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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

DE UNA MADRE CORAJE

DE  UNA  MADRE  CORAJE

 

Hoy, para conmemorar el Día Internacional del Libro, he querido traer aquí, al programa radiofónico La Burbuja, el trabajo de una lectora y escritora entusiasta, ejemplar y valiente.

Es una señora, con una edad más cercana a los ochenta que a los setenta, bastante activa y decidida en sus proyectos vitales.

Lo poco que aprendió de sus maestros ―ella dice que entraba en la escuela, pero que la escuela muy poco entró en ella―, esos mínimos que pudo estudiar, como digo, los está aumentando hoy en día porque su inquietud por saber más la impulsa a seguir perfeccionándose en un aula de aprendizaje para adultos.

Su nombre, Tinda, y sus cuatro apellidos: Rodríguez, Ojeda, Grande y Benina. El pequeño relato de anécdotas que hoy con su permiso les presento se construye como un fugaz reportaje, el cual, ella, haciendo uso del famoso refrán “Con ayuda de un vecino mató mi padre un cochino”, ha querido pulir un poco para poder así agradar más y mejor a toda la audiencia de esta emisora escolar: Radio La Ladera.

Dicha narración se titula y se desarrolla como sigue:

 

 

 DE  UNA  MADRE  CORAJE

 

Voy a contar un trocito de la historia o biografía de una paisana nuestra que, por el rumbo de su aperrada vida, se quedó huérfana cuando aún era muy niña.

La infeliz, como pudo y supo, sobrevivió con los cuidados de sus familiares en aquellos tiempos de carencias y penurias e, inexorablemente, con el tiempo se casó, porque ese era el destino y la lógica salida de supervivencia de la inmensa mayoría de las mujeres de nuestra tierra.

 

Tuvo diez hijos en sucesivos partos, de los que cinco murieron siendo bebés porque la leche que su agotado pecho les daba era ruin y ella no lo sabía ni lo dedujo hasta mucho más tarde de sus fallecimientos.

Asesorada por unas y por otras comenzó a darle a sus hijos la leche de una cabra mansa que tenía, la cual cuando los oía llorar se soltaba de la estaca e iba para que se le pegaran a sus tetas y pudieran mamar de ella.

 

 

 

 

Como a perro flaco todo son pulgas, el hijo mayor había nacido con el raquitismo y tenía el matrimonio que solucionarlo con los pocos medios que en aquel entonces había; uno de ellos, quizá el más socorrido, era darle de comer a los que padecían ese atraso corporal, alimentos ricos en calcio, fósforo y vitaminas, como la tan socorrida leche de burra, que ambos cónyuges buscaban afanosamente.

 

Un día pasó cerca de su casa un señor con una burra parida y su borriquillo y ella le pidió a ese hombre una taza de leche para su niño. El amo del animal le contestó que lo sentía mucho, pero que le hacía falta para alimentar a la cría y siguió su camino sin apiadarse de la angustiada mujer, la cual entró para su casa resignada y amarga porque no conseguía lo que tanto le hacía falta.

Ella no pidió maldiciones para el tan poco caritativo dueño de la burra, pero en otra cercana ocasión volvió a pasar sin la cría y preguntando se enteró de que se le había muerto; nunca supo si fue castigo de Dios o una casualidad esa muerte del burrito.

 

Al final, el niño, entre unas cosas y otras, se fue entonando y cogiendo fuerzas en sus huesitos; llegó a ir con él en barca hasta Mogán pues allí vivía un médico muy bueno que curaba esas enfermedades.

Con el tiempo, ese hijo mayor era el más que le ayudaba en los cachillos que tenía plantados en Las Marciegas donde, trabajando mucho, podía arrancarle a la tierra y al diablo viento algo de sustento para llevar a su humilde hogar.

 

Casi que la única satisfacción que tenía y que le ayudaba a soportar su precaria existencia era conseguir, refañando por cualquier lado, alimentos para su pobre familia; eso, y poder ver a sus hijos riendo y jugando con la fantástica e inconsciente alegría infantil con la que Dios nos adorna en los años primeros, y que luego la realidad y la vida se encargan de ir haciendo desaparecer poco a poco.

 

Otra de sus costumbres era la fe religiosa que nunca abandonó y a la que se aferraba como a un clavo ardiendo.

También le pasó un caso muy curioso y que ella contaba maravillada. Cierta vez se levantó muy tempranito para ir a misa de madrugada (quizá a las tres) y, después de atusarse un pisquillo, le pidió a su marido que se quedara al cuidado de una niña pequeña que tenían mientra ella cumplía con sus deberes religiosos; pero el marido comenzó a protestar y a negarse porque alegaba no saber qué hacer si la niñita se ponía a llorar.

 

Mientras discutían un poco, notaron que la habitación y la pequeña casa entera se iba iluminando con una luz extraña y no sabían explicarse su origen. El esposo, viendo en ello un mensaje sobrenatural, le pidió que se habilitara rápido y fuera a misa como tanto quería.

A partir de entonces él siempre echaba una mano con los hijos para que ella pudiera ir a la misa de las cinco, ya que tenía que ir desde las cuatro para ser de las primeras y poder así encargar las misas y los responsos para los difuntos.

 

Siempre recuerdo a esta mujer, que ya no está entre nosotros, afanada día y noche en su casa de La Ladera (hecha de piedra seca y torta de barro), vestida siempre de luto, nunca destocada, con su pañuelo negro, su delantal y medias gruesas. Todo del mismo color: el color de sus penas.

 

En las palabra finales de este relato quiero poner un ruego u oración, y es que le pido a Dios, Señor de la inagotable bondad y de la infinita misericordia, la tenga por los siglos de los siglos en su santa gloria rodeada de todos los suyos, amén.

 

 

 

 

 

 

 

                 Tinda  Rodríguez  Ojeda,  La Aldea de San Nicolás, abril de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

Posdata: El vecino que, según el famoso refrán conocido, ayudó a “matar el cochino y a fabricar las morcillas” de este escrito, también tiene nombre y  cuatro apellidos: Enrique  García  Valencia  Sindicato  y  Briginia.

De Tinda, el jango y la ilusión.  Mía, semejante ilusión, y un jango parecido como relator.

Abril de 1960

Abril de 1960

A partir del año cuarenta la Semana Santa giraba en torno a la religión y a la Patria. Se había suprimido el Carnaval, solo las Fiestas de Invierno, de forma solapada, abrían un resquicio a las carnestolendas. Iglesia y Estado caminaban de la mano, utilizando la Semana Santa para proyectar los valores del franquismo. La religiosidad se despachaba a base de terror a todo. En la escuela, donde el escalafón en inteligencia era conocido como la “competencia” se guardaba con la obligación de asistir a las ceremonias religiosas so pena de perder el puesto y volver a la cola de la clase. Significaba la obligatoriedad de la confesión de los pecados y la asistencia a las interminables y calurosas misas del Jueves y Viernes Santo. Siempre por estos días el párroco del pueblo tenía el apoyo de algún cura novato y de los habituales “padritos”. Daban servicio de confesionario desde los primeros días de la semana en que los chiquillos oían sobrecogidos el castigo divino por sus pecados. Las amenazantes palabras de los confesores predisponían para el miedo al más allá. Todo lo imaginable era pecado. La tradicional campanilla se sustituía por la matraca, un artilugio de madera que repiqueteaba en el templo con un sonido seco y desagradable. La radio emitía solo música clásica  y la televisión dibujos animados, documentales y películas sobre la pasión de Cristo. Se suspendían los trabajos, las labores de la tierra y hasta planchar el jueves Santo estaba prohibido.

La creencia de la aparición de la cara de Cristo en la ropa tras el paso de la plancha hacía desistir a más de un ama de casa de tan sagrada ofensa.

En esos días, los bares del pueblo permanecían cerrados a medias. El acceso estaba permitido pero con la puerta “emparejada”. Llenos de clientes, con la permisividad de las autoridades locales, eran el refugio de los hombres mientras esperaban por su familia.

En esas fechas, el jueves Santo, la procesión de La Columna, acompañada por las autoridades locales, con la guardia civil de gala escoltando el Santo Sepulcro, era la muerte de Jesús el disparo que marcaba la salida a la pasión que inundaba todo el pueblo. La procesión del Encuentro en la noche del Viernes Santo con la Banda Municipal entonando las marchas Nuestro Padre Jesús y Cristo Yacente daba la vuelta a la iglesia, acompañada por los hombres, esperando por las imágenes sagradas del Cristo y la Dolorosa.

Pero para el “mocerío” la noche era joven, tenían otras intenciones. Como los bares no servían bebidas de alta graduación, ni comida que tuviese carne ―solo las familias más pudientes, con el pago de la bula, podían permitirse su ingesta―, a espaldas de padres, autoridades y profesores, los jóvenes, con los bares y cines cerrados, el sancocho de turno todavía en la garganta y con algunas pesetas en la cartera, buscaban alguna opción para divertirse. Se improvisaban reuniones en alguna casa donde algunos tableros servían de imprevista mesa que acunaba las botellas de Tropical, el ron del Charco, el Royal Crown y la botella de vino mistela para las chicas.

El amor de los aldeanos

El amor de los aldeanos

 

 

Embelesado observo esta perspectiva
del pueblo que un lejano día me vio nacer.

¡Que impresionantes montañas se alejan
de los pétreos monumentos comandados por Los Cedros,
que se encuentran esculpidos a fuego en mi memoria!

¡Qué valle tan hermoso se extiende, siguiendo los cauces
de los barrancos de La Aldea y de Tocodomán,
y que plácidamente desemboca junto al ancestral Charco!

¡Qué claro e inmenso mar que nos acoge amoroso
en sus límpidas aguas cada día en mi memoria
y que nos acuna en sus tibios brazos de nácar!

Se llenó de pena mi corazón al pensar que nuestros antepasados
nunca pudieron disfrutar de este increíble y maravilloso paraje
que llena de gozo y esplendor nuestro más íntimo ser.

Pronto llegó alto la voz de mi padre susurrándome
que desde hace tiempo ellos disfrutaban cada día de esos paisajes
y rezaban para que algún día nosotros tuviéramos esa posibilidad.

Feliz de que cada uno, desde su perspectiva, estemos embebidos de amor
por esta plácida y encantadora tierra que nos acoge, nos seduce
y nos mima a los aldeanos con sus amorosos, tiernos y cálidos abrazos.

© Juan Antonio Quintana Hernández

Una burrada: de Belén para Egipto, y de Egipto para Belén

Una burrada: de Belén para Egipto, y de Egipto para Belén

“¡Dicen que Dios no ahoga, pero... coño, cómo aprieta!” Ése fue el último pensamiento que rumió el protagonista de este relato justo antes de bandiarse al suelo después de verse liberado del peso de María, de la albarda y de los pocos arreos que llevaba encima. Había arribado al establo casi a la pata coja y exhalando el postrer resuello pollino que le quedaba en su agotado cuerpo lleno de magulladuras; de su estado mental, mejor no hablar ni entrar en detalles.

Pero como no le sobrevino el ahogo final y definitivo, el pobre burrillo tuvo la suerte de que se fue reponiendo en el par de semanas que duró montado el concurrido belén.

Durante esa escasa quincena, entre otros acontecimientos, llegaron los Magos de Oriente con sus ofrendas de oro, incienso y mirra, se empadronaron los cónyuges en la sede de la pretoría romana, el Domingo de Epifanía por la tarde fueron al templo con el neonato en brazos, recibieron en la humilde cuadra el agasajo espontáneo de los bondadosos lugareños, y fueron poco a poco pudiendo echar para sus casas a los rejodínganos pastores acampados cerca del cobertizo que, embullados con su cometido de animadores del cotarro, no paraban de cantar unos repetitivos villancicos que no permitían pegar ojo a Jesús ni descansar al zorrocloco de su padre putativo; tampoco podía dormir la santa madre que al Niño parió.

