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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

El estuchillo

El estuchillo

Preludio. Este relato fue escrito como pequeño homenaje a todos aquellos que, sin tener diplomas de titulación oficial, se dedicaban en sus ratos libres al sano quehacer de cooperar (casi de tapadillo) con la plantilla médica local en el intento de paliar los ocasionales andancios y otros puntuales arrechuchos. Empleaban para ello todo su buen hacer y la pericia aprendida en la escuela de la vida, en la facultad de la imperiosa necesidad o en la universidad de la tradición higiénico-sanitaria heredada de las generaciones anteriores.

Como cabeza visible de este sector de diletantes esculapios y expertos sanadores pondré a ASUNCIÓN MEDINA RODRÍGUEZ (nuestra Sunción Seguirilla): diligente, técnica, abnegada, servicial practicante de las curas y del acicular arte, oficiante experta de los trajines que posibilitaban el acceso a las maluras por vía parenteral y amiga benefactora de mi familia: léase Tomás Valencia y su larga enfermedad (entre otras lealtades).

"El estuchillo"

Era plateado, alargado, amañaíto e inquietante. A mí siempre se me antojó que era la cajita metálica ideal para contener una barra de chicle Bazooka, de aquél que se compraba en la tienda de Juan Herrera o en la de Castellano, y no que sirviera para albergar en su interior un diabólico artefacto diseñado para mortificar a los pobres cristianos.

Estuvo con nosotros mucho tiempo, nos acompañó -sobre todo- en la época de las enfermedades infantiles, luego desapareció de la vida doméstica arrinconado, tal vez, por nuestra saludable robustez juvenil en alianza con las innovaciones del voraz progreso. Reposará seguramente (tengo que averiguarlo) en alguna gaveta, en el fondo de un cajón o en cualquier recoveco de la cómoda antigua de mi madre.

Los veloces avances en el campo de la medicina y de la profilaxis han dejado atrás la antigua funcionalidad y eficacia del artilugio que ahora evoco; antes eran utensilios únicos que se evitaba estropear o romper, actualmente se compran por docenas y cuando se usan no se guardan, se inutilizan o se tiran a la basura. También ha quedado desfasado el ritual que su uso conllevaba. Hoy en día todo es más frío, pulcro y aséptico (gracias a Dios). Apenas hay ceremonias previas, el trabajo es rápido y sencillo: en lo que Barrabás se restriega un ojo se termina la rutinaria operación, no te da tiempo ni de mentalizarte.

Había expertos en todos los barrios de La Aldea; en Los Llanos ejercía Dominguita Sosa (tía de Baudilia). En mi casa era mi progenitor quien oficiaba de solemnidad usando el maléfico y dañino chisme con una contundencia devastadora e intentando, al mismo tiempo, apaciguamos para que participáramos de la liturgia (nunca pudo conseguido).

En aquellos momentos, quisieras o no, tenías que compartir el ceremonial y tu estómago se te iba aquellando poco a poco. Todavía puedo recordar el acre tufillo que despedía el rejodíngano trasto cuando lo sacaban de su escondrijo. Le tenía tanto respeto e inquina que, por todos los medios, evitaba mirarlo, tanto en su tiempo de reposo como en sus crueles intervenciones periódicas.

El protocolo, como decía, corría a cargo de mi padre. Se lavaba las manos. Vertía alcohol sobre ellas y sus correspondientes callos. Disponía el estuchillo sobre la mesa o encima del poyo de la cocina. Abría cuidadosamente el metálico continente y sacaba de él su contenido de tres piezas: vidrio transparente y punzante metal. Justo en esa parte del acto, se te empezaba a poner un remolino en el cuerpo, precisamente allí donde se iría a posar el adminículo fatal.

A continuación, introducía los fatídicos tres elementos en agua hirviente durante unos minutos (tregua para ti). Los sacaba de allí usando el que flotaba para engarzar los otros dos; humeaban, pero el machacante ni siquiera se soplaba los dedos, parecía dominar su actuación hasta ese grado de control. Probaba entonces las partes del instrumental, su ajuste, su deslizamiento, su solidez, su limpieza y... armada estaba ya aquella cosa tan requetefea: la jeringuilla de las inyecciones.

Uno atisbaba, de raspafilón, todas esas operaciones sintiendo en el cuerpo el aceleramiento del corazón y el centrifugado del remolino culero. A mí, personalmente, me solían estremecer los algodones manchados de sangre descolorida que protegían a los citados componentes en el fondo del dichoso estuchillo.

