ALPISPAS O LAVANDERAS, ASUETO, RELAX Y RELAJO
Las alpispitas o lavanderas (Motacilla cinerea) suelen formar sus algarabías muy cerca de los territorios de caza comunales, también en las zonas específicas de relación social: acequias, barrancos, cascadas, estanques, charcos...
El barranco, torrentoso y cambiante, los habrá sepultado ya, como el tiempo, la vida misma y algunos prosaicos e imprevisibles acontecimientos van escondiendo bajo espesas capas de olvido muchas otras tantas de mis añoradas vivencias y cosas; pero a ellos, a los charcos del Barranco Grande de La Aldea, su entorno y su época feliz, los tengo y tendré siempre presentes en mi menguante memoria.
Había uno, el Charco Negro, en una esquina del cauce, cerca del risco, protegido por unos gigantescos bolones basálticos, lisos y espectaculares, que actuaban a modo de dique protector contra los entullos que producía el desarretado caudal de agua que bajaba desde las cumbres de nuestra vertiente en los años en que llovía con ganas.
Estaba cerca del estrecho Salto del Perro y lo rodeaban otros de menor estatus y profundidad que era donde mi madre, su rancho de amigas y de comadres vecinas solían lavar una vez cada semana por aquellos días de la ya agostada primavera.
Aquella impulsiva moda —la de ir a los charcos— no sé de dónde les vino ni sé por qué les entraba ese arrebato tan peregrino. El agua corría por todas las acequias, los estanques tenían bastante, se podía conseguir en algunos pozos, funcionaba la mayoría de los pilares..., no parecía tan necesario remontarse barranco arriba para conseguir lo que tenían a mano.
Algo o alguien catalizaba y actuaba de espoleta que disparaba aquellas latentes ganas de remojar, salpiar, enjabonar, torcer, añilar y aclarar sábanas, ropas, pilfos del ajuar doméstico y demás prendas textiles de nuestros hogares de entonces.
Actuaban en comunidad y eran —a mi juicio—, una jarquilla de locas que, tras pasarse la contraseña: “Mañana a las siete”, actuaban como tales chifladas hasta la jornada siguiente preparando apresuradamente todos los avíos necesarios para el citado evento; exteriormente tenían cara de labor cotidiana y de jiribilla rutinaria; pero, interiormente pugnaban por disimular el enralo que les bullía ante el disfrute de una jornada distinta y excitante.
La tónica exigía ir, se lavara o no, hiciera mucha falta o no; era la aventura del día y había que participar en ella: en la entusiasta terapia de grupo, en aquel relax y periódico relajo de todo el gineceo o pandilla vecinal.
Aburrías (por no decir jartas) de sus obligaciones maternales y maritales, de los tomateros, la casa, los animales o de todo ese conjunto de quehaceres, enfilaban tempranísimo en dirección a Salao con los baños repletos de tarea liberadora y con un alegre parloteo que retumbaba por todo el lugar en aquellos primeros momentos de la recién encetada e impoluta aurora.
Sus voces, farrucas y cantarinas, contrastaban con nuestra serie encadenada de soñolientos bostezos. Nosotros solíamos, en los primeros trechos del camino, llevar algo de peso a cuestas; pero, nunca pasábamos cargados —ni por casualidad— del Parral o del Molino de Agua.
Junto con el parloteo flotaba en el aire el olor de comida recién hecha que, en muchas ocasiones, se llevaba ya preparada para la hora del almuerzo: arroz blanco con su tufillo de ajos, tortilla con buenas dosis de cebolla frita, pescado encebollado, aromática ropavieja, etcétera.
Alguien compraba pan caliente redondo o cumplío, de ca' Vicente o de Galván, que era consumido en buena parte antes de llegar al primer puente —como mucho—; luego, la combinación con el agua fría de la Fuente del Molinillo, hacía que amojonásemos con nuestra cagalera los inicios del barranco y los alrededores de los charcos primeros. Mientras estábamos posados y rezagados oíamos ladrar demasiado cerca a los perros de Los Cercadillos. El miedo a lo desconocido aceleraba la “postura” y los latidos de nuestro pobre corazón; imponiendo, por esa causa, la expedita subida de calzones y el enfugar presuroso para poder alcanzar la cola del impaciente convoy que se alejaba.
