Semana Santa de pasión y malura: como un eccehomo
Allá justo al mediodía Jesucristo caminaba
con la cruz a sus hombros de madera muy pesada.
Una soga lleva al cuello con la que el traidor tiraba,
cada vez que el traidor jalaba Jesucristo se arrodillaba,
donde quiera que se arrodilla deja sangre encharcada.
Allá en el Monte Calvario tres marías le esperaban,
una era la Magdalena, otra su querida hermana
y la otra la Virgen Pura, la que más dolor pasaba.
Una le lava los pies, otra su bendita cara
y la otra recoge la sangre que el buen Dios derrama.
Pasa la Virgen María
vestida de azul y blanco.
El vestido que llevaba
nunca lo vi manchado
sólo lo manchó Jesucristo
con la sangre de su costado.
Jueves y Viernes Santo
días de mucho dolor,
días en que crucificaron
a Cristo nuestro Señor.
Cuando todavía era un familio -desmandarriado, fijo descalzo (gozaba yendo a la laja) y adicto a los lamparones-, al aproximarse la primavera que la sangre altera y cercanos ya los festejos religiosos de la Pascua Florida, se me solían llenar los bezos y alrededores de unas feas bichocas lacerantes que hacían honor al nombre y apellido del cíclico mal de los demonios. Para más inri, al llegar a su madurez, soltaban una especie de agüilla turbia a través de unos opérculos que tenían, contribuyendo de esa manera a extender la infección a otras partes sanas de la cara: era el llamado “fuego salvaje”; dicha fogosidad dérmica venía a incordiar intermitentemente, en los momentos más inoportunos, la feliz infancia de aquel activo ignorador de las mínimas reglas de la higiene y asepsia corporal que fui yo.
Al principio, probábamos -mis tías, mi madre y mi rostro- con todos los remedios caseros conocidos para intentar atajar la incipiente manifestación de aquella, nunca mejor dicho, dolencia: que si algodones empapados en tus propios orines, que si baba de tunera tierna (se ignoraba lo del caracol), que si la savia del cardo de yesca, que si mistura de azufre con manteca de cochino, que si lasquitas de pita zábila… Nada de nada: ¡leche machanga!
Ya con el jodido y desquiciante ardor quemando carrillos arriba, eclosionando y regando su indino picor que me inducía a incontrolados e inevitables rascones, pasábamos a los potingues y unturas boticarias a base de Pental, polvos de Azol, perboratos, sulfatos, sulfitos, salicilatos y vaselinas, todo eso combinado con una porriá de bactericidas que, al agotar sus efectos y posibilidades farmacológicas -vía tópica-, no nos dejaban otra salida que la de ir ca’ de seña María Lurencia (la abuela paterna de Elías del Toro) teniendo que recurrir así a la vía esotérica.
Era el último recurso porque yo me resistía a los ritos mágico-curativos que el santiguado conllevaba. Aunque me sabía de memoria todo el proceso, me costaba trabajo tomar la decisión de empezar por ese final ya que había algo oscuro (el sitio lo era), misterioso y psíquico en aquella liturgia que, debido a la prosopopeya disparatada de mi fértil imaginación infantil, me sonaba demasiado surrealista e inquietante en su protocolo espiritual y -lo podría jurar- eléctrica en su aspecto físico debido a la energía que emitían los sarmentosos dedos de aquella sanadora.
Mi morruda intransigencia, aliada con el férreo racionalismo ateo de mi padre, era vencida y eliminada en su totalidad por las urgencias fueguinas sumadas al insistente pragmatismo religioso de las mujeres; sólo entonces me decidía a dar el paso definitivo. Me dejaba llevar colgado de la siempre cariñosa mano de mi tía Josefa (que Dios haya) hasta la vivienda de aquella santiguadora y allí, sin apenas preámbulos, comenzaba el examen facial y los primeros pasos formales de la sesión terapéutica previamente concertada -casi de tapadillo- por las mías.
La señora me hacía traer un puñillo de hierbas, creo que eran borrajas, cenizos y ramitas de balo, no me acuerdo muy bien. Con ella confeccionaba una especie de pequeño jace que apretaba, amarraba y torcía musitando algo entre dientes. Alzaba mi barbilla con una de sus manos manteniendo mi cabeza erguida y me santiguaba usando: aquel húmedo atadillo, su temblona voz aguda, una oración que nunca pude retener y algunos pases (los notaba con mis ojos fechados) haciendo la señal de la cruz a modo de barrido recurrente sobre la parte afectada. La salmodia monocorde, su entonación, la poca iluminación del lugar, lo íntimo del momento me llegaban a hipnotizar; rompían el trance, el cambio rítmico de su arcano proceder y el cese abrupto del guineo causado por aquella jaculatoria, a la que ponía fin expeliendo un profundo y gutural “amén” como salido de sus calcañares: había terminado.