Ella (la Virgen) fue la que, jartita de tanta singuizarra, al ver que José con su eterna pachorra endógena apenas se movía, puso su mejor mala cara y, resuelta como era, le señaló la senda de regreso a toda aquella murga de zagales cantarines que se me jace a mí estaban medio ajumaos por su extremada afición al vino tinto de Tiberiades y al asqueroso caldo frío de cebada en fermentación.

José curó como pudo las bichocas del infeliz animal con grasa derretida que le fue regalada por un tamborilero ropopompón, llamado Raphael, que había bajado andando hasta el valle que la nieve cubrió; el tal sebo lo usaba para lubricar el cuero del diablo artefacto musical que no dejaba de aporrear todo el rato. A ese fue el primero al que la recién parida encaminó con todas las ganas del mundo y sin ningún tipo de remordimiento.

El buey, a regañadientes, y la mula como buena parienta del burro compartieron con el asno la pequeña ración de cebada y rastrojos que les ponía delante el dueño del pesebre. También él, por su cuenta, se las ingenió para refañar de aquí y de allá lo poquísimo que las nevadas y los gandíos camellos de la cabalgata de los Reyes le dejaron comer.

Por lo tanto, como el susodicho burrito del relato estaba algo más repuesto, los atribulados José y María no encontraron demasiados problemas de transporte cuando se les apareció un ángel con el chivatazo de lo que pensaba hacer  Herodes y tuvieron que arrancar la penca para escapar hacia la zona del Sinaí.

El asnillo, por su parte, al estar entonado de fuerzas, sin mucha impedimenta e intuyendo el peligro, cooperó poniendo su más valeroso empeño y se encajó, en un singuío, de oasis en oasis hasta el lejano país de los faraones; porque precisamente allí fue a tener el sacro matrimonio huyendo de las neuras y manías de aquel rey belillo e infanticida.


Este narrador quiere añadir que el pollino, gracias a Dios, se acabó restableciendo en su estancia por tierras egipcias, e incluso engordó en el camino de regreso ramoneando la hierba forrajera de los palmerales, lugares de pastoreo y fuentes de la ruta, así como la jugosa que crecía en un naranjal cuidado por un ciego que no podía ver (claro está), el cual permitió a los extenuados fugitivos descansar en aquella frondosa finca.

Ellos aprovecharon la generosa hospitalidad del labrador y la corta parada en el huerto para recuperar ánimos, hacer planes para la llegada a Judea o Galilea y recolectar las suficientes frutas para matar los jilorios de la apremiante gazuza que parecía acompañarlos siempre como un quinto componente del grupo. Por eso al llenar las alforjas de naranjas—, la Virgen, como era virgen, sólo cogía de tres en tres, y el Niño, como era niño, todas las quería coger.

El sufrido jumento murió de viejo después de que también lo hicieran el cabrón de Herodes y el gilipuertas de su hijo Arquelao. Había ganado peso y panza, pero los filinguillos de patas seguían siendo las mismas cuatro escuálidas canillas que casi no lo podían sostener adecuadamente.

Un día, cercano ya el frío del otoño, se lo encontraron en el suelo del corral sin querer ponerse en pie ni tampoco comer y con una especie de sopor que lo fue dejando medio dormido. Acabó cerrando definitivamente los ojos entre caricias del ya medio adolescente Jesús, escarrujos nerviosos de San José y húmedos lagrimones de su compañera de albarda y fatigas: la Virgen María.

Y, sin lugar a dudas, el burrillo de esta historia vivirá en el Cielo a la sombra de la Sagrada Familia y a la vera gloriosa de todos los nuestros. Estará ahora mismo trotando feliz por los ubérrimos pastizales del Edén, sin cabrestos ni cinchas, sin la incómoda tajarria ni las presurosas caminatas de entonces, recordando al curado ciego de aquel vergel terrenal al que por sus caritativas naranjas le fue hecho tanto bien y, a buen seguro, gozando de su merecido descanso en la prometida vida eterna, amén.

Enrique el de Demetria,  La Aldea,  Navidad  de  2013

 

  

DE UN POSIBLE BELÉN ALDEANO

DE UN POSIBLE BELÉN ALDEANO

En este Adviento previo a las pascuas cristianas, aunque no lo citen los Evangelios, lindando con el desierto de serrín por donde vendrán los Reyes Magos de oriente, pondré en mi nacimiento un invernadero en plena zafra, con sus figuritas de aparceros locales y trabajadores foráneos, carretillas, rafia, cordeles, plástico, mangueras, goteros, mallas e, incluso, una tonga de cajas para los tomates con letras impresas de COAGRISAN en la forma de su exitoso y pujante anagrama.

 

Este año, si Dios quiere, haré con toscas, picón y rocas de lava unas montañas clavaditas a las nuestras: los Cedros, Chofaracás, el Roque, la Cueva del Mediodía, Hogarzales, y las crestas de Tasarte y Tasartico así como sus degolladas; entre esos riscachos situaré impetuosos caideros corriendo además de arroyos, regatos, torrentes y barranquillos llevando bucólica agua de platina hasta la misma línea de la mar, y en ella, flotando como una sucia nata, la ingente cantidad de basura que durante todo el año en los cauces de los barrancos ha sido impunemente tirada.

 

De las recientes lluvias, musgo verde esmeralda para situar en los riscos, hoyas, ribazos y vaguadas. Con plantitas del entorno, dentro del espejado laberinto de estructuras plastificadas simularé balos, tarajales, algún bando de tuneras, macollas de cañas, frutales, cardones y tabaibas.

 

Por poner, aunque ni Lucas ni Mateo de ella hablan, desde el comienzo de Furel hasta cerca del Puente y La Playa, esbozaré una senda casi recta que se asemeje a la ilusión aldeana por antonomasia: la nueva carretera de este pueblo por los césares de Roma postergada; la nueva vía sin curvas pero también sin presupuestos en los deseos y afanes de aquellos a los que nuestra realidad les queda muy, pero que muy lejana.

 

Y pondré una Virgen de parto en la noche de un veinticuatro con viento borrascoso, lluvia, truenos, relámpagos, aparato eléctrico, alerta roja y todos los caminos cerrados; piedras en el Andén Verde a pesar de la cornisa metálica, las presas rebosando y, hacia Mogán, incomunicados a la altura de Veneguera por mor de las escorrentías que desde los macizos de Ojeda y Linagua bajan en barranqueras desaforadas.

 

Pondré ángeles anunciadores mandados por los tribunos de Madrid y cónsules regionales con el mensaje o buena nueva de que en Bruselas, sin tener en cuenta los gustos de Rabat y sus trabas, un reciente, ventajoso y definitivo pacto económico se ha logrado firmar con Marruecos, el cual recoge aspectos sobre pesca, exportaciones, prospecciones petrolíferas y aranceles agrarios; dicho acuerdo, dicen sus proclamas, salvará de la crisis a toda España y puede que a la mayoría de zonas ultra periféricas de la Comunidad Europea, como son las comarcas y territorios de las Islas Afortunadas.

 

Pondré en el portalito de La Aldea, un San José, con expresión más que preocupada, rezando para que todo salga bien, se cumpla la tradición de Navidad con el alumbramiento del Niño Jesús sin complicaciones, y no haya que esperar al veinticinco a media mañana a que los pobres de Protección Civil y las cuadrillas de limpieza viaria despejen las carreteras o que el helicóptero se atreva a tomar tierra para poder llevar a María al Hospital Materno Infantil de la capital grancanaria.

 

Este año, además de la Sagrada Familia, y como está haciendo todo el mundo belenístico —lo diga o no lo diga el Papa—, voy a poner yo también en mi pesebre: una jaira, un buey, una mula, un gallo, moscas mil, ovejas varias y, por supuesto, no me olvidaré de la pobre e indesmayable burrita que en el viaje de venida a nuestro valle transportó al santo matrimonio a través de toda la Galilea y la Judea romana; no vaya a ser que, obligada por los herodes de turno y los mérkeles de Alemania, la santa y sufrida pareja mencionada se vea en la urgente necesidad de tener que usar sus servicios de nuevo para así poder emigrar al lejano Egipto a toda prisa... y por patas.

 

Este año, este año sobre todo, pondré en mi posible belén aldeano dosis inmensas de coraje del bueno e infinitas posibilidades de bonanza. Coraje del bueno para poder afrontar con éxito los diversos avatares actuales y los que, por azar, se nos vayan presentando de forma inesperada, e inacabables posibilidades de bonanza porque ellas son en definitiva el mejor de los bálsamos contra el inclemente desánimo, los cimientos y la base donde se sustentan nuestras más lícitas, necesarias e íntimas esperanzas.

 

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, diciembre de 2012

CAMINO DE GUGUY

CAMINO DE GUGUY

La realidad de la vida es demasiado prosaica, por eso nunca  nos podemos resistir a la innata tentación de adornarla convenientemente con nuestra poética y reparadora imaginación.

 

                                CAMINO   DE   GUGUY

 

ENRIQUE-TINDA

Olores de altabaca fresca, hinojeras, melosillas agitadas o trilladas por los cascos del burro, y aromas de incienso gallina mezclados con las mil yerbas de la vereda que un vientillo mañanero y revoltoso esparcía alrededor de Tinda, no hacían sino adobar a través de su nariz el pavor producido por la muy privilegiada posición  que ostentaba escarranchada sobre la bestia que la elevaba del suelo y la conducía hacia la degollada oscilando de un lado a otro de la senda con un bamboleo impreciso e incómodo para sus posaderas y estabilidad.

El aire, además de perfumes, transmitía así mismo un tufillo posterior a cagajones frescos y, hacia adelante, urgencias por llegar antes de que el Rubio asomara por la Cumbre, para así comenzar bien con el vasto programa de trabajos por hacer que la tía María iba desgranando en un pobre intento por distraer la inseguridad de la muchacha mientras le hablaba al borrico, el cual, con sus pasos apresurados y nerviosos, ponía la urgencia necesaria para remontar los zigzagueantes repechos que comenzaban en Cormeja y que, para  desaliento de la joven amazona, no acababan de coronar todavía a pesar de los tirones de jáquima y las palabras apremiantes de los otros dos componentes del cuarteto viajero: sus abuelos Francisco y Benigna.

Todos recordaban  por enésima vez la anécdota de una jornada anterior —los tres que iban andando se reían—  cuando el diablo de asno que tenían, en un traslado desde el Molino de Agua y transitando por el mismo sendero, a la altura del Tarajalillo se embaló a correr desbocado y sin tino, obligando a Tinda a aferrarse con todas sus fuerzas a la albarda mientras que miraba desesperada un lugar libre de piedras donde dejarse caer, cosa que al final consiguió no sin llevarse en el intento más de tres raspones o cuatro, y alguna que otra matadura de postre.

El jumento,  en su desgobierno, desapareció del mapa y tuvieron que retroceder a buscarlo camino abajo hacia el barranquillo de las Panchas y hasta la tienda de Nélida, lugar donde lo solían llevar a hacer la compra de avituallamiento estacional; no supieron si su arrebato fue por eludir el proceloso y rampante trayecto, por haber olido los efluvios sexuales de alguna compañera en celo o... porque su ruindad se manifestaba así de forma intermitente y ya le tocaba hacer una de las suyas tan habituales como imprevistas.