En el aire y en toda la casa flotaba un tenue olor a medicinas, reinaba un espeso silencio y se entrecruzaban muchas miradas. Retengo todavía en mi memoria el aspecto de los ojos agrandados por la preocupación-miedo de mis hermanas pequeñas y el aroma, muy peculiar, que tenía el tapón de goma de las botellillas que contenían los específicos, tapón que la aguja perforaba ahondando en él como presagio de lo que acontecería luego en tus queridas y apretadas nalgas.

Cogía mi padre el serruchillo, raspaba el cuello del botellín de suero, hacía saltar por presión su capuchón y aspiraba el contenido. Mezclaba el líquido con los polvos medicinales de la botellita agitando todo con maestría. Observaba la mixtura y su punto. Introducía la mezcla en la jeringa llenando la cámara. Con el émbolo, empujaba apuntando hacia el techo y afloraba en la aguja una gota del elixir medicinal. Le daba una trompetilla al extremo superior de la jeringa y hacía alumbrar otra gota. Cogía el algodón previamente empapado de alcohol y... te miraba fijamente. Sus dos manos -tan cariñosas siempre- estaban ahora ocupadas con aquellos artefactos que, a su pesar, iba a emplear teniendo que producirte algún daño (amor-dolor: una mala combinación para él).

La tensión, el esfuerzo por no llorar, el fechado de ojos y de toda sensibilidad hacían que la mortificación final fuera más corta; el practicante, de buena praxis, también cooperaba usando su rapidez y las consabidas frases:- ¡Ya está, ya está! ¿Ves que no fue nada? Entonces, tú aflojabas, bajabas la guardia y... te bebías los lagrimones.

Luego, vuelta otra vez al rito: despiece, lavado, secado, acomodación y tapado del hermético estuche. Uno, ya con el olor de la inyección en la boca y más aliviado, miraba de soslaire como desaparecía la agujota al cerrarse la tapilla y, aquello volvía a parecerte ideal para guardar una barra entera del famoso chicle Bazooka (que Dios haya).

Todo se escondía, se guardaba apartándolo de la vista. Mi contrariado padre se lavaba las manos y comíamos (casi siempre la tortura curativa era antes del almuerzo). Volvían los ruidos, las voces y el tamaño normal en los ojos de las chicas. Tú metías la cabeza en el plato entre mohíno por la damnificación y avergonzado por haber llorado (un pisco). La madre servía el condumio dejando caer sutilmente varias frasecitas de consuelo y atajaba, si era preciso, las solapadas risas de las hermanas mayores, esgrimiendo para eso su procerosa presencia y sus justicieros molleros.

El oficiante cooperaba también con la matrona en la labor de apoyar al dolido y de frenar las burlas: él usaba un enérgico carraspeo y una intensa mirada penetrante. Recuerdo claramente que si se le pegaba alguna inyección- teniendo que pinchar dos y hasta tres veces- se enfadaba muchísimo consigo mismo y acababa mascullando maldiciones, echándole pétimas a la estreptomicina del doctor Waksman, nombrando a la madre que parió a Penete y cagándose en el Diablo Cabrón.