El agua clara y rumorosa, el eco repetitivo producido en las dos murallas montañosas, la semioscuridad, nuestro sueño acumulado, el olor de las barras de jabón, el ruido de los barreños de aluminio, el croar estereofónico de las ranas, el estampido metálico del asa de los baldes al caer sobre sus bordes, la solícita mano libre y caliente de mi madre y..., ¡los charcos! Los tan anhelados Charcos.
FOTO: Andreas Gruber
Las matronas tenían para mí una energía extraña, fabulosa y, todo hay que decirlo, una forma de proceder un tanto estúpida para mi práctica lógica infantil: llegaban, ojeaban el lugar, y se peleaban por elegir la mejor parcela, por situar el más recio lavadero y por comenzar a lavar cuanto antes: se empeñaban en ser las primeras en ponerse a trabajar y en helarse hasta los codos en aquel atarozado amanecer. Alguna, inclusive, además del rejerteo primero, se daba el lujo de tararear con su voz atiplada algo de moda: “Maringá, la pastora más hermosa que murió de tanto amar”, “Moliendo café”, “Lavanderas de Portugal” o retazos de las rancheras que Miguel Aceves Mejía popularizaba en la radio.
Nosotros buscábamos un echaero lejos de aquella frenética actividad que se extendía como una mancha de aceite hacia la zona de los otros charcos menores, pues todas tenían que dejar ablandando lo muy sucio, lo blanco, lo que desteñía o lo especial, y hacer acopio de remojaderos alternativos
Cuando nos reponíamos y ya el sol había calentado algo el ambiente, nos dedicábamos a explorar engaliándonos en cualquier sitio y bajándonos al primer esperrío de advertencia y aviso de posible calda, hacíamos tanquitos, cazábamos lagartos y caballitos del diablo, nos bañábamos e, incluso, lavábamos, dependiendo del grado de aburrimiento y adicción imitativa de cada cual.
A la diez, más o menos, ya estábamos rondiando las fiambreras e intentando refistoliar en los envoltorios hechos con servilletas o mantel y coronados con apretadísimos nudos antirrobo. A las once, más tardar, alguien de cada grupo familiar se destacaba con la misión de darle de comer a los familios que ya no podían esperar más, o sea, a TODOS.
Ya aplacadas las urgencias de nuestros jilorios estomacales, ellas seguían gozando tranquilamente de la amena tertulia, del agüita tan clara que se podía hasta beber, de aquel jabón “Samba” o “Lagarto” que últimamente estaba saliendo tan bueno, de los salpiazos a la ropa, del levantarse para tender en cualquier majano, del volverse a arrodillar para restregar lo más resistente; en definitiva, beneficiándose de aquella sutil catarsis que de forma grupal habían montado.
¡Busquen ranas! ¡Cojan aneas! ¡Ya queda poco!
Era el último recurso acabada la comida, la merienda, la diversión y hasta las buenas relaciones muchas de las veces. El cansancio mecánico y el lógico aburrimiento habían hecho mella en todos nosotros; no así en los molleros de mi madre y de sus compañeras que..., seguían sobando, restregando, rociando, torciendo, aclarando, tendiendo, oreando y doblando. El día les parecía demasiado corto para tanta traquina y trajín como tenían programado.
La ropa en los baños, crujiente del solajero y goliendo a limpieza inmaculada, había crecido y sobresalía de ellos. Las mujeres acotejaban bien con una sábana o toalla lo que rebosaba y preparaban los mullidos roletes para proteger la cabeza, algunas rebuscaban por el lugar por si se quedaba algo, otras descansaban a la sombra abanándose para aplacar los flatos producidos por el trabajo, y las enemigas de los pellejos infantiles —las más devotas de la mortificación ajena— aprovechaban las lasquillas sobrantes del resbaladizo jabón para, de patas en el líquido elemento, restregarnos las rodillas y tobillos sin tener misericordia de nuestras mataúras y purulentas bichocas: poco jabón era aquél para tanto pegoste, lamparón, raña vieja y costras acumuladas.
A la vuelta, ahora con un andar más pausado —cansada y limpita la chiquillería, molidas y radiantes ellas—, el eco mañanero se había apagado y no dejaba oír su voz reverberante, los escandalosos perrangos de Los Cercadillos ya no ladraban y el frior del alba se había traducido en los escalofríos de un cansancio que erizaba las carnes de la silenciosa comitiva.
El sol del ocaso ponía todo su afán en hacer brillar tres cosas: los filos de los riscos de la Cueva del Mediodía, la tonga de ropa en los barreños y la laxa sonrisa de satisfacción que llenaba todos los rostros en el grupo de las matronas.
