix y María, tus abuelos, los míos y todos los padres-madres de nuestra generación tuvieron que hacer sus particulares "viajes a Guguy" para poder tirar pa'lante con sus respectivas familias.
El relato de Tinda fue especialmente "embellecido" con la intención de hacerlo más ameno y porque el estilo de contar su historia (con su alegre ánimo, aunque enunerara penas) no dejaba otra opción, había que plasmarla tal y como salió.
Un abrazo GRANDE para todos y un beso para ese Félix que las atrapa al vuelo desde sus lógicas limitaciones. Salud.
Siso -
Hoy estamos mejor, claro que sí pero no somos niños ni niñas, somos pasado, algo de presente y poco de futuro.
Volviendo al relato: mil felicitaciones al "tamdem" del recuerdo (Tinta) y de la pluma (Enrique).
Gloria Bertrana -
Las anécdotas del burro me han encantado y es cierto que eran EL medio de transporte en esa época. Recuerdo que mi abuelo me contaba que cuando su padre decidió quedarse en la isla a vivir (era de Barcelona, vino a visitar a su hermano cura, se enamoró de una canaria y de nuestra cumbre y se quedó definitivamente en Artenara), llevaron todos los enseres necesarios para montar la casa-cueva con burros (ellos los llamaban bestias). Por supuesto no había carreteras, así que atravesaban los barrancos desde San Mateo hasta Artenara con veinte o veinticinco bestias cargadas hasta los topes. Y así una y otra vez hasta completar todos los bártulos indispensables. ¡Qué trabajito!
Recuerdos como este vienen a mi mente cuando te leo y no sabes lo importante que es para mí.
Te quiero mucho, Henry, un achuchoncito grande.
Juani -
Enhorabuena a la señora Tinda y a ti por este nuevo relato.
Un abrazo, nos vemos.
Pepe Valencia -
Enrique Saavedra y Valencia -
Los avatares de la protagonista con su burro y las peripecias estacionales en Guguy son extrapolables a otras personas y situaciones de cualquier época; todos alcanzamos nuestra adecuada ración de agridulces amarguras.
Tinda tenía un perro, Ítele, que no tomó mucho protagonismo en la crónica porque el diablo burro se la quitó a coces y dentelladas; ella dice que lloró muchísimo cuando el perrito murió y que ya evitaba cogerle demasiado cariño a otros animales (con el pollino seguro que no tenía que esforzarse mucho).
Yo, al próximo perro que NO voy a tener... le pondré ÍTELE.
Un abrazo, Pepe, y... ¡Sursum corda!
Enrique el de Demetria -
Yo todavía no me atrevo con un pequeño tomo y tú estás ya con la trilogía, se nota que tu entusiasmo... es mayor que el mío.
Gracias tantas por leerme, ya hablaremos con un tapete verde por medio entre majo y majo.
Enrique García Valencia -
Espero que llegue pronto ese momento de sentar cabeza y posaderas detrás de un ordenador e, indudablemente, delante de un corrector de estilo y pruebas...
Besos para ti, memorias para todos los tuyos.
José Saavedra Molina -
Y, después de este largo preámbulo, te comentaré que la historia común de Tinda y tuya, como siempre consigues, me ha hecho revivir situaciones parecidas. Me ha traído a la memoria a muchísimas personas y actividades que realizábamos en mi niñez y juventud, similares a las que narras en esta historia. Has conseguido que muchísimas imágenes de mi niñez hayan vuelto a recrearse y revivirse en mi memoria. Te estoy plenamente agradecido.
Y, como siempre sueles decir, te envío "memorias" y, por supuesto, deseo lo mejor para tí y todos los tuyos. Un abrazo.
Suso Valencia -
fatima -
Enrique García Valencia -
Espero que les guste esta nueva historia de Benigna Rodríguez Ojeda, un servidor y el pollino (yo alante para que él no se espante) contribuimos entrambos a Enrique-cerla de la mejor manera que sabíamos y podíamos.
Estoy seguro de que en cada región de nuestra geografía hay otros caminos y circunstancias vitales paracidas a las del Guguy de mediados del siglo pasado: Temisas, Fagagesto, Linagua, Juncalillo, Ayagaures...
Memorias tantas para todo el mundo y... ¡salud!