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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

La alpispa

La alpispa

El sol de la tarde languidecía poniendo en los filos del Morro y en las aristas del Muelle sus más satinados brillos: el carmesí radiante, el encarnado quisquilla, el ciclamen fulgente y el ocre terroso se combinaban por momentos en una sabia alternancia que parecía ser diseñada por y para el día que acababa. El temblor de las aguas del mar se reflejaba en la pared del risco como una cenefa trémula en sus sombras, olía a quietud. Estaba solo, el rebullicio se había ido con la guagua de las seis, y observaba el ir y venir del agua juguetona que lamía ya mis pies. Pensaba en la vuelta y en la ropavieja que Demetria, mi madre, me tendría tapada sobre la mesa de la cocina esperándome y entonces, como una imprevista ola, llegó.

Era una alpispita amarillo-verdosa, negra y gris que, desinquieta, peonaba de roca en roca con sus nervudas patas. Sus piídos alegres me desperezaron sacudiendo el letargo en el que me hallaba momentos antes. Agucé mis sentidos para poder ponerme a tono con el ave e intenté incorporarme al mismo tiempo que hacía visera con una de mis manos.

Ella inspeccionaba el prominente risco con la sabiduría de la que conoce lo suyo; iba y venía moviendo espasmódicamente la cola sin dejar de contestar al eco de sus propios trinos que, sonoros y mixturados, reverberaban por todo el Cuevón del Muelle. Sólo paró un momento, el suficiente para despreciar de forma altiva (pensé) los restos de bocadillo que arrojé cerca de sus mojones.

 


 

Por espacio de unos minutos se escabulló y, aunque busqué su nuevo paradero oteando desde las rocas, no logré vislumbrarla. Pasado un tiempo corto apareció de nuevo: asía en su afilado pico un cigarrón que pataleaba desalado para su regocijo (imaginé). Parecía mostrarme su captura con expresión sibarita y, en lo que Barrabás se estriega un ojo, engulló el insecto poniendo una pícara cara de deleite mientras se limpiaba su arpón entre las patas y el suelo. Luego, en un singuío, volvió a desaparecer el zurronero animal.

Recogí los bártulos (atarecos de nadar, las cremas, el batidor, el espejillo verde...), miré y remiré revisando el lugar y me encaminé, barranco arriba, ¡directo a la ropavieja! Alcancé a Sildana por Los Caserones y juntos acortamos por debajo de las higueras a las cuales aliviamos de peso. Oímos el alcaidón (alcaudón) por la Punta, volaba solitario con su canto agorero hacia Furel; musité un sortilegio aprendido de mi tía Adela en previsión de no sé qué, al final de mi retajila ya no estaba el pájaro allí, el augurio no era para nosotros. Generosa, ríe mi amiga la supersticiosa ocurrencia. Apretamos el paso y ajustamos el ritmo de la conversación, la gazuza mía nos hace ir a escotero a los dos.

Al día siguiente, en la explanada del Muelle, mientras leía a contraluz una de Vázquez Figueroa, oí (más bien sentí) la presencia de la alpispa. Me observaba inquieta desde una roca cercana y sus ojos negro azabache, desde allí, relumbraban brillantes. Me quedé inmóvil esperando, ella también se quedó quieta acechando mi reacción; intenté imitar su canto y saltó de su posadero como movida por un resorte: su larga cola abanicaba el suelo, daba pequeños saltitos nerviosos y movía la cabeza a derecha e izquierda sin parar.

No parecía comprender que fui yo el cantautor. Voló hasta el Morro haciendo una onda sobre el agua, se paró en su filo, agachó el cuerpo, bailó enseñando su pecho más oscuro, oteó, miró el horizonte, fue y vino, pero… daba la sensación de no encontrar lo que buscaba. Desapareció de mi vista rozando el risco y haciendo vaivenes en la dirección del Puerto. Me quedé solo pensando en su actitud hasta que llegaron las cuatro de Yolanda distrayéndome. Pasó el día y no la vi más, tampoco comenté nada con nadie.

 


 

Transcurrieron varias jornadas: estuve en el Carrizal de Tejeda con un molina-medina, viajé a Las Palmas, me habelité rápidamente y aproveché para ojear algo sobre las lavanderas o alpispitas. Yo quería estar más cerca de mi secreta amiga.