Esa barrabasada, y otras similares, le hizo a la pobre protagonista de esta historia, como la vez que, al pasar cerca de él cuando estaba comiendo, le dijo  gritando: “¡Come, jambriento!” y, como si la entendiera y se hubiese molestado, la emprendió con ella a empujones, resoplidos y patadas hasta que la tiró al suelo mordiéndola en una nalga.

La chabascada le produjo a la joven una fea herida que su madre tenía que curar con una jeringa de agua oxigenada que introducía en orificios con entrada y salida que le había dejado la irregular dentellada del bruto aquel.

Con las risas del trío y la sonrisa de circunstancias de la menor culminaron la degollada y, entre suspiros de alivio, resoplidos del animal, el friíllo cortante de la altura y caras de satisfacción, enfilaron el pequeño tramo horizontal que precede a la bajada, la cual los conduciría a su destino final de aquel día: Guguy.

 

T I N D A

Cuando fui más grande, todos los años llevábamos las vacas y los cochinos y nos pasábamos los veranos yendo y viniendo; allá estábamos bien con mi abuela, poníamos a pasar tunos e higos , y recuerdo que hacíamos potajes de berros que salían muy buenos.

También venían los pescadores con cestas de pescado y los de Guguy les pagaban  llenándolas con frutas y verduras del lugar.

Mis abuelos jareaban el pescado y lo ponían a secar, después lo asábamos y amasábamos  gofio con higos maduritos, ¡qué rico era!

Algunas veces íbamos con las muchachas a bailar al Llano de la Mar, donde vivía la familia de Antoñito Marrero, los bailes eran de cuerdas y la costumbre era tocar el caracol para avisarnos los unos a los otros cuando hubiera algo fuera de lo normal (cuando aparecía alguien por el camino, al llegar el barquillo, si había un accidente...), disfrutábamos mucho y cuando nos parecía que habíamos bailado bastante nos veníamos para las casas.

Había en la zona un señor que le apodaban Pelillo (mis palabras no lo ofendan)y, cuando acertábamos a ver que asomaba de lejos, nos avisábamos usando el caracol y diciendo pelú en voz alta y, cuando llegaba cerca nos estábamos calladas y él no sabía ni nadie decía quién fue.

También lavábamos en los charcos porque siempre había agua corriendo, nos bañábamos en el tanque y nos aseábamos.

Las camas se hacían de caña y luego una colchoneta de paja encima; para comer tendíamos una estera de palma en el suelo y por las noches, después de cenar, nos poníamos mis abuelos y todas nosotras a hacer cuentos, a decir chascarrillos y a reírnos con las adivinanzas, acabábamos rezando y yéndonos a dormir.

Recuerdo que, a veces, teníamos ganas de comer algo fresco a media noche y nos levantábamos a comer tunos fresquitos, pues siempre teníamos una cesta bien dispuesta de los más dulcitos.

Un año me dieron las fiebres palúdicas y me daban leche de vaca con azufre y se me acabaron quitando.

Antes vivían muchas familias en Guguy, estaba la familia de Cristóbal Quintana en la Media Luna, mi tío Juan y los suyos en las Barrerillas, Santiago el Pintao y mis abuelos vivían en las casas de la Huerta, también estaba Juanita Segura y familia y nos quedábamos en la misma casa, que era de piedra y barro, con un patio y una pequeña cocina; los retretes eran las tuneras o los barranquillos.  Jugábamos debajo del moral y nos hinchábamos a comer moras, también teníamos un perro que era muy inteligente, se llamaba Ítele e iba y venía con nosotros en cada viaje, lloré mucho cuando se nos murió.

Cogíamos manojos de cañas y las acarreábamos hasta la playa para que los barquillos las trajeran para La Aldea porque allí costaban caras y no se conseguían o no había dinero para comprarlas.

Se hacían cuentos del Cuervo Zamora y yo tenía mucho miedo porque hablaban de que si se oía su cantar se podía morir una persona o le podía pasar algo; si alguien moría lo tenían que traer con palos, en unas angarillas por todo el trayecto; yo rezaba para que a mis abuelitos, que eran mayores, no les pasara eso de morirse y llevarlos de esa manera; gracias a Dios murieron ya mayores en su casita del Molino de Agua. Tenía en mi cabeza siempre la vez que murió un señor y lo vistieron hasta con los zapatos nuevos, ese trabajo lo hizo la madre de Amadeo, al final, antes de echarlo en la caja y llevarlo al cementerio le quitaron los zapatos nuevos porque servirían para otra persona.

En la zona donde dicen Las Lajas  vivía una familia compuesta por José, Elena y sus cuatro hijos, más abajo en Zamora estaba una familia de Agaete que le decían los Trujillo, y otro rancho que era el de Jacintita, la madre de Encarna, que les apodaban las Seguirillas; en el Llano de la Mar ya dije que estaban  Marrero y los suyos. En Guguy Chico estaba José Valencia Ojeda y alguno de sus hijos, Sildana, Beba, Serapio o algún otro.

Mis abuelos tenían dos cadenas y plantaban millo, batatas, judías, algún tomatero, chícharos, verduras..., y teníamos los manantiales para coger ñames y berros, también aprovechábamos todo lo de los animales y hacíamos queso y tabefe guisando  el suero sobrante con algunos tumbitos sueltos.

Se pasaban muchos trabajos y peligros para poder sacarle algo a las tierras y al medio ganaíllo que teníamos en los corrales o comiendo libres por los alrededores. Había mucha fruta: peras, manzanas, farrogas, higos de cuatro clases, moras, duraznos, almendras...

Un día íbamos para Guguy Luisa la del Convento y una servidora y, al pasar por un atajo, yo resbalé y estuve a punto de caerme por una fuga,  gracias a que Luisa me agarró por lo que llevaba a la cabeza porque si no... me hubiera desriscado y no estaría contándolo para ustedes.

 

TINDA-ENRIQUE

Estábamos al final del verano, a las puertas del otoño y de la nueva zafra que, junto con las fiestas de San Nicolás, marcan nuestros tiempos; el jolgorio del Charco había terminado y todo volvía a sus cauces normales, sólo el calor persistía agarrado al rabo de  la pasada canícula haciendo que las noches fueran sofocantes y de interminables vuelta en la cama.

Aquel día desperté sobresaltada y con el corazón en un puño latiendo mucho más deprisa que lo normal: había tenido una pesadilla de las que te dejan una vívida marca, un claro recuerdo de lo sucedido.

Soñé que permanecíamos en Guguy, y yo, por alguna razón inexplicable, deambulaba alrededor de los cuartos en una noche cerrada con algo de luna, quería entrar pero no podía empujar la puerta y no quería gritar ni alarmar a los demás. Surgían ruidos nocturnos por todas partes y las sombras, más que amenazantes, parecían querer secuestrarme...

Casi al final, antes de quedarme sentada en la cama, oí y sentí la presencia del Cuervo Zamora acercándose con sus lúgubres graznidos, aleteando muy cerca del lugar donde yo permanecía anclada al suelo y a mi sueño; “Alguien va a morir”, pensé dentro de la turbadora pesadilla y, entonces, abrí los ojos de par en par sin rastro alguno de pereza en ellos, consciente e inusualmente alerta para lo dormilona que yo era.

Al momento, casi inmediatamente, con la poca claridad lunar que entraba por el postigo alumbrando mi sobresalto, me vi en la tan familiar casa del Molino de Agua; allí estaba yo sudorosa y con la boca seca, el pecho lo tenía tan agitado como temblón tenía todo el cuerpo.

En zagalejo como estaba y sin hacer ruido para no despertar a mis abuelos, me levanté a beber agua de la pila que presidía el tallero del patio, desde allí, jarro en mano, contemplé extasiada que nada se movía en aquel decorado siempre en acción de una manera u otra, noté que no estaban  tampoco los ruidos habituales del entorno, ni siquiera en los alrededores de Montaña de la Cueva del Mediodía ni en el barranco que nos separa de Los Cercadillos y Castañeta.

Sólo una calma inquietante se extendía montada en el friíllo de una madrugada soñolienta que comenzaba a desperezarse lentamente de su letargo nocturno.

Ese mismo día por la mañana descubrimos a nuestro envejecido animal muerto en el alpende de piedra seca que teníamos al canto abajo del llano.

El momento de desconcierto surgido en mí, al verlo allí tirado de una manera inusual, se mezcló con lo inverosímil de mi pesadilla,  con  la realidad del burro ya tieso y con  el episodio del señor que murió en  Guguy  y fue amortajado con los únicos zapatos nuevos que el infeliz tenía.

 

El protagonista de tantos sustos míos —ya no le hacíamos trabajar porque era mayor y nos daba pena—, había estirado la pata con el hocico apoyado casi a ras de tierra,  sobre el viejo pasto de su cama y entreabierto en una especie de mueca, a modo de media  sonrisa, tal como  si hubiera estado soñando con los viajes estivales a Guguy o, quizá —a buen seguro que sí—, fantaseando en su pollina mente con la completa erradicación, por parte del dios de los asnos, de todas las rejodínganas moscas que en el mundo existían y, sobre todo, con la especial exterminación, cruenta y vengativa, de la totalidad de aquellas que en los últimos tiempos lo habían martirizado tanto cebándose en las mataduras de sus ajadas patas, lomo y debilitados corvejones.

 

 

 

 

Tinda Rodríguez Ojeda  y  Enrique García Valencia

 

Este artículo fue terminado, contrastado y corregido en el verano  de  2012, 

La Aldea  de San Nicolás, Gran Canaria, Islas Canarias

DE UN GRAN ÁRBOL COMUNAL

DE UN GRAN ÁRBOL COMUNAL

Ahora que todavía mi memoria está fresca y mi tino permanece sano, relatarles quiero de ciertas personas, vivencias y lugares en una entrañable semblanza que con un enorme árbol genealógico comparo. De él hablo al imaginármelo con su poderoso tronco, ramas y hojas e, incluso, me lo puedo figurar extendiendo la familiar sombra de su entramado desde el borde de Los Manantiales —donde con su profunda raíz retorcida el agua busca porfiado— hasta el canto abajo de La Marciega, los alrededores que lindan con La Playa y Los Caserones, por la parte de allá del barranco.

 

Ése es el laborioso intento que me ocupa con este escrito y sé que lo voy a lograr como Tinda que me llamo; porque además de mi esfuerzo, con dos ayudantes cuento para conformar este agradable trabajo: uno es Pepe —el padre de mis hijos, mi marido e inseparable compañero—, el otro,  un amigo escribano, hijo de Demetria Valencia y nieto de coma Pepa Montesdeoca, la de Las Briginias de Los Llanos.

 

Empezaré diciendo que vivían en aquellos ventosos parajes que antes he citado—escapando como pobres a su amparo— una gran insalla de personajes con su parentela; unos de afuera, como quien dice... recién llegados, y la mayoría formando parte de aquel paisaje desde los tiempos inmemorables que se pierden en el pasado.

 

Si fuera a nombrarlos usando algún orden, comenzaría por la punta de abajo, en la zona más cercana al Charco, y así lo haré, iniciando el somero repaso con: Teófilo, los Ramos, los García, Vicente Benítez, Pepito el del agua, y Maximiano —ni qué decir tiene que, todos ellos, con sus familias y parientes más cercanos—.

 

Seguiría el avance hacia arriba mencionando a mi tío Nicolás, Quevedo y su hermano, Periquito Saavedra, Mariquita la de mastro Tomás, Adita, los de Guayedra, y los Moganeros con todo su rancho.