Las últimas recomendaciones de quemar enterrar las yerbas usadas me las gritaba cuando su hija Aurora, siguiendo mis prisas por eslapar de la penumbra, me conducía hasta una calle deslumbrante de sol donde, alegando con alguien en la acera, aguardaba mi tía favorita con su eterna media sonrisa y su devoto e inmerecido desvelo hacia mi persona. Ni que decir tiene que, desde el día siguiente, se iba apagando el fuego de las molestias, menguaban las pústulas secándose, y las costrillas que las coronaban se desprendían definitivamente dejándola otra vez limpia, agradable a la vista.
Con la edad, o con la inmunidad adquirida, se rompió el ciclo de aquellas fogaleras epidérmicas y no quedaron en mi rostro secuelas de aquel dichoso padecer. Lo que sí permaneció fue mi emergente afición por la fitoterapia (acorde con la tradición familiar) y una inclinación hacia el estudio de esas manifestaciones menos conocidas del folclore de transmisión oral que forman parte de nuestro acervo cultural más cercano.
Pasados unos años, luciendo ahora en el cutis las pupas de un reindino acné juvenil generalizado, solía acudir a la casa de mi sanadora con el afán de rescatar del posible olvido alguno de los crípticos rezados; también me atraían los romances que seña María enfatizaba con mucho jeito y que llegó a traspasar a su hija Aurora, la cual (cuando estaba de humor) nos los repetía, hilo por pabilo, para deleite de sus sobrinas, un servidor y unos pocos allegados más.
Hace una década, colocando los atarecos de una mudanza, entre las páginas de un libro encontré garabateados varios de ellos que creía perdidos, ahora los guardo como oro en paño dentro de un disquete. Ésta es la versión o variante de uno de mis preferidos relativo a la temática de Semana Santa y su parafernalia; me trae entrañables recuerdos de una época muy bonita. De sus posibles títulos, yo elijo: “Vestida de luto y pena”.
Pa’l Calvario va la Virgen
vestida de luto y pena
cambiando su manto azul
por otro de seda negra,
llegando al pie de la cruz
y llorando lágrimas tiernas.
Pasó por allí la Verónica
y le dice de esta manera
-¿Cómo esta mujer no habla
ni una palabra siquiera?
-¿Cómo quiere que yo hable,
forastera en tierra ajena,
si un hijo que yo tenía
más blanco que la azucena
me lo quieren martirizar
en una cruz de madera?
-¿Qué señas tiene ese hijo,
que no lo conozco yo?
-Sus cabellos blancos rubios
comparados con el Sol,
sus ojos dos luceros,
sus labios corales son.
-Señora, yo no conozco
a un niño de esa facción,
sólo me encontré en la calle,
que partía el corazón,
a un pobre ajusticiado,
difunto lleva la color.
Me ha pedido que le dé
un paño de mi tocado
para limpiarse el rostro
que llevaba ensangrentado.
Tres dobleces tiene el paño,
tres figuras le han quedado,
si lo quiere ver, señora,
aquí lo traigo guardado.
Allí caminó la Virgen
con más dolor y más pena,
ya se acabó el Sol del mundo,
la Luna y las estrellas,
del cielo la bandera…
Los rezos en su conjunto -pieza clave del santiguado-, al ser el acto curativo tan enigmático, eran menos conocidos y divulgados; la sanadora los custodiaba celosamente, preservándolos de extraños e incrédulos que, jallo yo, los hubieran usado sin el debido formalismo y faltos de su correspondiente respeto y reverencia; se los confiaría a verdaderas devotas agraciadas con el don y poseedoras del carisma adecuado, las cuales, después de un periodo de pupilaje, continuarían su labor de acuerdo con unos cánones ancestrales establecidos desde los albores de la Humanidad.
En los libros editados que tratan del tema hay recogidas varias fórmulas e invocaciones de las que se usaban para atajar o paliar diferentes enfermedades: quitaban el romadizo, aliviaban la pulmonía, atenuaban la persistente angurria, evitaban el garrotejo, curaban las picaduras que mancaban, anulaban el mal de ojo… He leído muchas, pero aquella plegaria que no llegué a descifrar, la que utilizaba seña María Lurencia* Espino Suárez para secar los renuentes alifafes de mi niñez, nunca la he vuelto a encontrar.