Llegábamos al barrio y a la casa con un gran recibimiento, o con encuentros en el cercano barranco Tocomán si alguien, calculando bien el tiempo, iba a esperarnos allí para aliviar de peso y carga a las portadoras.
Por el camino, siguiéndonos con la mirada, nos saludaban también con cara de complacencia las otras mujeres que no habían podido ir en esa ocasión al lugar de lavado comunal.
El día se iba acabando lentamente, no daba tiempo para más. Comentábamos los acontecimientos de la jornada en la cocina vieja con la cena de los mayores. Mi abuela Pepa Briginia nos interrogaba sabiamente sobre nuestra experiencia mientras protegía sus manos del frío de la noche escondiéndolas bajo la faldiquera al tiempo que, para que aguantáramos despiertos, esgrimía su sempiterna sonrisa afable para animarnos a seguir hablando.
Había tiempo, eso sí, para que te adormecieras ronroneando mientras te rascaban la espalda y te contaban cadenciosamente un cuento ya resabido de pe a pa. Se recogía la mesa, se sacudía el cuadriculado mantel, se tiraba lo sobrante a los perros y se espantaba a los gatos, siempre remisos a abandonar el calorcito de la lumbre y la comodidad de los humanos.
Tú, ya más dormido que despierto, ibas a la cama de la casa comunal transportado sin saber muy bien por quién, y despertabas a la mañana siguiente en cualquiera de ellas oliendo a madre, a paja estofada de los colchones y a sábanas limpias que, en los ensueños del duermevela matutino, te arropaban con calurosa ternura usando —además del suave tacto adquirido— el feliz recuerdo de los charcos y el aromático mimo cariñoso de un trabajo maternal bien hecho.
Enrique García Valencia, La Aldea, enero de 2011
26 comentarios
Virginia Correa García -
Enrique el de demetria -
Hay gente que tiene el pasado sepultado bajo gruesas capas de olvido y considera ese mirar hacia atrás como una bobería de nostálgicos y/o de ñangas (¿?).
No sé, ni discuto, contra gustos no hay disputas. Yo me retroalimento constantemente con las experiencias pasadas, y me va bien en el presente, el cual vivo con un ojo en el futuro.
Un abrazo grande, Juan Antonio, transoceánico para poder abarcar y abracar más.
Cuando llegue el comentario, seguro que ya se te habrá quitado la flojetud. Memorias tantas.
Juan Antonio Quintana -
Qué recuerdos nos traes de aquellos momentos en que veíamos lavar a las señoras en el barranco. Cuentas muy bien la que se armaba para organizar la salida a los charcos cerca del Salto del Perro. Entiendo que las señoras estuvieran tan felices y ansiosas para
gozar de un día al aire libre en compañía de amigas y vecinas. El recorrido hasta llegar al lugar es hermoso, entre montañas, acompañadas por la música celestial del agua que discurría por su cauce, y adornado por una vegetación característica en época de buenos tiempos de agua. Y los chiquillos también estaban felices de hacer una excursión en compañía de los amigos para jugar con el agua, subir a los riscos, sin que las madres se percataran, y hacer las perrerías que se les ocurrieran.
Excelente entrada, amigo. Disculpa por el retraso en contestarte, pero me entró la flojera y espero que vaya pasando.
Un abrazo.
Juan Antonio el de Purita
Enrique -
Un beso grande, nos vemos.
Lucía Delgado -
Disfruto leyendo los pormenores de cada escena que tu nos presentas: el canto de las ranas, el eco, el silencio de la mañana, los ruidos de los animales de las casas cecanas y hasta el ruido de murmullo del agua pasando de charco a charco.
Besos muchos, nos vemos, Luci.
Enrique -
La canción dice que el vídeo mató la estrela de la radio, en este caso, la lavadora mató el encanto de los charcos (seguro que la lavanderas no opinarán igual y saltarán como alpispas si leyeran el comentario).
Un abrazo fuerte, nos veremos un siglo de estos. Memorias.
Juani -
Nos vemos un dia de estos, estamos donde siempre. Un abrazo.
Amigo Enrique -
Memorias tantas para todos, afectuosos saludos y.. ¡salud!
Primo Enrique -
Un beso GRANDÍSIMO. No veremos un día de estos que yo recale por Rejonia Capital.
Papito Tres -
Un abrazo grande a Patricia, retoño y camarilla.