Enrique el de Luis García Vega, La Aldea, 2007

16 comentarios

Jesús Melián Martín -

Apreciado Enrique,de nuevo me entrometo en tus memorables recuerdos,no sin antes disculparme cortesmente por mi impàvida osadía,que me arrastra irremisiblemente a las teclas de mi ordenador,para intentar desgranar a mi manera, lo que ese frio y metálico "estuchillo",hace aflorar y dibuja ese "ayer"que tú nos haces ver,oliscar y hasta palpar siempre.Reitero las gracias por ello;mil veces si hiciera falta y en negrita subrayado... En la alcoba de mis padres,justo en el primer cajón de la mesilla de noche de mi madre,se hallaba el diabólico y aséptico estuchillo que me ponía el vello como escarpias sólo con mi mirarlo.Ya no digo al respecto cuando olía lo que de ella emanaba.Me daba cierto repelús y me entraba flojera,tanto como ahora,no te voy a engañar;creo recordar que me temblaban las piernas,sobre todo cuando me tocaba a mí sufrir las consecuencias del impacto del acertado y punzante artefacto de los "mil demonios" en mis aún lampiñas y blancas nalgas.Después de aterrizar sin piedad sobre éstas,un grito ahogado ,como de alivio,daba paso a otra sensación peor si cabe:la del medicamento una vez pulsada la jeringuilla e inyectado éste con sabia decisión en el interior de mi organismo. Siempre que éstas no fueran dirigidas a mis nobles partes,me parecía algo más divertido.Al menos no era yo entonces el que sufría las consecuencias del certero,punzante y rejodíngano pinchazo.La experiencia no era nada agradable y menos cuando aún no contaba uno con muchos años y estas cosas a veces marcan.No será así siempre y para con todo el mundo igual;yo lo único que sé es que hasta hoy y con la edad que tengo no se me ocurrirá,de momento ni de broma,la disparatada idea de meterme en un estudio de tatuaje,que tan en boga andan,y menos cuando ya sé de antemano que lo que allí se cuece no es de mi gusto, ni lo fué nunca,ni creo que algún día de estos me dé por ahí.Respetable como cualquier otra manera de decorar el cuerpo,llámese henna o técnicas varias,habidas y por haber.No obstante, no comparto esa forma de ocultar y mostrar,depende del caso,un cuerpo o partes de éste y nombres que ni siquiera les tocan de cerca. Yo creo que voy a seguir con mi idea de no tatuarme no sólo para que no me pinchen innecesariamente sino para que el lienzo que me acompañará hasta que llegue mi día,siga sin mácula por culpa de una aguja o varias,que en vez de inocular "panaceas" o "prescripciones facultativas" ,inyectan tinta china que además es indeleble,digan lo que digan y quien quiera que lo diga. Saludos y que nunca las mañas pierdas.

Enrique el del huerto -

Los algodones del fondo del estuchillo que protegían el instrumental, a veces, tenían manchitas de sangre, esos lunares encarnados eran la espoleta que desataba todo mi miedo, de nada valía que fuera mi padre el oficiante, algo se cerraba en mi sesera que impedía cualquier razonamiento o relajación.
Un saludo de hortelano a hortelano. Memorias.

Manuel Reyna -

Hola amigo aldeano!
Como tú, tengo recuerdos olfativos y me han venido a la memoria imágenes y un olor a alcohol tremendo.
Cuando era muy chico, un rabujo, me las ponía una prima de mi padre que era enfermera. Luego era el practicante, pero el ritual y el dolor era el mismo jejeje...
Ya no recordaba el serruchito, que guardaba junto a lo tarros vacíos con su tapa de goma pinchada.
Gracias por traernos a la memoria tantos recuerdos.
Un abrazo de Manuel el del huerto

Enrique Medina de Corazón -

Hoy, día de las asunciones, no podía dejar de acordarme de ellas, sobre todo de una que sentía tecla por los míos, y por mí sin merecérmelo: Asunción Medina y Rodríguez-Seguirilla siempre en el recuerdo (mío).

Enrique el de Luis, el de Panchito el del Sindicato -

No sé cómo se coló el tema curial y tridentino dentro del "Estuchillo" pero ahora, ya que está allí, allí lo dejaremos, al fondo de una gaveta, en un cajón o en algún recoveco de la cómoda (de la cómoda indiferencia). Palabras de burros no llegan al cielo, se decía y, digo.
La Sociedad tiende a fagocitar, y eliminar por el correspondiente conducto, todo aquello que le impide progresar en su perfeccionamiento.
Marisa-Luisa, nadie nos puede inocular(vía parenteral o no)con lo que no comulgamos. También debemos estar atentos y controlar cómo se forma a los que, sin defensas, pudieran ser ma-ni-pu-la-dos.
Memorias tantas de un amigo.

Mª Luisa Quintana Hdez -

Tanto hablar en contra la iglesia católica y algunos políticos de turno de La Educación Para La Ciudadanía y no saben que esa matería se da en todos los Centros Educativos por lo menos en Primaria en La hora de Acción Tutorial y cada vez que surje entre los alumnos algún conflicto.Los temas que se imparten vienen reglados en los Temas Transversales que todos los profesores conocemos.Yo no se el por qué tienen tanto miedocuando no es ningún adoctrinamiento
Un saludo

Mª Luisa Quintana Hdez -

Hola amigo Enrique,con este bello escrito tan bonito como los demás tuyos,me hace recordar mi infancia ya que como en todas las casas que se preciaran de bien había una cajita metálica que incordiaba las posaderas de los niños y de los adultos de antaño.En mi casa al principio como no teníamos la susodicha "cajita" y mi madre no había aprendido aún a poner las "indiciones" como decíamos al principio venía Blanquita la de la Placeta a ponérnolas.Mi recuerdo es de cuando tenía dos o tres años y aún yo no sabía hablar bien, cuando la veía llegar a mi casa Yo decía " a vene Banquita" y salía a escape a esconderme para que no me la pusiera.Cuando triste de mi salía de mi escondite pensando que ya se había marchado, todavía estaba en mi casa hablando con mi abuela Luisa ya que eran vecinas y muy buenas amigas.Mi trasero se quedaba como un colador.Para colmo más tarde mi madre aprendió a ponerlas......los llantos de todos mis hermanos y mios se oían desde la plaza y todo eran carreras, tropezones y mocos de tanto llorar

Augusto Bona Fide -

Festina lente Pepe: GUTTA CAVAT LAPIDEM,NON BIS SED SAEPE CADENDO.
(como dicen que vamos a volver al latín...)

