EL VEROL SEDIENTO
Preludio. Esta pequeña historia fue diseñada como soporte y motivación para un trabajo escolar de tercer curso y con el fin de conmemorar el Día del Árbol. La clase cooperó dando ideas, giros, posibles salidas e hipotéticos finales. De aquel champurriado de aportaciones y, bajo la discreta batuta del maestro, se esbozó, se pulió, se ilustró, se comentó, se escenificó y se regaló a la biblioteca escolar este cuentillo que titulamos así:
El verol sediento
Me considero un verol sediento, mis formas son las de un candelabro enjuto y mi porte, un tanto achaparrado, no es totalmente de mi gusto; soy así porque el viento quiso que creciera aquí, en estos secos ribazos de Tasartico. No vine al mundo en este lejano predio aunque, ahora, es mi hogar definitivo: simple y escueto, pero muy bello; no lo cambiaría por ningún otro, en él intento conseguir la dicha y desarrollarme al máximo como planta.
Nací y viví mis primeros días de aquel feliz despertar en un sitio llamado Artejeves; lugar soleado, fértil, acogedor, tranquilo y de una límpida belleza austera, pero... todo se truncó en una nefasta jornada de hace ya unos cuantos años, los mismos que yo permanezco y pertenezco a este terruño que, desde aquel entonces, es mi nueva y entrañable casa.
Fue mi padre un gran ejemplar de nuestra especie, de su tronco grueso y grande salían incontables gajos que se multiplicaban en rápida progresión geométrica. En una de sus últimas extremidades finales, en un precioso pimpollo sedoso, vine yo al mundo. Broté también en la que sería la postrer floración del ser que me gestó, su última temporada.
Mis primeros recuerdos me los proporcionaron el sentido del olfato y el del tacto. El primero me comunicaba con el ambiente de aquella hoya llena de aromas, olores de acre altabaca, intenso poleo, incienso moruno y tomillo salvaje. Las sensaciones táctiles comprendían el suave roce de la pelusa de mis hermanas y toda la gama de carantoñas que brisa, terral, temperatura, bruma, lluvia e insectos -sobre todo- me proporcionaban.
Éramos una corona de semillas algodonosas que orlaba la cabeza de mi anciano padre: cumpliría mi progenitor, al final de aquel beñesmén, unos cien ciclos. Llegó flotando hasta el valle de Artevirgo como un diminuto germen, zarandeado y empujado por los vientos que nacen cerca de las montañas de La Inagua. Tuvo la suerte de caer, arraigar y crecer en un paraje con abundante humedad en el subsuelo y con las condiciones óptimas que cada estación del recorrido anual esparcía en aquella hermosa vaguada.
Pero fue su magnífico tronco y apostura lo que motivó la tragedia; fuimos nosotras también, con nuestras blancas crestas, la señal que alertó al humano de nuestra presencia en aquel apartado lugar de la familiar hondonada. Era un cazador con perro, escopeta, hurón y canana. Llegó en uno de los días más calurosos de nuestra etapa floral; se acercó a nuestro patriarca y, mientras giraba a su alrededor, iba escrutándolo con su fiera mirada. Estuvo palpando toda la estructura, aunque se centró mucho más en la zona del leñoso tallo. Temblamos con el empuje de su mano y por nuestro propio miedo, intuíamos que de alguna manera su inquietante visita era, para todos, un mal augurio: la hora mala.
En el siguiente encuentro, cuando apenas era una simiente formada, el hacha del cazador cortó a mi padre a rente del suelo y desmembró sus ramas. Yo salí despedida por los golpes que cercenaron su vida tan preciada, quedé flotando durante unos interminables segundos mantenida por la brisa de la tarde: el hercúleo tronco de mi progenitor iba a ser el corcho, la casa-transporte de un apestoso hurón; luego, el aire me sacó de allí elevándome hasta los riscos de Guguy para que no viera el ensañamiento de la matanza.
Los constantes alisios que rondan la cumbre de la montaña de Los Cedros acabaron empujándome hasta aquí y, en un momento de calma, aterricé quedando aprisionada en una oquedad del suelo. La relajante y oscura quietud con que me obsequió el terroso refugio hizo que me durmiera profundamente. No sé cuánto tiempo estuve aletargada y protegida celosamente en el regazo de la que sería una de mis madres: la tierra. Desperté gracias a los desvelos de mi otra madre que se empeñaba, con sus esporádicas visitas, en revitalizarme a fuerza de chubascos, rocíos y tarosadas.
Vivo con ellas dos, ya dejé de ser una semilla para conformarme como un vegetal de mi género y ahora crezco adecuadamente mimado por los esmeros de ambas matronas. Aquí hay mucha tierra, muchísima, demasiada quizá, sin embargo... poquita agua. No me quejo de mi segunda tutora pero desearía sentirla con más frecuencia, tengo sed de sus caricias y de su acuosa presencia en mí: soy por lo tanto un verol sediento que ansía ser grande, muy grande, robusto como su predecesor y henchido de vigorosa savia.
Tengo ya nueve brazos que se abren intentando abracar el vivificante aire. Mi pie, aún siendo delgado, es fuerte y resistente. Mi parte subterránea y oculta es bastante larga, se hunde abrazando con vital fuerza a la tierra que me da seguridad amén de soporte; me extiendo y me enraízo en ella buscando los dulces besos de la otra comadre que -si bien es amorosa- se muestra más escurridiza, difícil de aperruñar y bastante más escasa.