 

Empato con las Godoy, Pancho Gloria, mi tía Elisa, los de Juan García, los de Sarita, Nicolasito Rodríguez, tía Consuelo, las de seña Florentina y mi padre: Pedro Rodríguez, rodeado de mis seis hermanas y de mi único hermano.

 

Allá, Rafael Pistoleras; más acá, Saturnino, el padre de Fidelia, sumados a Juan Guerra, Panchito Suárez, los del Barranco María, los Calixtos y Vicente el Indiano.

 

Ya la jurria de gente voy cerrando con Ezequiel, Panchito Díaz, Domingo Rodríguez, Pepito Sosa, seña Mariquita, los de Abranito, Pepa Martel, Jesús, una abuela de Maruca (la de Pepe el de Camilo), los García, y Miguel Valencia que, junto con Vicente el Indio, eran hijos de Fermina Ojeda y de cho Damiano.

 

Todo un champurriado de apellidos, algunos apodos o sobrenombres, más sitios y rincones que —al canto atrás de mi cabeza— perviven reunidos o mixturados en un conjunto de vivencias entrelazadas e inseparables, como inseparables son las raíces, tronco y ramas de ese árbol comunal e imaginario del cual les comencé hablando, y que sus buenos frutos, como lo son: Saavedras, Ramos, Seguras, Morenos, Herreras, Valencias, Ojedas, Díaz, etcétera, acrecientan a los anteriormente nombrados y se unen al Bienestar de los apelativos amigables formulados en una forma cariñosa y nada ofensiva; así, había y hay: Chas, Jurguillas, Isleños, Pilatos, del Guardia, Grandes y Beninas varias, Blancos, Calixtos, Valentines e Indios de ultramar o Indianos.

 

Del Roque hasta La Cruz, del Alambique a la Carretera y al Camino Real, de la Cuestilla del Cruce al Callejón, al Badén, a la Vuelta, a  las Casas Grandes de la  Era y, cruzando desde la punta de arriba hasta el mismito Charco, ligándolo todo, el Barranco Grande de La Aldea encorsetado entre monturrios y majanos: inquietante, pedregoso, torrencial, imprevisible, marrullero, húmedo arenal orlado con los cien tonos verdosos de higueras achaparradas, tarajales, bandos de tuneras, orillas de espigado carrizo, escasos frutales y centenarias palmeras e, incluso, bastante productivo también por mor de los pequeños oasis que se definían en llanos y cercados donde se plantaba de todo lo que se tenía como sementera, de todo aquello que germinara y diera básicamente para refañar algo  que llevarse a la boca, o con la idea de llenar un poco más nuestros tristes platos.

 

Aquí y allá casas de piedra seca con tejas de barro, gañanías, corrales, chiqueros, alpendes y demás chupencos para los animales, amén de las rotundas  e incontables cercas de cañas trenzadas con varas erigidas (ilusamente) para  combatir el rebumbio constante del diablo viento que nos traía la Barda; ventanero que —al soplar como un inclemente Barrabás de los demonios— solía apandar sin compasión todo lo que se encontrara a su paso.

 

Y, detrás, alrededor, en medio de todo eso: la gente, las personas, el rancho de familias, los buenos vecinos como hermanos..., un gran grupo imbuido y reforzado por la solidaridad, por la alegría de contentarse con lo poco que tenía, pues las mínimas cosas corrientes que la circunstancia o el azar pudieran ofrecerle, eran apreciadas y valoradas como si fueran el mejor de los regalos inesperados.

 

Para sacar las familias adelante —en aquellos tiempos remotos— había que trabajar mucho y, encima, soportar resignados las mil penas, penurias o enfermedades que intermitentemente pasábamos aquí abajo, ya que —allá arriba—, un sólo Dios Misericordioso no podía dar abasto a la hora de tender su santa mano benefactora sobre tanta preocupación y sobre tanto cristiano necesitado.

 

De esto que les digo hace ya más de sesenta años y aún lo recuerdo tal como se imprimió en mi memoria de entonces (no sé si con el afán y zangoloteo de mi mente alguna cosilla he trastocado, debiendo aducir que si hubiera dejado a alguien atrás, no ha sido intencionado).

 

Lo tengo casi todo presente, lo evoco con soltura y lo veo como si fueran antiguos retratos; aunque debo añadir que para ayudarme he tenido que usar: lápiz, papel, la emoción de un tiempo ya acabado y todos estos garabatos que con mucho gusto, una servidora: Tinda Rodríguez Ojeda, para ustedes escribió, y que ha puesto en limpio el hijo de un tal Luis García Vega, el de Panchito el del Sindicato.

 

 

 

 

                        Tinda  y  Enrique,  La  Aldea  de  San  Nicolás,  invierno  de  2012*

 

 

*Acotación:

El presente escrito fue acabado en enero de este joven calendario, y empezado a esbozar,  e intentar definir como tal, desde noviembre del pasado año.

DESDE LA ALDEA A BELÉN DE JUDEA

DESDE  LA  ALDEA   A  BELÉN  DE  JUDEA

(Pascuas y Epifanía de los años cincuenta y tantos)

Varios cajones vacíos de coñac Domecq, y para cubrirlos cuatro sacos de guano distraídos del ajuar agropecuario de la tía Josefa. Una tonga enorme de piedras amañaditas recolectadas en el camino de Los Majanos. Tierra arcillosa cogida en el Llano del Cura. Las cajillas de conserva Conchita con el trigo recién nacido que por santa Lucía habíamos plantado.

Desértico serrín del que producían los serruchos de Luisito el carpintero: padre y compinche máximo del rebumbio belenero programado. Mujo y berraza salvaje de la Acequia de Arriba. Unas cucharadas de harina para coronar las montañas y, de la tienda de Tomasito Valencia, algunos pliegos de papel bazo.

 

Algo de culantrillo de la bomba y cantonera del tanque de la Mina. Media docena de verolillos raquíticos traídos desde Artejeves. Marullos de paja amarillita desprendida por nosotros de las pacas que vendían en el Almacén de Los Picos o en el de Pepito Franco.

Una tira larga de platina —con aspecto de rivera— del chocolate inglés que comían en casa de Mame, la de Erncarnita Marrero y, proveniente del estropicio de un espejo accidentado, un trozo  algo cortante e irregular con la clara vocación de ser el agüita limpia del remanso.

 

Picón remolidito o adecuadamente escachado. Hojas de papel azul oscuro —de empaquetar los tomates y cubrir los ceretos— lleno de unas imposibles estrellitas deformadas. Borras de café, lentejas y hasta algo de gofio, para señalizar los caminos, vericuetos y atajos. Tiras y jirones de algodón hidrófilo (eso ponía en el rollo) para imitar algunos difusos celajes y fijarlos con pinceladas de engrudo en un firmamento ya rebosante de astros.

 

Utilizando todo eso, y poco más, construíamos en un rincón de nuestra vivienda la idealizada escena de un pueblito de la Palestina romana de hace aproximadamente dos milenios largos.

Luego, ese diseño tridimensional de bucólico espacio rústico, más o menos dispuesto y asentado, constituía el campo de batalla o de disputa donde todos queríamos emplazar, según nuestra propia visión intransigente,  las figuritas de barro y el atrezo que reposaba en un pequeño arcón desde el año pasado.

 

Después de limpiar con cuidado a los protagonistas principales y secundarios, hacíamos un mínimo esbozo de orden estratégico e íbamos colocando:

Una casuchilla o chupenco de corcho con un pesebre adosado. La Sagrada Familia (que no sé por qué se empeñaban en decirle “el misterio”). Buey, mula, pastores, ovejas y, a las tantas de aquella fría noche de diciembre, la mujer lavando. Un increíble puente curvado, palmeras para el desierto,  cinco o seis aldeanos portando ofrendas, la Estrella de Oriente prendida en el cielo, un bando de tuneras y detrás de él, con el traste al aire, el hombre cagando.

 

Una jurria de animalillos en un corral. Nadando en la laguna espejada del final del torrente, unos patos impasibles y algún que otro cisne blanco.

Sobre la techumbre del establo, en el mismito borde y compitiendo con el gallo, el viejo ángel anunciador de alas rotas, con los brazos extendidos llevando una pancarta y a pique de matarse si se llegaba a caer (como otras veces) desde donde se había engaliado.

Casitas pequeñas en las laderas de los escarpados riscos. El anacronismo de la cuidadora de unos pavos americanos llegados a Galilea quince siglos más tarde de aquel frío veinticuatro. En una cuevita tipo Acusa, una señora mayor con la rueca en alto hilando una gran parva de lana, y un ganado de cabras recogidas en la majada bajo la atenta vigilancia de su amo.

 

Un agricultor arando con una yunta de vacas y otro —costal lleno de sementera al hombro—, un pizquito más atrás que él, sembrándola.

Los Reyes Magos y sus pajes que, por las urgencias propias del seis de enero, comenzaban a lucir en una punta del escenario evangélico y pasito a pasito les hacíamos acortar distancias a fin de que entregaran cuanto antes el incienso, el oro, la mirra y nuestros regalos.

Mirando fijamente el agua del arroyo plateado con una imaginaria caña de lanzar en las manos (se la habíamos roto hacía mucho tiempo): un ensimismado e imperturbable pescador que, al mojar la yerbita del riachuelo y de los lugares cercanos al estanque, absorbía siempre demasiada humedad; ese personaje, recuerdo muy bien, lo acabamos perdiendo totalmente resquebrajado.

 

Por la tardecita, cuando llegara la tímida corriente eléctrica de los Rodríguez, añadiríamos algo de luz mediante un bombillo previamente colocado; debo manifestar que el susodicho, si ya de por sí era disminuido de vatios, se iba oscureciendo paulatinamente con las diminutas cagadas de la legión de moscas que en invierno soportábamos. 

 

Al finalizar la obra, todavía con los últimos estertores del salpafuera general y del doméstico zafarrancho —mientras una Virgen casi ya de parto adoptaba una compungida cara de circunstancias—, nosotros poníamos la guinda al pastel belenístico con la escandalera de los tres o cuatro villancicos incompletos que conocíamos; los cuales, inmunes al desaliento, inclementes con los tímpanos ajenos e insensibles a las críticas soterradas, nos empeñábamos en destrozar berreándolos, uno por uno, todo el dichoso rato.

 

Y... santas pascuas, aleluya, amén; la diversión y el embullo formado por el montaje del nacimiento —fruto deseado de nuestras ilusiones navideñas— había dado por ese día todo de sí colmando de satisfacción y alegría nuestras más íntimas entretelas infantiles: ¡ya teníamos el belén armado!

 

Lo siguiente, en la mesa de la cocina, entre olores de adobo para el baifo y aromas de una nueva moda culinaria llegada con las truchas de batata: la trabajosa y elaborada redacción personal de una carta kilométrica (ofensa a las más elementales reglas de la Ortografía y a los parámetros de la mesura en el pedir) solicitando TODOS los juguetes que, embelesados, veíamos en La Placeta al pasar por la tienda de Purita; dicha misiva, por supuesto, dirigida a los Señores Reyes Magos de Oriente para que pudieran elegir lo que ellos quisieran poner en nuestros anhelantes zapatos receptores; los cuales, llegada la víspera del día señalado, colocaríamos a pares y en apretado grupo cerca de la ventana; eso sí, debidamente limpios de polvo, raspaduras y barro e, INUSUALMENTE, lustrosos y muy bien abetunados, como tan sólo, en septiembre, por las fiestas de nuestro querido patrono san Nicolás lo habían estado.

 

 Enrique García Valencia,  La Aldea,  años cincuenta del siglo pasado.