Lavanderas y bisbitas integran la familia de los motacílidos, probablemente de origen etiópico, distribuidas por casi la totalidad del globo y que se caracterizan por las alas puntiagudas, la cola larga y las patas bien desarrolladas. Las alpispas pasan el invierno en grupo y forman grandes algarabías en el dormidero común. Los machos son los primeros en llegar a los lugares de crianza, estableciendo sus territorios y defendiéndolos de competidores. Después llegan las hembras a las que corteja el galán mostrando todo su poderío "varonil".

Las alpispitas (tamaimas, en guanche) comen piezas vivas, nunca carroña; cazan todo tipo de insectos tomándolos habitualmente de los matojos, a ras del suelo, pero a veces en el aire, como los aviones o los papamoscas.

Volví a La Aldea y a la dulce rutina del veraneo. El primer día de playa cogí cigarrones por el camino y los metí, cuidando no matarlos, en una bolsa de plástico; sonriendo pensé en la cara que pondría la alpispa cuando viera el fresco manjar que le ofrecería (una motacilla no podría desdeñar aquello como si fuera un vulgar cacho de pan), media docena de ortópteros vivitos y aletiando serían suficiente tentación para atraerla.

Enfilé el barranco a tropa teñía, sorteé la fuerte brisonera de la Punta, crucé por debajo del Puente, pasé entre las casas baratas y llegué al Muelle con el secreto anhelo de ser el primero. Pescaban, y los bambúes de sus cañas me contrariaron; seguro que no estaría allí. No estaba. Durante todo el día me sentí molesto y hasta un tanto huraño, como familio amulado. Después de estudiar todo lo que pude encontrar sobre ellas, ella -la imprevisible lavandera cascadeña- me traicionaba no apareciendo.

El día pasó calurosamente aburrido y las oleadas de gente que iban y venían acabaron con la última guagua de línea.

 


 

Me adormilé con el sol bajo que ponía arenilla en mis ojos. La quietud del lugar y la hora cooperaban con la modorra. Me desperté con el sonido de un piar conocido redoblado por la resonancia del Cuevón. Me incorporé rápidamente, la busqué revisando sus atalayas preferidas... y no la vi; mi duermevela me había hecho una buena jugarreta. Parsimoniosamente recogí el macuto, unturas y demás cachos. Liberé a los pobres cigarrones borrachos y, desorientados, quedaron dando tumbos. Me encaminé ya calzado hacia el Muelle que, silencioso y vacío, se me antojaba como el gran proscenio de la Naturaleza viva, el ágora del Medio que allí, entre redobles de olas, se me mostraba.

Un torundón de la mochila que se me clavaba justo entre las paletillas me sacó del éxtasis provocado por el momento mágico del ocaso y del lugar; gracias a eso, pude oír unos entrecortados piídos rápidos y alegres que acabaron de sacudirme del trance y me hicieron volver la cabeza, ¡allí estaban! Boquiabierto, me vi a mí mismo observando a una pareja de motacillas cinerarias abanicando el suelo con sus largas colas. Ejecutaban una especie de danza de variable coreografía y, al mismo tiempo, olían con deleite los infelices cigarrones, los cuales (sin escapatoria posible) suponían un presente cariñoso que el macho cedía gustoso a su pareja entre gorjeos amorosos y reverencias. Él, picando el ojo, me transmitió por unos instantes sus saludos amistosos; luego enfocó toda su actividad hacia su glotona hembra: se esforzaba poniéndole en bandeja todos los pobrecillos insectos que se le pudieran escapar a ella.

En un charrús-marrús la alpispa aquelló la media docena de ortópteros, se aseó el pico, giró varias veces, hizo algunas agachadillas, se aupó, abrió las alas, volteó como derviche danzante, miró a su galán y... ambos, en una especie de pas à deux, acabaron la actuación, alzaron el vuelo y desaparecieron a rente de las tabaibas del Morro buscando sus posaderos antes de que llegara la noche.

 


 

Después de unos momentos de vacilación, al comprobar que no volverían, opté yo también por dirigirme a mis echaderos nocturnos desandando el camino de la mañana. Barranco arriba, en la Punta, el viento me obliga a inclinar el cuerpo hacia adelante para obtener cierto equilibrio; a lo que me obligan mis indómitos y locuaces jilorios es a aligerar el paso. Me canta insistentemente un alcaidón, me vuelve a rondar por donde Carmen la Médica y otra vez cerca de Mederos (frente a la casa de Nieves); tengo que comprar unos motes de ciegos al primero que vea, por si acaso.