Enrique García Valencia / La Aldea / 2008
*Creamos o no en la influencia de las estrellas, he de decir que Laurencia es el nombre de una de ellas (realmente un planetoide muy brillante); quién quita que seña Lurencia y sus antecesoras estuvieran favorecidas y tuteladas por esa energía astral…
31 comentarios
Enrique García Valencia -
No recuerdo que hubiera una especial mortandad infantil por enfermedades, debe ser que el sistema defensivo funcionaba y, cuando surgía una falla en él: tierra en la herida, telas de araña, gandúl majado, vendas de pilfos viejos, vinagre tibio, yerba mora, agüitas guisadas mil, esperma caliente, petróleo y escarmenadores para el cuero cabelludo...
Me acuerdo que para tus orzuelos usabas (además de los remedios caseros) "Avéñula", la cual te iba curando y, mientras tanto, te enmarcaba los ojos haciéndolos más bonitos si cabe.
Un beso GRANDE.
Digna García Valencia -
Lo tuyo era el "fuego salvaje" y lo mio los orzuelos, que son de las pocas cosas que siguen llamándose igual.
Pepe Saavedra nombró 3 ó 4 medicamentos que eran para todo y es que no habían muchos más, por lo menos a nuestro alcance. Por no tener no teníamos ni vocabulario.
Las enfermedades tenían otros nombres; los ojos malos, fuego salvaje, diarreas, brazos y piernas desconchavados, etc... y ahora tenemos conjutivitis, dermatitis, virus de estómago, esguinces.....y ahora que nombré los virus, que yo me acuerde en La Aldea cuando yo era pequeña, lo juro, no habian.
Enrique -
Tienes razón, la vida de La Aldea de los años cincuenta recuerda a los relatos de autores sudamericanos que reflejan en ellos sus regiones y sus vivencias, viene a ser como un espejo del Tiempo donde se reflejara lo que nosotros éramos en aquella entrañable época.
Me alegra que te haya gustado el relato. Besos, besos muchos y especiales para Sibel.
Pacho Primo -
Los mismos mandados y viajes que hiciste, hice yo varios años antes. La de saltillos que me tuve que dar a Artejeves u otros lugares en busca de incienso de gallina,de leña buena, cola caballo...
Las visitas a curanderos, esteleros y sanadoras formaba parte de sus incondicionales desvelos para toda la familia, en especial para los "panchos" o "panchillos" que iban llegando y se agarraban a su mano cariñosa.
Un abrazo GRANDE, primo.
Silvia Correa -
PD. No hacia falta glosario, muchas gracias por avisarme del cuento es precioso. Besos
Pancho el chico -
Memorias al rancho.
Enrique -
Yo también me acuerdo de las ventosas porque mi padre se atrevía a ponerlas, nosotros como familios que éramos espiábamos todas esas extrañas operaciones con algo de incertidumbre y con mucho temor al escuhar los quejidos de las personas mayores que se sometían al ritual.
Un abrazo, gracías por compartir tus recuerdos.
Jose G. G. -
Mi pobre madre tenía siempre la barriga descarrilada y para recomponerla iba a casa de de una señora de las que se dedicaban a eso en su tiempo libre. Recuerdo que la gente decía que era muy buena poniendo ventosas y que quitaba el mal de ojo con solo un rezado.
Ahora tienes que pedir hora en el Negrín, te la dan para agosto del dos mil diez y te mueres esperando con tu mal de ojo o de lo que sea.
Gracias por compartir tus historias. Un abrazo.
Enrique -
Un beso mío y otro de Abo desde la zona de la isla donde recibimos dosis extras de energía telúrica. XX
Virginia Correa García -
Enrique -
Una vez tuve que ir a casa de Eugenita con un ñoño del pie muy dolorido porque lo tenía estoñado, subí la cuesta del Molino Viento cojo perdido y quejándome, la bajé dando saltos, muerto de risa y sin hacer caso a las recomendaciones de tranquilidad que me daba mi tía Josefa. La habilidad de la curandera fue la responsable de la rápida mejora.
Memorias tantas para ti y tu familia, un beso.
Enrique -
Mi tío Tomás Valencia, en los finales de los años treinta, fue curado por un famoso y docto herborista: el cura de Cardones. Todavía la gente de su época lo recuerda como un hecho prodigioso ya que la medicina oficial no tenía salida ni remedios para la tisis que padecía mi familiar.
Yo me acuerdo que siendo un familillo llegué a ir con mi tia Josefa a su casa para agradecerle e intentar pargar con productos del campo los desvelos y cuidados que tuvo con mi tío.
Memorias y un beso para ti.
Mª Luisa Quintana Hdez -
besos para toda tu familia.