SECUENCIAS REMOTAS II

SECUENCIAS REMOTAS II

Platea, entresuelo, ático, gallinero y azotea. Descansillo a modo de apurado hall, salón multiusos, cocina-comedor, mínimo e inverosímil baño entranquillado en una empinada cajaescalera y, al fondo del todo, junto a los mismos cimientos que se descarnan por la parte de barlovento, dos dormitorios de regular tamaño y poquísima ventilación exterior.

 

Por el naciente un calafusnio de pared vecinal y el resto del barrio extinguiéndose de loma en loma; al noroeste, media favela de chabolas erigidas con plástico, cartón, madera, docenas de atarecos inverosímiles y todos los ratones del citado lugar. El balido mañanero de la cabra de Eusebito, los berridos nerviosos de Eugenio a Conchita, los educados Galante y el dueto cotidiano de la Paloma y Pimpinita, vecinas enfrentadas casi puerta con puerta y a dos pasos de la acostumbrada pelea diaria.

 

Al sur, el Burro y su jumento, una arcillosa cuesta empinada, el rancho de las de Elvirita y toda una pléyade de caracteres diversos que se manifiesta emanando su acompasado runrún comunal en un circo terroso imposible de transitar cuando llega el enfangado invierno, y aun en la inclemente canícula del verano capitalino.

 

Y en la coyuntura de tales coordenadas barriales, ella, la Casa, el antiguo hogar de mis íntimas entretelas, funciones y entreactos, nuestra primera vivienda con estatus de propiedad en Rejonia Capital, alzada como una farruca talisca en pleno Moñigal obrero (corazón y núcleo pedáneo del distrito que se desparrama por el risco-ladera de San José), sin nomenclatura de calle que fue tributaria de otra con mayor rango y conocida a través de un “acompasado” nombre—, con nuestros primeros lujos relativos, sin agobiantes servicias comunales ni muchos floriteos: sólo nuestra casa terrera de otrora, con sus holgadas estrecheces en aquel despertar y despegar de la capital de Las Palmas, tierra prometida (“donde fluía leche y miel”) que se nos mostraba repleta con un cúmulo de posibilidades latentes, casi tangibles, las cuales estaban esperándonos detrás del esfuerzo grupal, al canto arriba del empuje personal que cada uno de nosotros le fuera poniendo bajo la dirección de nuestros entusiasmados padres, y justo al lado del veleidoso azar, del tesón, del empeño continuado.

 

En estos últimos años y hoy en concreto que le hago una esporádica visita, al verla tan repumpulida y remozada por sus nuevos dueños, ocupando satisfecha el lugar de siempre en la rebautizada vía (ahora en el número once de Pisuerga, río afluente de otro, para no variar el sino subsidiario de la callejuela original), me estremezco de añoranza sentado en su conocido quicial mientras simulo un falso cansancio que la rejodíngana e inclemente cuestilla de la popular Barranquera Ancha —contenta de verme NO ha querido imponerme al hacer gala de sus prerrogativas viarias, resumiéndolas a mi favor en un magnánimo gesto de buena y accesible amiga condescendiente (“Ascendente más bien”, suspira mi arrítmico resuello un pizquillo acelerado por otras causas o motivos anexos).

 

Para completar el fingimiento de lasitud y justificar mi apalastrada postura sedente al soco del cerrado portalón (ahora sin ganchillo ni aldaba), tecleo en mi teléfono móvil un sms para mis hermanas, el cual, indefectiblemente, lleva siempre el mismo corto texto que ellas se encargan de aumentar y Enrique-cer intuyendo mi tránsito por los escenarios de la incursión e, incluso, visualizando el actual reencuentro y meta de mi sentimental iniciativa: “Estoy en Transversal de Compás nº 36, sentado en el poyo de entrada, descansando a la sombra de la Casa. Memorias tantas; nos veremos”.

 

Acabado el rito y el ritual de contacto, retorno a una rampante y alquitranada Jenner orillada de automóviles aparcados en batería.

En la bajada ya sin tantas urgencias improviso un errático vagabundeo entretejiendo callejones, pasajes, escalinatas e intransitables vericuetos y, como YO deseaba esperando una a una mi anunciado paso frente a ellas, me saludan desde las recoletas sonrisas de sus amigables bocacalles: Estampa, Esfera, Estaca, Cerezo, Cobre, Cometa...

 

Al llegar al Paseo de San José, sudoroso e íntimamente satisfecho, llevo una curvada mueca alegre prendida en mis labios que no puedo ni quiero quitarme del todo, la cual, como siempre, sé que va a perdurar mucho más allá de los lindes laberínticos de aquella popular y siempre ajetreada Portadilla de antaño que ahora algo más serena y aquietada todavía rebulle plena de intensos recuerdos satisfactorios entre los múltiples repliegues de mi encanecida alma.

 

 

 

 

 

Enrique García Valencia / verano de 2011

SECUENCIAS REMOTAS

SECUENCIAS REMOTAS

No sé en qué época de mi primer lustro de existencia comenzó a mostrarse, pero sí me acuerdo bien de que lo hacía, un día sí y otro también, en aquellas bucólicas tardes aldeanas que, al estar exentas de actividad o de quehaceres obligatorios, festonaban indolentemente nuestro largo y perezoso disfrute vespertino de cada jornada.

 

Socarrón, insinuante, diplomático y persuasivo, se situaba a mi derecha con el único, expreso e íntimo afán de alegrarme combatiendo el tedio de unos soporíferos momentos en los cuales, por falta de recursos lúdicos, podía aburrirme soberanamente a pesar de mis denodados esfuerzos por encontrar pasatiempos que se amañaran al lugar, a la hora y al clima reinante de la época.

 

Por mor del frío o de la ocasional lluvia, en invierno jugábamos muchas horas dentro y cerca de la casa, en la acera del Almacén de Los Picos o en un llano sito al canto atrás del solar comunal perteneciente a mi abuela coma Pepa  Briginia y a su numerosa jurria de hijos, tropilla de nietos y demás parentela.

El resto del año nuestro deambular y vagabundeo exclusivo y excluyente, nos llevaba hasta los alejados lindes grupales de otras pandillas ajenas a la nuestra propia. El buen tiempo biestacional nos daba campo suficiente para desarrollar en amplitud toda la batería de ocurrencias que afloraban a través de su magín polivalente y desde mi volátil cabecita calenturienta.

 

Enfermó de distancia insalvable, de abandono temporal y de excesiva madurez obligatoria, allá por el tramo final de los cincuenta (creo recordar).

La mudanza definitiva que mi familia realizó a la capital de Las Palmas dio comienzo a lo que sería el necesario ocaso de nuestro cerrado compañerismo a prueba de bombas.

Él quedó anonadado y mohíno en una Aldea que se me iba alejando mes a mes; yo me iniciaba en una ciudad que ponía fundamento obligatorio a mi forma de ser un tanto dispersa e innecesarios calzones de pata larga en el diseño personal de mis aún lampiñas piernas, al tiempo que me robaba todo aquel lejano sinfín de experiencias comunes compartidas, codo con codo, junto al que fuera mi alter ego de otrora, con mi otro yo de siempre, el que –a pesar de mí– modulaba y mandaba en gran parte de mis proyectos y relaciones comunitarias de los años de la niñez.

 

Se fue con la distancia no premeditada, se esfumó lentamente, sin alharacas ni reproches y…, un buen día (por decir una expresión al uso) desapareció, dejó de participar en mi cotidianidad y de mis más nuevos, añejos y alejados intereses de la novísima Rejonia que, desde el chispeante barrio de La Isleta, se iban esbozando sólo para mí. Se mudó de mis terrenales anhelos, traspasó la barrera máxima de la edad permisiva y, finalmente, llegado a ese umbral decisivo de no retorno, lo olvidé sin darme cuenta de su ostensible mutismo.

No me lo había vuelto a tropezar hasta ayer cuando, por sorpresa, desde una página de relaciones sociales, vía ordenador, me sonrió con su eterna y característica mueca amigable e hizo voltear mi adormecido corazón de adulto empedernido.

 

Creí al principio que podría ser yo exclusivamente metido en la pátina de una foto individual en blanco y negro; pero, después de un nervioso examen en profundidad, descubrí que no estaba solo en aquel retrato de antaño: a mi diestra, asomando su carilla de cómplice redomado por detrás de mi desvaída silueta y de mi boca desdentada sin las paletas superiores, aparecía claramente –ahora llenándolo todo– su presencia invisible inmune al tiempo, a los avatares de Cronos y a mí mismo.

 

Era –aunque borroso por los dos lagrimones de añoranza invasiva– mi esotérico e inseparable amigo imaginario de aquel tiempo tan lejano que, como un relámpago, llegó sacudiendo los actuales pilares de mi total seriedad conformista, haciendo que el familillo que fui volviera a retroalimentar sus adormecidas aptitudes de siempre, dándome nuevas armas para afrontar –con la despreocupación que sabía esgrimir– los presentes retos de mi cuasi anodino fluir de ahora.

 

Alguien etiquetó la instantánea fotográfica como Enrique García Valencia; pero yo sé más de lo que podemos ver y apreciar en la imagen de ese tal pretérito pluscuamperfecto y… quizá me dé por compartir con los otros esa visión extra de aquella realidad de mi niñez plasmada en la cámara oscura de un retratista anónimo e, incluso, quién quita que lo escriba en el muro de la amistad cibernética y que llegue así a romper el autosecreto, el intimista y mágico acontecer que dicha estampa del antier me estuvo evocando antes y muchísimas horas más tarde de que me atreviera a pulsar –después de empapar totalmente mis retinas con ella– la tecla de salida en la rutina sorpresiva de hace veinticuatro horas cuando, de forma un tanto apresurada y apremiante, el diseño astral imperante en Cáncer y la muy astuta Causalidad –más algún desinquieto ente sutil– dirigieron mis pasos hasta mi poco usada computadora doméstica de toda la vida para que calafetiara un rato en el dichoso y agobiante feisbuk de los demonios enredadores o…, tal vez (muy tal vez) podría decir de los ángeles y querubines tutelares del pasado glorioso.

 

A lo mejor, con esta última fórmula angelicalmente formateada NO quede mejor definida esa novedosa página de Internet productora de todo tipo de sorpresas y de tantos sobresaltos de orden diverso; pero a mí, que tiro poco de ella, con lo que me da, me basta y sobra e, indudablemente, no me angustia nada dejarla colgada hasta ese “nuevo aviso” que, por cualquier inusitada vía, sé que me hará llegar algún heraldo minibite convocándome a nuevos eventos colgados para mí en esa rejodíngana caja de pandora: oráculo multidireccional –pleno y rebosante de modernismo cool–, que en su gran conjunto viene a ser la dichosa Red Social extendida entre nos.

 

La Aldea, verano de 2011

Apuntes sobre la historia del ron de caña en Canarias y Madeira, nuevo libro digital en BienMeSabe.org

Apuntes sobre la historia del ron de caña en Canarias y Madeira, nuevo libro digital en BienMeSabe.org

BienMeSabe.org ofrece a sus lectores, de la mano de su colaborador y Cronista Oficial de La Aldea de San Nicolás Francisco Suárez Moreno, un nuevo estudio que enriquece la bibliografía canaria sobre el ron y la caña de azúcar en la historia canaria.

Poco a poco han ido aumentando los estudios parciales y de conjunto sobre la temática de las bebidas canarias, y concretamente sobre el ron. En este sentido, la obra que BienMeSabe.org acaba de editar de forma digital, escrita por nuestro incansable colaborador Francisco Suárez Moreno, viene a enriquecer desde diferentes puntos de vista el corpus bibliográfico sobre el tema aludido.