No he tenido descendencia todavía, aunque no soy ni me siento estéril; tampoco mi vida carece de importancia. Con mi sombra cobijo a Chalcides, una lisa de cola verde azulada y, entre mi humilde enramada, ha tejido su pulcro nido un casar de calandrias. Mantengo fresco mi entorno e intento hacer más bonita esta parte de la montaña.
Deseo vivir muchos años aquí, lejos de cazadores, de hurones y de hachas. Quiero con todas mis fuerzas que mis dos madres se junten con cariño, sin torrenteras ni avalanchas, cuando lleguen las nubes y en esta ladera derramen su preciada carga; que se ponga la tierra su largo y lustroso manto esmeralda; que el agua se llueva y me enchumbe todo sin tener que anhelarla: me gustaría sentidas siempre unidas, en amor y santa compaña...
¡Ah, se me olvidaba! Ayer descubrí que tengo otra amiga sin ser la lisa o las calandrias; cerca de mí está creciendo, asomando su cara verde recién estrenada, una pequeña tabaiba. Euphorbia, me dijo que era su gracia, pero... yo la llamo: amiga del alma.
Enrique García Valencia - 3° B- Las Torres -1988/ La Aldea - 2007
10 comentarios
Enrique García Valencia -
No digas pétimas ni maldiciones delante de tu nieto que luego...te corrige.
Luis Perez Aguado -
Hoy me he dado un atracón de placer, de gusto infinito, al leer tus comentarios. ¿Quién nos iba a decir a nosotros, los normalistas de entonces, que el amigo Valencia, aquel que no paraba la pata , que rebosaba tal energía que le salían al mismo tiempo por todos los poros porque no le cabía dentro, que siempre estaba haciendo de las suyas y de las nuestras, porque al fin y al cabo, lo tuyo siempre fue patrimonio de los demás, que nos divertíamos a mandíbula batiente con tus ocurrencias, pues eso, te decía que ha sido un placer comprobar esa extraordinaria sensibilidad que tienes para con los animales ahora me doy cuenta que, a lo mejor era por eso, por lo que nos contabas entre tus amigos y para con las cosas que algunos creen pequeñas o insignificantes y que, a mí, me ha puesto los pelillos (de la mano) de punta. (A lo mejor ha sido al recordar otros tiempos, que no es que hayan sido ni mejores ni peores, simplemente fueron diferentes).
Me alegro haberte reencontrado. Un abrazo mu, mu fuerte.
Luis Pérez Aguado
Enrique Garcìa Valencia -
El Sur lleva esparàndome mucho tiempo,ya veremos. Memorias para las Benjaminas; les tengo preparados algunos "güevos de palabras" y este palìndromo: ISA RAPAR A MARTA TRAMA,RAPAR ASÌ .Lo estoy ilustrando al gusto de ellas.
No he comprado mancuernas, ni falta que hacen: ¡pijerìas! MIL abrazos, o quizà 1.050
Benjamín González Guerra -
Enrique García Valencia -
Mary Luz Valencia -
Jamás olvidaré el día que pusiste un cartucho con lagartos y lo amarraste a la puerta de la almacén de los Picos; todas las noveleras fueron cayendo y corrían como locas y maldiciendo; tú y Rafael en la azotea de Josefa y nosotros en la puerta del jardincillo asechando.
Como esa otras miles que contar.
Arteara, si soy la mujer de Wilson (las mujeres no dejaremos de ser siempre o la hija de o la mujer de ).
Para contactar con nosotros manda un mensaje a: artevirgo@gmail.com.
Deja tu dirección o teléfono.
Arteara Espino -
Enrique Garcìa Valencia -
En mi època adulta he intentado reparar, por todas las vìas posibles, aquel estùpido daño; espero haber conseguido algo.
A mi prima Mari Luz Valencia le digo que muy pocos corchos (gracias a Dios)se fabricaban con el pie de un gran verol; habìa otros materiales màs asequibles: madera, metal, pitòn, bambù...
Seguro que los de Tomasito Rodrìguez, el de Sarita Franco, fueron hechos por tìo Mateo Valencia en Los Cercadillos, o comprados en cualquier armerìa.
Los familios de hoy en dìa suelen ser, por educaciòn escolar y social, màs respetuosos con el Ambiente: Abiàn Barrameda es un ejemplo de ello. Asì opino yo y mi amigo Jose que ahora me acompaña (el burro alante para que no se espante). Besos y memorias tantas para todo el mundo.
José Barrameda Hernández -
Mary Luz Valencia -
Las casas-transporte de los apestosos hurones eran un preciado regalo para nuestros juegos, eran juguetes prohibidos. Recuerdo los de Tomasito, el padre de Pepe Franco, ¡quien los tocara era el más valiente!; Nunca pensé que ese cajón tuviera una vida anterior, que pudieran tener madre y padre e incluso amigos. ¡Ojalá esto lo leyeran nuestros niños!, amarían un poco más nuestra naturaleza.
Hoy me acostaré sabiendo dos cosas nuevas y hermosas: que los veroles no son enemigos y que el color de la tierra cuando llega la primavera puede ser esmeralda.
¡Gracias miles Enrique!