Chonis en el bar de Yoyo
Terminaba la década de los cincuenta, o principios de los sesenta, La Aldea era un pueblo tranquilo, donde todos los aldeanos pasaban los días sin grandes novedades y sin que nadie alterara su vida cotidina.
Era una tarde fresquita de mayo cuando un hecho relevante fue a darle un sabor extraordinario al pueblo, mejor dicho, al centro del pueblo, a la Plaza y a la Placeta.
Corrió de boca en boca que algunos chonis habían llegado al bar de Yoyo.
Yoyo era una persona muy querida, por su afabilidad y bonhomía. Él había habilitado una habitación, que daba a la calle, como bar que regentaba su hijo Pepito.
Todos los niños y muchachos de la zona nos acercamos al bar prestos a observar a los primeros turistas que llegaban al pueblo.
Había un ambiente festivo, tomaban alegremente sus cervezas y comían los enyesques que le preparaban con esmero.
Como la gente se arremolinaba en la entrada y a fuerza de empujones iban pasando hacia el interior, Yoyo los iba invitando a salir a casi todos. Conmigo hacía una excepción, no en vano era su pariente. Por lo tanto, me gocé en primera fila la fiesta que tenía lugar en el bar.
Yo me quedaba absorto escuchándolos hablar en un idioma extraño, pero para mí parecía música celestial, observando los lindos ojos verdes de aquellas preciosas mujeres, sus grandes pechos que pugnaban por escaparse de los sostenes. ¡Hermosas damas de pelo rubio y de piel tostada por el sol!-pensaba yo, mientras mi corazón latía a toda prisa.
Las acompañaban unos hombres que no nos llamaban mucho la atención, sólo que bebían una cerveza tras otra, hablaban estentóreamente y reían a carcajadas.
Por fuera se hacían cábalas, mirando con ojos como platos a las ninfas :
-Son suecas, ¿no ves lo rubias que son? -comentaba uno.
-No, son alemanas, ¿no te das cuenta que tienen unos pechos enormes?- interpelaba otro.
-Yo creo que son inglesas, pues hablan en ese idioma- exclamaba uno que entendía algo de esa lengua.
Mientras tanto, yo no me perdía detalle de todo lo que sucedía. Por sus gestos, por los movimientos de las manos, por sus carcajadas iba interpretando todo lo que acontecía en el bar.
Cuando se pusieron a cantar canciones en su idioma, ya fue el entusiasmo general. Se tarareaban sus melodías, se daban palmas y se aplaudía al terminar.
Así continuó la fiesta en el bar de Yoyo. Los espectadores no nos íbamos, todo nos parecía extraordinario. Queríamos que siguiera el espectáculo horas y horas, no nos importaba que se quedaran días o meses.
Lamentablemente, llegó el momento de marcharse. Se levantaron y se despidieron animadamente de todos.
Nosotros fuimos bajando de la nube, hasta darnos cuenta que ya teníamos que volver a la realidad del monótono transcurrir de los días, asistiendo a clase, dándole patadas a la pelota y jugando con los carros hechos a mano con cañas, ruedas de lata y algunas tablas de deshecho.
La primera visita de esos chonis marcó mi vida en el sentido de dar importancia a los idiomas para poder relacionarme con gente de todos los países.
En el colegio estudiábamos francés, impartido por don Juan Sosa. El inglés llegaría poco tiempo después de la mano de don Rafael Marrero. Allí tomé mis primeras lecciones del idioma de Shakespeare, lecciones que nunca abandonaré mientras viva, pues los idiomas no se dejan nunca de aprender, ni de practicar.
2 comentarios
yaiza152000 -
¡Qué buenos recuerdos aquellos!
Henry Heron Valence -
Años más tarde esa parecida escena vista en algún documental sobre nuestros vecinos del continente africano nos ponía una sonrisa de superioridad en nuestras caras cuando, a fin de cuentas, era la misma situación protagonizada por nosotros en La Aldea de entonces.
En los años sesenta y pocos, ya viviendo en Las Palmas, todavía veía que algunos chiquillos asediaban a los turistas con el famoso y deformado "guan peni tropiyú" que en el argot cambullonero venía a significar "un penique o te trompeteo", según el inefable Jesús Arencibia, vendría del champurriado isletero del Muelle Grande "one penny or trompy you".
Memorias y un abrazo.