LA ANTIBUROCRACIA ANÓNIMA
www.maspalomasahora.com/2009/03/25/la-proteccion-de-nuestros-pinos/
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Menos promocionados que los de sol, los eclipses de luna pasan a veces desapercibidos.
Anoche me preguntaron qué le pasaba a la luna, que parecía menguante en vez de llena. Corrí a la azotea con los trastos y me topé con una luna a la que le habían dado un mordisco.
Aquí una imagen, que estaría más lucida si, por ejemplo, hubiera pasado alguna nube decorativa. En fin, el eclipse pelao.
Muy sugerente imagen del día en infonortedigital.com. En ella vemos el tractor que comienza a remover y dragar los fondajes acumulados en el charco durante todo un año. Se termina una vez más el letargo de las aguas medio dulces medio saladas que recibirán la alegría del rito, la euforia que cierra cada ciclo anual de esta tierra olvidada.
Como desde hace 28 años, Quico Suárez se encarga de revolver con maestría las piedras y el fango sobrantes (le salieron los dientes en el tractor). Le agradecemos su dedicación, las fatigas que pasa y su imprescindible quehacer, para que nuestra fiesta no decaiga nunca. Aquí quiero dedicarle mi alabanza, porque en estos años también se ha preocupado por limpiar La Caletilla, por no faltar a la cita con la Romería del Pino, por colaborar en todo lo que le pidieron e, incluso, en lo que no le pidieron ni le agradecieron . Ojalá en La Aldea tuviéramos mil como él. Otro gallo nos cantaría.
Asombroso. Hoy La Alameda, la plaza vieja, ha anochecido de esta guisa.
Cien años de un escenario histórico del devenir de la gente de La Aldea, bajo aluminio, remaches y plástico. Sin consultar, sin avisar, sin tener en cuenta el valor histórico del sitio...
¿Habrá que cambiarle el nombre a este pueblo, otra vez?
Propongo "La Aldea de Todo Vale" o "San Nicolás de la Sorriba".
En palabras de Borges:
No nos une el amor, sino el espanto,
será por eso que la quiero tanto...
Oigo en Radio Nacional que hoy se cumplen 100 años de la creación-invención-descubrimiento de la fotografía en color. Se me antoja hoy poner una de las imágenes que dejo colarse en mi cámara y que luego en mi ordenador maltrato con mis caprichos cromáticos.
Pero, pienso yo... ¿Estaban los colores ahí, hace cien años? Todas las pruebas indican que en aquellas épocas se vivía "en blanco y negro"; como mucho, "en sepia".
¿Será por eso que los sueños que soñamos que recordamos no tienen ni cian ni magenta ni amarillo?
Definitivamente creo que la psicodelia (¿si dice cosí?) revolucionó más y pintó más.
Siempre nos quedará la fotografía digital .
Una imagen de unas flores de muy grato recuerdo. Son las flores de esa triste planta que crece en las orillas y fondos de nuestros barrancos, en medio de tierras y piedras removidas por los torrentes, de las neveras y colchones con que la gente decora esos lechos inhóspitos.
La llaman gandul. Será porque no sirve para nada, ni para leña, porque no tiene un olor agradable o porque no es precisamente hermosa.
Pero a mí me recuerda las correrías durante el verano, las riñas de cuadrillas de chiquillos, con piedras, arcos y flechas de caña, fogatas en medio de los pedregales, territorios que defendíamos de la niñez de los otros.
A veces parábamos un momento nuestra infancia, nuestro instinto de manada de depredadores de sueños, y chupábamos las flores amarillas del gandul, para saborear la gota minúscula y asombrosamente dulce de néctar que guardaban allá abajo, al fondo de su alargada corola. Pensábamos que era nuestro secreto y confiábamos en que, mientras los mayores imaginaran que el gandul no servía para nada, tendríamos garantizada la dulzura ignorada.
También creíamos que sólo nosotros habíamos sido niños y que nunca podríamos dejar de serlo.
¿Hay razones más serias para amar a una flor?
De los pocos que quedan en pie y funcionando. Ya sólo van quedando en el recuerdo, como emblema de nuestro chovinismo aldeano, cantados en alguna canción nostálgica. En otros tiempos eran cientos en nuestros valles.
Después de unas vacaciones por Asturias y el País Vasco, entre todas las imágenes para recordar, me quedo con esta nocturna del puente María Cristina sobre el río Urumea, en Donostia.
Que sea símbolo de comunicación y de luz para todas las gentes de Euskadi, que merecen la paz.
Contraste en una mañana a fines de mayo. El gris azulado de la mañana va poco a poco filtrándose con el ocre de la calima. Es el preludio del verano que se aproxima, entre racha y racha de brisa.
Ahí llega el dios sol, ardiendo como una palmera en explosión. Ahí está absorbiendo los colores, al trueque de la luz y el calor.