Luci Delgado -
En mi calle hay ua señora mayor que quita el mal de ojo, santigua a los niños pequeños y cura con hierbas que se pueden comprar en la plaza del mercado o conseguir por los alrededores.
Muy bonito tu relato y tus andanzas de la niñez, un beso.
Enrique -
Otra cosa que registro son los zapatos de tacón de todas las actrices participantes, creo que es un ejercicio de fetichismo estilista congénito(mi abuelo fue zapatero).
La sanadora tenía una voz temblona de anciana, sus rezos y romanzas sonaban como si les imprimiera más sentimiento del debido, a nosotros nos gustaba aquel tonillo que aquellaba el corazón y emocionaba bastante.
Memorias tantas y un beso.
Olga -
El romance que dice:
Cómo quiere que hable yo, forastera en tierra ajena si un hijo que yo tenía más blanco que la azucena... mi abuela lo repetía cada vez que se nos antojaba a los nietos oirlo, ella hasta se emocionaba no importaba las veces que lo repitiera, lo vivía.
La foto de los años cincuenta que ilustra el escrito no tiene desperdicio.La cinturilla de la imagen, los trajes de ellas y sus velos, las chaquetas de todos ellos y el bonete con pompón del cura que parece ser el jefe de todo.
Un beso.Olga.
Enrique -
El trajín de la sanadora te hubiera gustado por lo que tenía de críptico y esotérico, el escenario de la Aldea de los finales años cincuenta es consecuente con aquellas prácticas curativas; imagíname a mí en el papel de actor secundario sin parlamento pero... con lucimiento.
Un saludo para toda la tropa y para ti un abrazo GRANDE.
Enrique -
Los métodos curativos de entonces (década de los cincuenta) eran, cuando menos, tajantes o quizá debería decir "atajantes", se aplicaban los remedios conocidos que teníamos a mano y de forma rápida; más de uno, mancado con un espucho de palma, se las pudo ver feas con una infección galopante que no había manera de parar; gracias a la leña buena, a los gandules machacados, a la resina de pino y a otros potingues milagrosos hemos podido contarlo como algo gracioso que ocurrió.
Memorias y un abrazo para todos.
Benjamín -
De vuelta al tajo ya estamos otra vez en la rutina. Recuerdos de la tribu y un abrazo.
Juani Ramírez Caballero -
En todos los pueblos y barrios hay sanadores agraciados con esa facultad. Había un estelero muy famoso en Tenoya que daba hora con meses de antelación y la gente hacía cola desde madrugada.
La romanza del paño manchado con la sangre del señor tiene otras versiones tan bonitas como la que tu registras en tu relato.
Animo y felicidades por tus historias.
Enrique -
Memorias particulares para Patricia y para tu hijita Nayala. Yo estoy guayando como puedo los días y semanas en esta Aldea mía; un abrazo, hermano.
Francisco Reyes Cabrera -
Saludos de todos los que estamos aquí guayando.
Paco
Enrique -
Sus "atadillos" eran conocidos y competían con las propiedades sanadoras de los escapularios bendecidos por el sacerdote de turno (me voy a condenar por escribir así).
Mary Luz, un beso GRANDE impregnado de aquellas gratas vivencias.
Enrique Sindicato y Briginia -
La parafernalia de entonces (ya olvidada, gracias a Dios) contrasta con la simplicidad de estos plácidos días de Pascua Florida.
Un abrazo grande y pascual para ti.
Mary Luz -
Todos sufrimos algún dolor de estómago, un tronchao de dedos o tobillos, un malestar que no se definía, ..
¿Cuántos viajes dimos por aquella cuestilla? ¿Y el mirlo negro? ¿Y los calderos humeantes? ..
¿Cuántas veces nuestra imaginación y miedo nos hicieron ver cosas inexistentes? ¡Como voló nuestra imaginación en aquellas visitas!
Aquel amuleto para ahuyentar el mal de ojo, también se utiliza contra la envidia y los celos y como protección contra las enfermedades. Su poder dependía en buena medida de la fe que ellos se depositen.
Gracias como siempre, eres un buen disco duro. Memorias y buena Semana Santa.
Fco. Suarez Moreno (Siso) -
La Semana Santa para quienes, hemos pasado los cuarenta años, cuarenta años digo laborales... no vayan a pensar que uno quiere quitarse años porque ahí no podemos, los relojes se paran pero el tiempo no; decía Enrique que los que tenemos cierta edad esta semana nos trae muchos recuerdos: eran días de recogimiento pero en ellos siempre ligábamos porque las muchachas salian a los cultos y los muchachos tambien, decía un refrán que Dios pone la estopa y el Diablo la mecha cuando se daban estas cosas de relaciones entre unos y unas. Los curas lo sabían todo a través de los correos, no electrónico como hoy, sino verbales a través de las rejillas de los confesionarios que por ella no los veíamos pero ellos sí a nosotros por eso de los contraluces que tan artísticos nos suele ofrecer el Cine.