Mañana, cuando vaya por el Barranquillo camino de la playa, cogeré cigarrones de nuevo. , volveré a hacerlo, aunque sé que Ofelio me matará por apandar sus eras de alfalfa y sus canteros de millo. *

 

FIN

 

Enrique García Valencia, La Aldea, 2007

 

* Ofelio nunca llegó a matarme: jamás pisoteé ni apandé sus primorosas eras del forraje citado. Tampoco cacé cigarrones, no me hicieron falta los metafóricos insectos para conectar con aquella pareja de alpispitas que, por muchos años (antes del cemento), anidó en algún machinal cercano al Cuevón del Muelle.

10 comentarios

Digna -

Enrique tú sí que estas hecho una alpispa, al acecho y esculcando nuestros recuerdos.
Digna

Enrique Jilorios Indómitos -

Las alfombra blanquinegra de la calle Malfu era un presagio de la tierra quemada
de Gran Canaria y Tenerife; los colores de la Virgen del Carmen no le iban a la zaga.
La contemplación de la alpispa hacía que demorara mi vuelta a casa, eran los retortijones de hambre los que me avisaban de la hora.
Benjamín, un abrazo y un palíndromo:
¡AY, ADÁN NADA YA!

Benja G.G. -

...y me encaminé, barranco arriba, ¡directo a la ropavieja!
...la gazuza mía nos hace ir a escotero a los dos.
...a lo que me obligan mis indómitos y locuaces jilorios es a aligerar el paso.
Ja,ja,ja,ja,ja,... muy tuyo. El domingo por la tarde toca alfombras. Saludos.

Enrique Quince de Julio -

Mi abuela paterna era de Juncalillo y mis vivencias galdenses abarcan desde la Montaña hasta las fincas del otro lado del barranco. Cuevas fresquitas en Princesa Masequera y alpispas con mirlos en la mareta de las plataneras y en sus alrededores. Las aves, unas posadas en los limos del estanque y las otras con sus negros singuíos sorteando los matos de la plantación son un referente (entre muchos más) de mis cortas vacaciones en Gáldar.
Memorias tantas, Pepe Cinco Agosto-Saavedra.

José Saavedra Molina -

Enhorabuena, Enrique, por esta historia tan bonita que evoca muy buenos recuerdos a los que vivieron momentos similares.
Yo, lamentablemente no tuve esa suerte de tener esas vivencias, lógicamente, al no ser, como tú, aldeano. Aunque sí tengo otras que, aunque diferentes, también me hacen evocar niñez y juventud.

Mary Luz -

Ausentes rocas
envueltas en hormigón,
silencio frio.
Pasado lamentado,
gris sobre el agua,
alpispa y cangrejo perdidos.
Haikus y sueños recuperados

Enrique el de Demetria Valencia -

Ser como hoy, pensar como ayer, ojear furtivamente el devenir.
No es difícil conjugar nuestro presente, pasado y cuasi futuro: Arteara, gracias y memorias tantas.

Enrique García Valencia -

A modo de haikus
Charcas del Cuevón:
saladas risas de la espuma del mar,
desguazados pecios bajo oleadas de feo cemento.


Haikus
Algunos lloros
que tu Muelle silva son...
alpispas vivas.

Arteara(para TI) -

Qué de recuerdos...ainsss.
Mar de recuerdos imborrables que me hacen estremecer.
Entre el hoy y el ayer la distancia se funde en
infinitas vivencias.
Que me unen y me separan.
Que me hieren y me sanan.
Que me atan y me liberan.
El ayer me mece en recuerdos cálidos.
Ser como hoy y pensar como ayer.
¡Qué difícil conjunción!
Felicidades Enrique.

Mary Luz (para Arteara: la de Wilson) -

Afloraron a mi mente recuerdos muchos de un pasado muy cercano: mis niños de preescolar.
¡Cuantas veces no habré cantado la canción de la “alpispita”!
Llega a mis oídos el murmullo infantil de tantos años. Como tu dirías, un tonto nudo en la garganta y unas horas llenas de recuerdos. Ya paso.
La describes, a ella, a la alpispa, igual que las estrofas de la canción .Juradito que la alpispa a la cual cantamos es igualita a la que te inspiró ese lindo cuentillo.
Otro día más te agradezco estos momentos tan alegres y evocadores que nos regalas.
Gracias Enrique.
Marcial :” no te hagas de rogar”.