La geometría de los artificios y artefactos no desmerece el cariño de la ofrenda artesana de flores en la cruz. Sería una imagen con texturas y trazos armoniosos, aun sin la cruz. Pero con ella se nos confronta el hoy rectilíneo y electrificado con el ayer fragante del mayo florido. La cruz floreada humaniza las líneas. Paseando por las calles, mirando los portales y zaguanes, uno se agarra de una soga que no lo deja soltarse de su tiempo todo.
Como un ramo de flores
llegó la primavera...
La perspectiva lleva la mirada al fondo, a la casa donde nací. La plaza está velada con la luz amarillenta de las farolas y reproduce una soledad y un silencio tristes. Es de noche en La Alameda y es de noche para La Alameda. No se oyen risas de niños, ni se ven jóvenes alegres estrenando ropas. Ya no se siente el golpeteo de las pelotitas de los futbolines. Por no haber, ya no hay ni gentes con prisa, que no apuran el paso entre las miradas de las parejas y pandillas que ya no conversan ni pasean en la plaza. Verbenas, escondite, helados, banderines, caricias, miradas, discusiones, cervezas, citas, sopladeras, turrones, barajas... Nada.
Los viejos se fueron, los niños crecieron y emigraron. Nadie nace aquí, nadie será de aquí.
Qué bonitas plantas, con sus espiguitas cimbreantes. Qué sensación de placidez produce el viento cuando las acaricia en ondas. Es una imagen preciosa que puede deleitarnos en muchas partes de nuestra isla.
Pero su belleza nos puede resultar fatal. Son los famosos cerrillos (a los que otros, equivocadamente, llaman "rabogato"). Estas hierbas gráciles, con sus espigas, sus tallitos delicados y sus granitos, están invadiendo -si no se remedia- los barrancos del norte y del oeste de nuestra Gran Canaria. Al parecer llegaron como forraje para bestias o en forma de semillas mezcladas con las de otras plantas destinadas a la explotación agrícola. Al parecer, digo, pero a fecha de hoy se están diseminando a una velocidad alarmante y están invadiendo el espacio natural de nuestras plantas endémicas: tabaibas, veroles, cardones, algodoneras, moralillos, salvias... A este paso esas especies y muchas otras desaparecerán de nuestro territorio, porque donde se reproduce el cerrillo desaparece lo demás. Será difícil erradicarlo: por la lentitud de los remedios y la rapidez de la enfermedad. Voy a ir sacando fotos de lo que sobrevive por ahora a los cerrillos. Por si acaso.
La naturaleza no deja de sorprendernos y con frecuencia nos regala paisajes que nos emocionan y que se asemejan a verdaderas obras de arte. Es el caso de esta imagen captada este fin de semana en El Agujero, toda una sinfonía de colores mezclada con maestría.
Imagen y comentario cedidos por cortesía de infonortedigital
Una instantánea del eclipse de sol que se nos perdió porque no era visible desde nuestras islas. Lo pudieron ver así desde Suiza.
Menos mal que ya los eclipses no son signos de mal augurio, menos mal que ya disfrutamos de su belleza o los observamos por el interés científico que puedan tener. Porque con lo que está cayendo, con la de cosas que por nuestro futuro no pueden frustrarse, mejor que fuera signo de buen augurio.
Entonces es un signo del cambio de modos de pensar. Bienvenido sea.
Una flor que arranqué sin querer, cuando cogía unos quemones para mis pajaritos. Es pequeñita pero de un amarillo inmenso, expansivo. Pertenece a una hierba minúscula y que por feúcha pasa desapercibida entre la maraña de verdor dejado por las lluvias de este invierno. La planta se me parece a una cerraja o una borraja, pero es incluso más pobre que cualquiera de las dos. La separé del manojito y pensé que sólo podía expiar la culpa de haberla arrancado si la fotografiaba, pero eso me hizo sentirme como un mero taxidermista, casi un cazamariposas, que mata la belleza del vuelo para aprisionarlo, aunque nunca lo consiga, entre tristes cristales o metacrilatos.
Me queda el consuelo de que parece un molino amarillo que va moliendo mis desvaríos.
Tengo un duraznero florido, detrás del cual se presenta un fondo violáceo de las montañas de los Peñones, el Risco Agujereado y el Caidero de Las Huesas. Es una deliciosa estampa de colores que, a lo largo del día, se va tornando en miles de matices que los diferentes ángulos de la luz solar generan sobre los paisajes de este mes marzo. Es la exquisita vista desde la ventana de mi cocina, que verán en estas dos fotografías, orientada al naciente donde cada mañana veo el amanecer y que en cada estación el duraznero luce vestimentas diferentes; incluso cuando se desnuda en enero, con sus paliques verticales tiene su encanto. Lo tiene también en el frescor del plenilunio de enero, cuando asoma la luna más grande del año sobre los picachos oscuros; más aún en septiembre cuando, por magia, parece que el disco brillante se asoma durante unos segundos por el Roque Agujereado, como si la luna mirara por el agujero de la llave que abre la puerta al valle.