Tu artículo, no vamos a descubrir nada nuevo, nos llena de esos recuerdos a unos e informan a otros de aquel modelo de sociedad que se diluyó en los tiempos de la modernidad después de los sesenta avanzados.
Muchas gracias y la maña no pierdas de escribir que estas jubilado y matando el tiempo antes de que el tiempo te mate en palabras del genial, genial humorista que fue Mario Moreno "Cantinflas". Te pregunto, para acabar ¿recuerdas en qué año la procesión del Viernes Santo dio un recorrido por no sé donde y llegó a Los Llanos?
Enrique, un abrazo.
Enrique García Valencia -
GRACIAS TANTAS, AMIGO.
Enrique García Valencia -
Las personas más sensibles o dotadas con el "don" son capaces de notar y encauzar esa energía cósmica (a algunas les da miedo y lo ocultan bajo capas y más capas de racionalismo cintífico).
Yo sólo sé que el ritual funcionaba y que la santiguadora emanaba energía sanadora.
La sicretización de todo el ritual con vírgenes y santos fue la tapadera necesaria para burlar a la Santa Inquisición y a sus católicos esbirros, luego el traspaso oral de generación en generación hizo el resto.
Un beso GRANDE.
José Saavedra Molina -
Tu escrito ha sido muy bien traído al momento, (la Semana Santa, por aquello del eccehomo, me imagino que es lo que parecerías tú con aquellos fuegos salvajes).
Has hecho que evocara los medicamentos, tenidos casi como milagrosos, y en los cuales tenían mis padres una gran fe; me refiero al Pental o a los polvos Azol. Había otros también que solíamos usar como era el "agua bórica", para cualquier molestia en los ojos. Y, no digamos nada del agua de Caravaña o los polvos de magnesia para los males de estómago.
En cuanto a lo de acudir a sanadoras no recuerdo a ninguna por mi zona a excepción de un estelero que a su vez "arreglaba el pomo". Recuerdo cómo, después de toda su liturgia, recomendaba (menuda equivocación por lo que conlleva de peligro para un niño) darle, en ayunas, después de colocarle el pomo en su lugar, un poco de "ginebra asustada" que consistía en eso, una copita de ginebra, a la que se le metía el rabo de una cuchara caliente, para "asustarla". Menudo disparate que, sin embargo, la gente seguía a pies juntillas dicha receta.
En mi familia sólo recuerdo, después de haber sido padre, a mi madre política (ya fallecida) que tenía una gran fe en los rezados para ahuyentar el mal de ojo. De hecho sabía cómo deshacer los entuertos y mis dos hijas fueron objeto en muchas ocasiones de sus rezos. E, incluso, creo que una de ellas tiene recogido por escrito el mencionado rezo. Te digo ésto por si tienes interés y deseas conocerlo.
Y, de momento, no se me ocurre nada más que comentarte excepto que te animo a que continúes compartiendo con todos los que te apreciamos y leemos, esos hermosísimos escritos que salen de tu bien cultivada y prolífica memoria.
Muchísimas gracias y, UN ABRAZO.
Gloria Bertrana -
En cuanto a los sanadores, decían que mi bisabuela materna lo era, además de vidente y de hablar con los espíritus y... Cuando yo era pequeña recuerdo que me daba un poco de "yuyu" oir como la gente de la Isleta llenaba su casa para que les sanara enfermedades o les quitase el mal de ojo, siempre rezándole a la Virgen, a la que era muy devota. Sin embargo, lo que más me impresionó del asunto fue el día que gran parte de la familia se dio cita alrededor de su cama para decirle que su hijo Antonio, mi abuelo, había muerto una semana antes. Ella ya era muy mayor y nadie sabía cómo darle la noticia. Yo tendría unos 12 años y recuerdo que, atemorizada, reculé hasta la puerta cuando la oí decir: "Yo sé a lo que vienen. Hace siete días que murió mi hijo Antonio. La Virgen me lo trajo para despedirme de él".
Mi pequeña mente pre-adolescente y pragmática se asustó mucho ese día.
Hiciste que recordara esa anécdota también.
Un besote.
Enrique el de Demetria -
La tal Eugenita era gran devota de las estampas de santos, muchas de las cuales yo le regalaba cuando encontraba alguna de especial "eficacia".
Memorias tantas para todos en esta ,algo ventosa, Pascua Florida.