La obra nos informa del transcurso temporal de los aguardientes a lo largo de la historia, repasando en este trayecto los viajes del líquido preciado por América, pero sobre todo por la coordenada macaronésica entre Madeira y Canarias. Una figura singular en todo este proceso es Manuel Quevedo, un canario nacido en Arucas (Gran Canaria) que fundará en 1936, tras un itinerario vital y laboral bastante significativo en el tema que nos ocupa, el conocido y admirado Ron de La Aldea. Así, Francisco Suárez traza su biografía al compás del desarrollo de la fábrica originada en el municipio aldeano y que en la actualidad, desde hace ya unas cuantas décadas, existe como marca Ron Aldea en San Andrés y Sauces (La Palma). Dos de los valores principales de esta obra son, entre otros, el trazado de la historia de esta preciada bebida en los paladares canarios y, sobre todo, la exposición didáctica del autor durante todo la publicación, aspecto este último fundamental que se enriquece con las fotografías y los continuados cuadros-anexos insertados a lo largo de sus páginas.

Por último, con esta nueva publicación estrenamos formato de libro digital, resultado del trabajo de nuestro compañero Carlos A. Suárez Mujica, que tiene una disposición visual mucho más grata de cara al lector que hasta él se acerque, una estructura de presentación que imita los libros manuales de toda la vida, donde se pueden pasar las páginas, agrandar su tamaño e imprimir, entre otras utilidades.

Este nuevo libro de Suárez Moreno, editado digital y gratuitamente por BienMeSabe.org, hace el número 6 de nuestra colección de Publicaciones, donde el mismo autor ha dado a la luz otros dos textos más. En breve saldrá el número 5 de dicha colección, una propuesta didáctica del español de Canarias a partir de la obra del escritor canario Pancho Guerra.

El libro puede ser leído pinchando en la siguiente dirección:

http://www.bienmesabe.org/productora/produccion.php?id=13

Nubes de mi Aldea de San Nicolás

Nubes de mi Aldea de San Nicolás

Largas y esponjosas figuras multiformes
pintadas de vivos colores translúcidos
se recortan en el límpido manto azul
de mi dulce y amado cielo aldeano.
 
Cúmulos que viajan en juegos sin fin
cantando alegres melodías de antaño
aquellas que entonaban los aborígenes
al caer la tarde sobre su hermoso valle.
 
Volutas de algodón saludando el horizonte
que inspiraron a los poetas mallorquines
después de erigir la ermita en Los Caserones
mientras gozaban del mar de mi Aldea linda.
 
Cometas en el incomparable vergel azul celeste
que insuflaron con fuerza las ansias de libertad
de la Meliana, el Indiano, el cura Vicente
y de otros valientes aldeanos en el Pleito de La Aldea.
 
Vuelan siempre espléndidas y majestuosas
saludando al valiente pueblo que me vio nacer
que ha sido cuna prolífica de poetas, músicos
historiadores, deportistas y otra gente de bien hacer.
 
Lleven un infinito abrazo a mi añorado pueblo
que abrigue cada uno de sus rincones
que yo desde muy lejos cobijo en mi alma
añorando sus montañas, su cielo y su mar azul.

 

Foto: Luis Díaz

DOS CAMARADAS Y UNA CRÓNICA

DOS  CAMARADAS  Y  UNA  CRÓNICA

Donde el Barranquillo de La Plaza comienza a perder su nombre para explayarse en el patio trasero de Los Cascajos buscando el desnivel del camino hacia Las Rosas, hay una extensa finca, en estos días sesteando su merecido barbecho y otrora  activamente  feraz y retributiva a través de las rectangulares eras de verde y jugosa alfalfa patrocinadas por Ofelio González; hogar predilecto de los estacionales cigarrones, pájaros, mariposas y demás bichillos propios de la temporada en curso y del mismo huerto en sí, los cuales hacen de él, parada, fundo y fonda de su nutritivo disfrute y aprovisionamiento pasajero.

Pero el citado terreno, estructurado en varios canteros —ahora recubiertos en demasía por una mullida alfombra de yerbas debido a las recientes lluvias y a su proverbial riqueza productiva—, también alberga diariamente en alguno de ellos y de forma rotativa a una  nueva pareja de inquilinas que gozan (una más que la otra) de las excelencias de un pastizal integrado por: malvas, relinchones, pajicos, cerrajas, greña, brujilla, bleos, cenizos, cagalerones... y algunas otras especies no catalogadas por mí, de los hierbajos típicos del lugar que —en este invierno pródigo en agua— han crecido profusa y desmesuradamente haciéndose dueños y señores de todas las orillas, resquicios y parcelas sin cultivar.

Las dos singulares usufructuarias de ese llano deambulan por el paraje consumiendo su feliz asueto, el ocio compartido y su casi mudo e indolente quehacer.

Constituyen una extraña pareja que mueve a los asiduos u ocasionales caminantes a prestarles atención, a dedicar algunos segundos para mirar la curiosa relación de continuo compañerismo que muestran aquellas dos inseparables amigas durante toda la jornada diurna en aquel predio tan a mano —o a ojo— del curioso observador con horario y minutos libres para gastar, ya que la tierra donde se hallan las dos nombradas inquilinas está situada justo al lado de la carretera que se abre en tridente hacia la Quesería, la Cañada Honda y, por el oeste, barranco abajo hasta La Playa.

 

La una: alta, majestuosa, limpia, bella, rolliza, lustrosa, castaño-alazana, altiva y equina.

La otra: pequeña, greñuda, sorroballada, berrendo-chispiada, desinquieta, flaca, fea y canina.

La primera, anclada al suelo por una firme estaca y una larga soga, centro y radio máximo respectivamente de una acotada circunferencia por donde deambula dando vueltas a la redonda, pasta sin cesar a todas horas el delicioso forraje. La segunda —libre de ir y venir—, opta por quedarse a la sombra de la otra vigilando su continuo comer mientras que, por ser carnívora, sólo trisca de aquí y de allí algunas briznas de purgante rabogato, persigue a palomas, molestosas tórtolas e insectos voladores o ladra a los paseantes que, como un servidor, osan acercarse demasiado a la potrilla para admirar su belleza y para obtener con el móvil alguna fotografía digna de enmarcar o, destinada a las páginas del álbum de los buenos recuerdos indelebles.

En el exterior del reducto: los singuíos de los diablos coches y la prisa de las personas que enfilan sin mucho tiempo que perder hacia sus labores cotidianas. En el interior —protegido por un muro bajo—: una espléndida placidez, cultivada con sabiduría animal y abonada con buenas dosis de pereza vitalista e intemporal.

Solamente, y de forma un tanto esporádica, se rompe la quietud cuando el enralo y el poco fundamento de la perrita —como si tuviera azogue allí donde le nace el rabo— le hacen dar desenfrenadas vueltas alrededor de la jaca suplicando algo de juego que agote su exceso reprimido de relajo; petición que la vigorosa potranca resuelve con algún que otro amago de morrada, o con una  serie corta de leves topazos  dirigidos “de mentiritas” hacia su perruna y leal colega.

Lo que hace  que la relación existente entre esos dos seres esté bastante fuera de lo normal es porque se muestran inseparables, como si cuidaran el uno del otro, como si las dos especímenes supieran en cada momento qué espera la una de la otra con sólo gesticular y mirarse.

O son imaginaciones mías o, a mi parecer, se comunican entre sí usando algún tipo de código secreto inter-especies, porque, ahora que ya me conocen por mor del trato diario (les dedico algún rato todas las mañanas), cuando me acerco mucho a la herbívora que degusta las ricas plantas, y la perra se inquieta, es la inteligente potra la que, pacientemente —sin dejar de mascar—, con un vistazo fugaz, movimiento acompasado de crines y cortos resoplidos nasales, indica a la que quiere ladrar que me permita permanecer allí, que no hay riesgo ni problemas conmigo, que no voy a traspasar el borde de seguridad delimitado por su círculo de pateo alimentario, y que puede relajarse, si quiere; e, inexplicablemente, así sucede todas las veces que nos encontramos en dicha tesitura y brete.

 

En resumen: dos representantes del reino animal que sintonizan, un desbordante pastizal, una situación de camaradería que me asombra y me intriga, un paradigma de coexistencia pacífica, una amistad sin fobias, sin reservas ni tirrias, una potranca nacida en nuestro valle, una perrilla vagabunda llegada de no sabemos qué sitio, y un cliché en mi memoria desde donde —al teclear las letras de este escrito— brota un esbozo de sonrisa cómplice y complaciente,  una sensación de sana envidia la cual, desde lo más profundo de mi empatía, vierto para todos ustedes en este pretencioso artículo al recordar la relación de ejemplarizante compincheo exhibido, a pie de huerto, por las dos protagonistas principales de esta historia que —según los apelativos usados por Paco Juan, su orgulloso amo, guardia y custodio— son: la yegua Niebla, parida y amamantada en Cormeja, y su inseparable amiga, la perra Luisa, nacida en un desconocido lugar de La Aldea, pero criada cariñosamente al soco de la primera.

 

 

Enrique  García  Valencia,  La  Aldea,  invierno  de  2011

 

 

 

 

POSTDATA:  Ahora que han pasado alrededor de tres o cuatro semanas de estancia en la huerta y la potrilla está más a gusto, tranquila e inmersa en el ambiente de su comedero provisional, la perra intuye “caninamente” que el periodo de adaptación ya ha terminado y se puede permitir el lujo de disfrutar con algunas inocentes veleidades, como la de darse algún saltillo ocasional durante la mañana o la tarde hasta la cercana gañanía de CAÚCO: explotación ganadero-agrícola, intrincado albergue comunal de toda una variada fauna doméstica y refugio familiar de Luisa, en concreto.

El motivo de tales desplazamientos se debe a que su mecanismo biológico la obliga (lo quiera o no) a frecuentar la compañía de sus congéneres o semejantes y... especialmente de uno en particular: un cierto perrango vecino de aquellos lugares,  guardián de una finca próxima al corral —medio golfo y bastante salido— que me la tiene más que enralaíta; poniendo además (el muy ladino) su  buen granito de arena  para que ella se  esté echando  irremediablemente “fuera del plato”.

Así que, si pasan por la zona y ven a Niebla pastando en solitario, ya podrán imaginarse la causa y motivo de la (pa’ mi gusto) evidente, lógica, natural y  comprensible situación actual.

LAS PRIMERAS GALAS DEL CHARCO ¡¡YO ESTABA ALLÍ!!

LAS PRIMERAS GALAS DEL CHARCO ¡¡YO ESTABA ALLÍ!!

Y no solamente yo. Allí estuvieron Venturita (Buenaventura Araújo, el director de La Banda de Música), doña Carmen (la esposa de D. Tomás Fernández, el farmacéutico), Juan León Martín (mi tío, uno de los pocos “superdotados” que he conocido en mi vida), Isidro y Ofelio (entrañables amigos de mi adolescencia, músicos con quienes compartí inolvidables momentos musicales), Juanito Ramírez, Landita, Expedito, Akito (el hijo de Facundo, el carpintero), Benjamín (el de los Cercadillos), Carlín y Benjamín Ojeda (hijos de Félix, el dueño del Bar de La Plaza), Celestino y Marilola Suárez, Lucía y Néstor José León (hijos de Miguelito, el de la Horchatería Central), Cilita, Eldita, Mary (del Barrio), Pilar (la mujer de Ramiro, que estrenó nuestra célebre canción “La Aldea”, de Miguel León Martín y Tomás Fdez. Tréllez), Faustinita Suárez (de los Cercadillos, y primera intérprete de la canción “Playa de La Aldea”), Herminio (hijo de D. Gregorio), Paco Camejo (como lo conocemos en La Aldea; en realidad, Paco Ramos Camejo, del barrio del Convento), Landita (Hna. de Tomás el del BBVA) y un gran número de aldeanos —que aún viven y pueden corroborar lo que aquí expongo— que colaboraban en el decorado (en la 1ª Galas del Charco no había), los diseños de los vestidos… personas que me tendrán que perdonar por no haber sido mencionadas en esta pequeña semblanza.