José Saavedra -

Los únicos de este mundo que han sabido "Jeringar" y de BUENA MANERA han sido los curas, es decir la curia eclesial, sobre todo en la época de Franco. Ni tú ni yo tenemos que ir demasiado lejos para encontrar ejemplos muy claros de la nefasta influencia de los curas, sobre todo en los colegios religiosos. Tanto tú como yo conocemos a un compañero, "auténtico CASTRADO" por los curas de una determinada orden dedicada a la enseñanza, para los cuales era "Pecado" cogerse la chola para ir a mear.¿Habráse visto más grande despropósito?

Enrique García Valencia -

Mi papa (papá) no era creyente, pero sí infalible; infalible con la jeringa, la cual no jeringaba a nadie a fin de cuentas, sino que contribuía con la Ciudadanía (usando la vía parenteral)en el exterminio de los males del cuerpo; los andancios del espíritu son más difíciles de erradicar. Todo se andará Pepe Saavedra, la impronta es muy fuerte, pero gracías a la Educación para la Ciudadanía se podrá ir vacunando a las nuevas generaciones (sin jeringas ni jeringosos) para dotarlos de buenas defensas de libertad en la elección. Amén.

José Saavedra -

Gracias, Enrique, de nuevo, por tan lindo escrito. Lástima que esa época,ya pasada, la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, por boca de uno de sus ínclitos Papas, no continuara la prohibición de las inyecciones, por "entrar en el organismo humano" por UN ORIFICIO NO CREADO POR DIOS. Lo mismo ocurre hoy con la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Menuda panda de ignorantes, comenzando por el que dicen ellos que es "INFALIBLE", el Papa. ja,ja,ja,ja.

Olga Vega -

En mi casa no porque ibamos al ambulatorio, pero en casa de Jose como eran tantos era la madre la que se atrevía con las inyecciones. Ella heredó de los olivas de Tasarte el valor de pinchar. Yo me puedo beber un garrafón de jarabe pero las inyecciones no las puedo ni ver. Un beso de todos.

Enrique García Valencia -

Arteara, había muchas merceditas y merceditos repartidos por toda La Aldea que nos hacían la "merced" de contribuir a nuestra cura a pesar de nuestros triples saltos mortales.
Dices que casi te duele al recordarlo, yo como soy más "goleor" digo que casi me huele al recordarlo, tengo mucha memoria olfativa.
Besos y memorias tantas.

Arteara -

Aixxx!!..Cuantas cosas me vienen a la cabeza. Yo hacia el triple salto mortal desde mi cama a la de mi hermano cuando oia entrar a Merceditas la de José(el de Juan Nieves). Ya me olia que tocaba inyección. Que perreta me cogia!!. Casi me duele hasta el recordarlo ahora.
"El tiempo es nuestro mejor amigo y el que mejor que nadie nos enseña la sabiduría del silencio".

Mary Luz -

Cierro los ojos :huelo a penicilina y a chicles Bazooka. En mi casa también teníamos una cajita odiosa.
Cada vez que leo un relato tuyo me traslado a mi infancia y recuerdo; estoy convencida de que me viene mejor esta terapia que ir al psicólogo. Gracias Enrique.

Enrique el de Luis García Vega -

Añadir que las personas que ponían inyecciones evitaban, por todos los medios, usar su capacitación sobre los familios demasiado pequeños que se engarrotaban y se desalaban cuando se "olían" lo que iba a pasar en sus nalgas; además, le cogían tal tirria a los practicantes que se escondían desde que los divisaban en cualquier lugar, estuvieran enfermos o no.
Mi padre (gran devoto de la chiquillería) sufría cada vez que tenía que actuar " a la fuerza" en esta banda de impacientes pacientes desalados por el pavor a los pinchazos.
Con el tiempo se les pasaban las maluras y la tirria al torturador y... Luis volvía a ganárselos con alguna guspata o gracia