Papito Tres -
Muchos recuerdos para la familia y para el club. Un abrazo.
Aldeano del final del Barranco -
Por otra parte, tenían que arrejundir bastante no fuera a ser que a los de Artenara les diera por cortales el chilgo aquel de agüita tan buena y... usurparles los "derechos de ecorrentía" vigentes desde siglos atrás.
Un beso grande y muchos achuchones, memorias tantas para todos.
Enrique -
Todavía hoy en día apuedo evocar ciertas situaciones y lances (algunos dolorosos) con sólo oír el cloquío u olor que produce alguien conocido o algo en concreto.
La alpispitas siempre han sido unos de mis animales totem, me suelen transportar hacia bandas de energía positiva que me atrae lo que comunmente solemos llamar "buena suerte".
Un beso grande y memorias para todos.
Mª Luisa Quintana Hdez -
Mary Luz -
Como siempre,¡ te luciste con el relato ¡.
De todo lo que cuentas tengo pocos o ningún recuerdo. ¡Llegó la lavadora!, sólo podía rociar las sábanas que nuestra querida Carmen tendía en la azotea.
Pero algunas palabras si me adentraron en los buenos recuerdos de aquellas benditas noches:
Las faldiqueras.
Las manos que nos sobaban (benditos callos).
El colchón de paja de la cama de hierro.
¡¡¡ los cuentos repetidos e intrigantes !!!.
El olor de Josefa, ¡ese era mágico!, te adormecías tendido en su falda.
¡¡¡Y el recotín recotán!!!, era como una nana .
Gracias mi niño por darnos estos momentos de relax que hacen que durante un rato nuestra cara y nuestra alma sonrían.
Papito -
Un abrazo y los recuerdos del club.
Gloria Bertrana -
Los niños nos acercábamos sólo para remojarnos salpicando agua o bebiendo la que salía fresquita por la fuente y que aliviaba el intenso calor del verano.
Contaba mi abuelo que una de esas mujeres llegó preñada al lavadero y volvió por la tarde a su casa con el barreño de ropa (de esos de aluminio que tú nombras) cargado en su cabeza y el bebé en el otro brazo envuelto con uno de aquellos trapos que había llevado a lavar.
Hoy en día puede sonar increíble pero imagino que en esa época hasta podía resultar común.
Me ha encantado tu relato, Enrique. No sólo por lo que cuentas sino por lo que nos haces sentir a los que lo leemos (en un mundo donde el ser y el sentir están un poco relegados).
Un achuchoncito.
Olga -
Pones ahasta el sonido que los baldes y sus asas producian, me imagino a toda la pandilla de madres disfrutando del spa que dice uno de tus comentaristas, locas perdidas entre sábana y calzoncillo, enjabonar y aclarar. Mi madre y tias y vecinas se reunían para calar y bordar o cortar los estrenos y el jolgorio era parecido.
Un besote achucahado, estamos esperando que te dejes caer por el club. Saludos de todos.
Enrique -
Gracias tantas por estar ahí, ya sabes que telepática y empáticamente podemos con-partir cualquier vivencia no disfrutada por el otro.
Un abrazo Grande; no, mejor GRANDÍSIMO.
Enrique -
Me imagino que el lavado al que te sometía tu madre con jabón basto sería tan martirizante como el mío, las bichocas y mataduras ya no sé; tú siempre fuiste más tranquilón; de los que no se accidentaban nunca.
Un recuerdo afectuoso para toda tu tribu, un abrazo fuerte para ti.
Enrique -
Un abrazo, Paco. Memorias a tu suegra.
Enrique -
Iban sobre todo la gente de Los Llanos, Barrio, Estanco y La Placeta (no todas).
Yo acudía a la "kermese" y colada colectiva porque Demetria no se atrevía a dejarme atrás por la lata que ocasionaría.
Un abrazo.
José Saavedra Molina -
Benjamín -
Si que nos remojaban a nosotros del mismo modo que a las ropas y con el mismo jabón Samba o Lagarto, barras blancas y azules que olian muy fuerte.
Me imagino a los chiquillos que iban con las madres y lo que se montaban para divertirse y a ti el primero.
Gracias por tu relato que nos gusta mucho y te refleeja en muchos de los renglones y de cosas qure no dices pero que nos has contado a nosotros,
La tribu te manda sus recuerdos, un abrazo grande.
paco ramos -
Pepe Valencia -