-La rondalla formada por notables músicos aldeanos y que dirigía, asimismo, Miguel León Martín quien además propuso su nombre ALAS DEL NUBLO— nos interpretaba obras de Beethoven, Brahm, Mozart y Verdi, entre otros grandes maestros de la Música, aparte de canciones populares canarias, con arreglos musicales de la mencionada persona.

-Por otra parte, su hermano, Juan León Martín —con un bagaje cultural y conocimientos que muchos quisieran— se encargó de las coreografías del grupo de bailes canarios, llevando a la praxis una materia que él conocía como nadie y que fue fruto de una minuciosa investigación.

-D. Buenaventura Araujo y yo —con dos acordeones— y Doña Carmen (profesora de piano y sra. De d. Tomás Fdez., el farmacéutico) interpretábamos la Marcha Turca,  de Mozart, entre otras obras. 

-Se llevaban a cabo arias de ópera y romanzas de zarzuelas (La del Soto del Parral, La Tabernera del Puerto, La Gran Vía, El Barbero de Sevilla, entre otras). El coro de Las espigadoras fue algo excepcional, así como los duetos de Celestino-Marilola Suárez (q.e.d.), o Néstor León-Marilola Suárez.

-Había actuaciones individuales, como los boleros de Akito (el hijo de Facundo) que tenía una voz que recordaba a Javier Solís.

-Por otro lado, Landita tenía una voz excepcional que hacía las delicias del público con sus rancheras y corridos mejicanos.

-Expedito también tenía una voz interesante con sus canciones de la época. En su actuación, el público le hizo repetir dos veces el popular tema de ese tiempo “Popotitos”.

También destacó un cuarteto que integraba Carlos Ojeda (q.e.d.) , Expedito Suárez, Juanito Ramírez y Néstor José León, que nos ponían al día con las canciones más populares de ese tiempo.

Estoy seguro que se me quedan atrás muchas otras cosas; actuaciones de personas que aportaron su quehacer no sólo en el escenario, sino en la sombra, el lugar que muchas veces se reserva a los genios.

En fin, fueron y son “muchas” las personas  que intervinieron, que gr. a D. continúan con vida y pueden dar fe de que todo lo que aquí señalo es la “pura verdad”.

Al hilo de todo ello, “hay algo que me apena enormemente”, y es que a nuestro querido y elogiado amigo Ciso alguien —en lo que se refiere a Las Galas del Charco, y aprovechándose de la excepcional y reconocida labor que realiza como investigador — le ha “colado” una información que “falta totalmente a la verdad”, y él no se merece esto. Posiblemente, alguna persona en quien él confiaba lo hizo, y no sé, ni me interesa con qué intención.

Y ¿por qué explico todo esto?

La razón es sencilla: “porque mucha gente, muchos aldeanos y aldeanas de las nuevas generaciones no lo saben, y algunos de las antiguas no se acuerdan —o por su proyección en extraños intereses, que no merece la pena mencionar, no les “conviene” decir cómo se fraguaron estos eventos y, lo que es peor, se erigen incluso en partícipes de su autoría—, pero se da la circunstancia de que YO ESTUVE ALLÍ. Además, tengo fotos de TODO y, asimismo, el propósito de enviarlas, en breve, al amigo Marcial para que las publique, si procede, en la página aldeana de ARTEVIRGO, de forma que todos podamos disfrutar “la realidad” de estos entrañables recuerdos.

Sin embargo, algo muy importante no debemos obviar, y que sirve para desmentir categóricamente las falacias que se han inventado algunos  (o alguno) personajes, y que han pretendido con ellas “rayarse un millo” : el “alma mater” de este invento, quien le dio el nombre a este espectáculo, quien se “pateó” La Aldea en busca del material humano para estos eventos, quien diseñó los decorados, quien enseñó a cantar y actuar en interminables horas de ensayo y sacrificio,  y montó las coreografías tiene un nombre, MIGUEL LEÓN MARTÍN (o si lo prefieren, Miguelito, el de la Horchatería).

Por todo ello, se debiera corregir, o en su defecto editar una “fe de erratas” en próximos comunicados festivos —aunque sea con carácter retroactivo— en el programa de Las Fiestas de La Aldea de San Nicolás con el motivo de que la ignorancia no cunda más en un pueblo que “no se lo merece”.

NÉSTOR JOSÉ LEÓN

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La Plazoleta (Plaza de Los Caídos) de la novela El valle de los espejos rotos

La Plazoleta (Plaza de Los Caídos)  de la novela El valle de los espejos rotos

NOVIEMBRE DE 1950

Nervioso, Raúl trataba de soplar la leche escaldada con gofio que su abuela Bruna le había preparado. El reloj marcaba las nueve menos diez; la asistencia, puntualidad y aplicación en aquella semana eran sagradas   en sus sueños por desfilar el próximo veinte en el funeral de José Antonio Primo de Rivera.

Corría, con el bulto de libros en la espalda, tropezando con los arrieros que, bajando de las medianías del Oeste de la isla, surtían de frutas y verduras a los comercios del pueblo. La calle de tierra, con charcos por las recientes lluvias,  trasladaban su memoria a las carreras con llantas de bicicletas, cruzando los charcos y enfangándose los pies y zapatos con las consecuentes reprimendas y sermones de Rosario.

Había un alborozo inusitado entre sus compañeros. Los responsables de las milicias locales habían cedido ropa usada y desgastada,   así como botas reglamentarias de la O.J.E,  de la Jefatura Provincial de Las Palmas. Al joven Raúl, que en el reparto anterior se había quedado sin ropa, sólo le facilitaron unas botas del cuarenta y tres que logró cambiar por otras de su número con un camarada veterano. Ahora, en esta nueva entrega, sí que tenía todo el uniforme completo… ¡por finnnn!

La llegada con su atavío reglamentario a casa, desató las risas y la conformidad de su madre que, instantáneamente se puso a remendar y lavar las prendas que tanta ilusión despertaban en su hijo.

La mañana del veinte de noviembre se despertó Raúl desde las cinco de la mañana. Despabilado, y dando vueltas en la cama, no lograba conciliar el sueño; su anhelo porque llegase ese día le traía despabilado. En una silla, al lado de su cama, su madre había colocado la noche anterior el preciado atuendo: gorra roja, camisa azul con el yugo y las flechas bordadas, pantalón corto gris y sus botas reglamentarias con medias blancas. Esperaba la hora en que, ataviado y con sus compañeros, jugarían en la calle lateral de La Plaza, con las habituales protestas de Mariquita, cansada de tanto familio, jugando y molestando su descanso, día por día, en su frontis.

Terminado el funeral, con la presencia de las autoridades locales: Alcalde, concejales y resaltando entre los presentes la figura de Marcelino Espino, Jefe local de Milicias, además de todos los maestros, formados con sus alumnos en la explanada frente a la ermita del pueblo, los presentes marcharon hacia la Plaza de los Caídos para hacer la ofrenda anual a los Caídos.

Antes, el Alcalde leyó su habitual arenga:          

“Jóvenes que formáis nuestra querida OJE, esto no es jugar a los soldados, no es un deporte, es una exigencia, un deber ineludible de los cadetes y de los pueblos que quieren salvarse del comunismo... Para quienes sentimos la patria y el destino histórico que nos ha alumbrado nuestro Caudillo, es una acción y un sacrificio generoso y heroico. La patria necesita de todos ustedes.

¡Viva España!”

Al ritmo que marcaba el joven Ambrosio Batista con el clásico: izquierda, izquierda, derecha, derecha, izquierda, tratando  que la formación marchase al mismo paso, comenzó el desfile. Otro de sus trucos  para lograr el paso al unísono de los flechas era cantarles: “cuerpo derecho, derecho, derecho”, mientras sus pupilos contestaban repitiendo la consigna. Otras veces Ambrosio con el derecha, derecha, derecha, izquierda, un, dos, eh, aro…conseguía la uniformidad de la marcha en la formación.

Aquel año, para portar la corona de laurel que se depositaba en la Plaza de los Caídos, se designó a un grupo de la OJE que, caminando, habían llegado de Las Palmas. En formación se dirigieron a la base de la cruz. Dos escuadras de seis flechas cada una con un jefe y el responsable de la milicia juvenil al frente, depositaron la corona de laurel a los Caídos. Mirando, deslumbrado, al jefe de escuadra visitante, Raúl soñaba despierto ser un día Jefe de grupo. El uniforme reluciente, el poderío que manifestaba y sobre todo la escopeta de balines que portaba, junto a sus gafas negras de pasta, hacían fantasear a Raúl con su futuro.

Una mano que le tocó por detrás le hizo despertar.

―Este año te toca a ti pronunciar la oración por los caídos ― le ordenó Marcelino, tratando de ridiculizarlo, sabedor de su timidez.

―¿Yo, don Marcelino?

―¡Si, usted y rápido!

Ante el sepulcral silencio, Raúl, folio en mano y subido a la base de la cruz se dispuso a leer:

Señor y Dios nuestro,

José Antonio esté contigo.

Nosotros queremos lograr aquí

la España difícil y erecta

que él ambicionó.

Señor, protege su vida

y alienta nuestros esfuerzos

hasta que sepamos recoger para España

la semilla que sembró su muerte.

―¡Viva Franco!

―¡Viva José Antonio!

―¡Viva España!

―¡Arriba España!

―Gloria a los Caídos por Dios y por España!

Con los “vivas” de rigor de los presentes, y el aplauso general terminó el acto. La corona quedaría, como cada año unas semanas más. Nadie se atrevía a tocarla, y ella sola, con la acción del sol, se iba destruyendo.

Tras el frugal almuerzo en los bajos del Ayuntamiento, Raúl y sus amigos flechas, se reunieron con los camaradas llegados de la capital con los que departieron sobre la organización juvenil y sus posibilidades de asistir a campamentos fuera de la isla. Soñaba Raúl, envalentonado con su intervención aquel día, con estar en Covaleda, su sueño de infancia que conocía a través de viejas revistas políticas que llegaban a la organización. Ese día nunca se borraría de la mente de Raúl. Había superado su timidez y veía en la organización juvenil una posibilidad de estudiar fuera y cimentar su futuro en las raíces del sistema.

ALPISPAS O LAVANDERAS, ASUETO, RELAX Y RELAJO

ALPISPAS  O  LAVANDERAS,  ASUETO,  RELAX  Y  RELAJO

Las alpispitas o lavanderas (Motacilla cinerea) suelen formar sus algarabías muy cerca de los territorios de caza comunales, también en  las zonas específicas de relación social: acequias, barrancos, cascadas, estanques, charcos...

El barranco, torrentoso y cambiante, los habrá sepultado ya, como el tiempo, la vida misma y algunos  prosaicos e imprevisibles acontecimientos van escondiendo bajo espesas capas de olvido muchas otras tantas de mis añoradas vivencias y cosas; pero a ellos, a los charcos del Barranco Grande de La Aldea, su entorno y su época feliz, los tengo y tendré siempre presentes en mi menguante memoria.

Había uno, el Charco Negro, en una esquina del cauce, cerca del risco, protegido por unos gigantescos bolones basálticos, lisos y espectaculares, que actuaban a modo de dique protector contra los entullos que producía el desarretado caudal de agua que bajaba desde las cumbres de nuestra vertiente en los años en que llovía con ganas.

Estaba cerca del estrecho  Salto del Perro y lo rodeaban otros de menor estatus y profundidad que era donde mi madre, su rancho de amigas y de comadres vecinas solían lavar una vez cada semana por aquellos días de la ya agostada primavera.

Aquella impulsiva moda —la de ir a los charcos— no sé de dónde les vino ni sé por qué les entraba ese arrebato tan peregrino. El agua corría por todas las acequias, los estanques tenían bastante, se podía conseguir en algunos pozos, funcionaba la mayoría de los pilares..., no parecía tan necesario remontarse barranco arriba para conseguir lo que tenían a mano.

Algo o alguien catalizaba y actuaba de espoleta  que disparaba aquellas latentes ganas de remojar, salpiar, enjabonar, torcer, añilar y aclarar sábanas, ropas, pilfos del ajuar doméstico y demás prendas textiles de nuestros hogares de entonces.

Actuaban en comunidad y eran —a mi juicio—, una jarquilla de locas que, tras pasarse la contraseña: “Mañana a las siete”, actuaban como tales chifladas hasta la jornada siguiente preparando apresuradamente todos los avíos necesarios para el citado evento; exteriormente tenían cara de labor cotidiana y de jiribilla rutinaria; pero, interiormente pugnaban por disimular el enralo que les bullía ante el disfrute de una jornada distinta y excitante.

La tónica exigía ir, se lavara o no, hiciera mucha falta o no; era la aventura del día y había que participar en ella: en la entusiasta terapia de grupo, en aquel relax y periódico relajo de todo el gineceo o pandilla vecinal.

Aburrías (por no decir jartas) de sus obligaciones maternales y maritales, de los tomateros, la casa, los animales o de todo ese conjunto de quehaceres, enfilaban tempranísimo en dirección a Salao con los baños repletos de tarea liberadora y con un alegre parloteo que retumbaba por todo el lugar en aquellos primeros momentos de la recién encetada e impoluta aurora.

Sus voces, farrucas y cantarinas, contrastaban con nuestra serie encadenada de soñolientos bostezos. Nosotros solíamos, en los primeros trechos del camino, llevar algo de peso a cuestas; pero, nunca pasábamos cargados —ni por casualidad— del Parral o del Molino de Agua.

Junto con el parloteo flotaba en el aire el olor de comida recién hecha que, en muchas ocasiones, se llevaba ya preparada para la hora del almuerzo: arroz blanco con su tufillo de ajos, tortilla con buenas dosis de cebolla frita, pescado encebollado,  aromática ropavieja, etcétera.

Alguien compraba pan caliente redondo o cumplío, de ca' Vicente o de Galván, que era consumido en buena parte antes de llegar al primer puente —como mucho—; luego, la combinación con el agua fría de la Fuente del Molinillo, hacía que amojonásemos con nuestra cagalera los inicios del barranco y los alrededores de los charcos primeros. Mientras estábamos posados y rezagados oíamos ladrar demasiado cerca a los perros de Los Cercadillos. El miedo a lo desconocido aceleraba la “postura” y los latidos de nuestro pobre corazón; imponiendo, por esa causa,  la expedita subida de calzones y el enfugar presuroso para poder alcanzar la cola del impaciente convoy que se alejaba.

El agua clara y rumorosa, el eco repetitivo producido en las dos murallas montañosas, la semioscuridad, nuestro sueño acumulado, el olor de las barras de jabón, el ruido de los barreños de aluminio, el croar estereofónico de las ranas,  el estampido metálico del asa de los baldes al caer sobre sus bordes, la solícita mano libre y caliente de mi madre y..., ¡los charcos! Los tan anhelados Charcos.

FOTO: Andreas Gruber

 

Las matronas tenían para mí una energía extraña, fabulosa y, todo hay que decirlo, una forma de proceder un tanto estúpida para mi práctica lógica infantil: llegaban, ojeaban el lugar, y se peleaban por elegir la mejor parcela, por situar el más recio lavadero y por comenzar a lavar cuanto antes: se empeñaban en ser las primeras en ponerse a trabajar y en helarse hasta los codos en aquel atarozado amanecer. Alguna, inclusive, además del rejerteo primero, se daba el lujo de tararear con su voz atiplada algo de moda: “Maringá, la pastora más hermosa que murió de tanto amar”, “Moliendo café”, “Lavanderas de Portugal” o retazos de las rancheras que Miguel Aceves Mejía popularizaba en la radio.

Nosotros buscábamos un echaero lejos de aquella frenética actividad que se extendía como una mancha de aceite hacia la zona de los otros charcos menores, pues todas tenían que dejar ablandando lo muy sucio, lo blanco, lo que desteñía o lo especial, y hacer acopio de remojaderos alternativos

Cuando nos reponíamos y ya el sol había calentado algo el ambiente, nos dedicábamos a explorar engaliándonos en cualquier sitio y bajándonos al primer esperrío de advertencia y aviso de posible calda, hacíamos tanquitos, cazábamos lagartos y caballitos del diablo, nos bañábamos e, incluso, lavábamos, dependiendo del grado de aburrimiento y adicción imitativa de cada cual.

A la diez, más o menos, ya estábamos rondiando las fiambreras e intentando refistoliar en los envoltorios hechos con servilletas o mantel y coronados con apretadísimos nudos antirrobo. A las once, más tardar, alguien de cada grupo familiar se destacaba con la misión de darle de comer a los familios que ya no podían esperar más, o sea, a TODOS.

Ya aplacadas las urgencias de nuestros jilorios estomacales, ellas seguían gozando tranquilamente de la amena tertulia, del agüita tan clara que se podía hasta beber, de aquel jabón “Samba” o “Lagarto” que últimamente estaba saliendo tan bueno, de los salpiazos a la ropa, del levantarse para tender en cualquier majano, del volverse a arrodillar para restregar lo más resistente; en definitiva, beneficiándose de aquella sutil catarsis que de forma grupal habían montado.

¡Busquen ranas! ¡Cojan aneas! ¡Ya queda poco!

Era el último recurso acabada la comida, la merienda, la diversión y hasta las buenas relaciones muchas de las veces. El cansancio mecánico y el lógico aburrimiento habían hecho mella en todos nosotros; no así en los molleros de mi  madre y de sus compañeras que..., seguían sobando, restregando, rociando, torciendo, aclarando, tendiendo, oreando y doblando. El día les parecía demasiado corto para tanta traquina y trajín como tenían programado.

La ropa en los baños, crujiente del solajero y goliendo a limpieza inmaculada, había crecido y sobresalía de ellos. Las mujeres acotejaban bien con una sábana o toalla lo que rebosaba y preparaban los mullidos roletes  para proteger la cabeza, algunas rebuscaban por el lugar por si se quedaba algo, otras descansaban a la sombra abanándose para aplacar los flatos producidos por el trabajo, y las enemigas de los pellejos infantiles —las más devotas de la mortificación ajena— aprovechaban las lasquillas sobrantes del resbaladizo jabón para, de patas en el líquido elemento, restregarnos las rodillas y tobillos sin tener misericordia de nuestras mataúras y purulentas bichocas: poco jabón era aquél para tanto pegoste, lamparón, raña vieja  y costras acumuladas.

A la vuelta, ahora con un andar más pausado —cansada y limpita la chiquillería, molidas y radiantes ellas—, el eco mañanero se había apagado y no dejaba oír su voz reverberante, los escandalosos perrangos de Los Cercadillos ya no ladraban y el frior del alba se había traducido en los escalofríos de un cansancio que erizaba las carnes de la silenciosa comitiva.

El sol del ocaso ponía todo su afán en hacer brillar tres cosas: los filos de los riscos de la Cueva del Mediodía, la tonga de ropa en los barreños y la laxa sonrisa de satisfacción que llenaba todos los rostros en el grupo de las matronas.

Llegábamos al barrio y a la casa con un gran recibimiento, o con encuentros en el cercano barranco Tocomán si alguien, calculando bien el tiempo, iba a esperarnos allí para aliviar de peso y carga a las portadoras.

Por el camino, siguiéndonos con la mirada, nos saludaban también con cara de complacencia las otras mujeres que no habían podido ir en esa ocasión al lugar de lavado comunal.

El día se iba acabando lentamente, no daba tiempo para más. Comentábamos los acontecimientos de la jornada en la cocina vieja con la cena de los mayores. Mi abuela Pepa Briginia nos interrogaba sabiamente sobre nuestra experiencia mientras protegía sus manos del frío de la noche escondiéndolas bajo la faldiquera al tiempo que, para que aguantáramos despiertos, esgrimía su sempiterna sonrisa afable para animarnos a seguir hablando.

Había tiempo, eso sí, para que te adormecieras ronroneando mientras te rascaban la espalda y te contaban cadenciosamente un cuento ya resabido de pe a pa. Se recogía la mesa, se sacudía el cuadriculado mantel, se tiraba lo sobrante a los perros y se espantaba a los gatos, siempre remisos a abandonar el calorcito de la lumbre y la comodidad de los humanos.

Tú, ya más dormido que despierto, ibas a la cama de la casa comunal transportado sin saber muy bien por quién, y despertabas a la mañana siguiente en cualquiera de ellas oliendo a madre, a paja estofada de los colchones y a sábanas limpias que, en los ensueños del duermevela matutino, te arropaban con calurosa ternura usando —además del suave tacto adquirido— el feliz recuerdo de los charcos y el aromático mimo cariñoso de un trabajo maternal bien hecho.

Enrique García Valencia,  La Aldea,  enero  de  2011

PAISAJES EN EL RECUERDO.LAS ALCANTARILLAS OLVIDADAS

PAISAJES EN EL RECUERDO.LAS ALCANTARILLAS OLVIDADAS

La ingeniería civil española de principios del siglo XX con los proyectos oficiales de construcción de carreteras estuvo a la vanguardia tecnológica en todos los aspectos del trazado de estas. Pero los presupuestos oficiales no permitían muchas obras de fábrica y  las carreteras había que plegarlas excesivamente a las curvas de nivel de los terrenos y si estos eran fragosos el trazado se iba al fondo de barrancos y barranqueras donde pequeños pontones y alcantarillas cumplían su cometido.  No obstante los proyectos no dejaban ni un solo tramo de badenes por donde las aguas discurrieran en superficie. A título de ejemplo digamos que en la carretera de Agaete-La Aldea  se diseñaron bajo su firme más de 200 alcantarillas, pontones, caños… para el discurrir de las aguas pluviales, a veces tumultuosas, sin interrumpir el tráfico. Otro ejemplo es la carretera del Pueblo a La Playa de La Aldea cuya construcción se inició allá por el año 1917, para lo cual se construyeron diez alcantarillas un puente-badén y solo dos badenes. Y de las alcantarillas de La Playa al Pueblo va nuestro relato de hoy, a golpes de recuerdos, sin que estos puedan considerarse como tesis concluyentes de información puesto que no la hacemos con método histórico sino simplemente en ese marco conceptual de paisajes en el recuerdo.

Dicen que alcantarilla viene de alcántara y que esta es una palabra de lenguas románicas como el castellano y portugués derivado de árabe (القنطرة) Al-qantara, que significa «puente». Quizás el más famoso de ellos sea el Puente de Alcántara en Toledo o la ciudad extremeña de Alcántara o la argelina de El Kantara en la provincia de Biskra. O sea que alcantarilla es un puentillo un  pontón pequeño. En efecto, nuestras las alcantarillas eran desagües pequeños, por lo que cabía un hombre agachado y los niños tocábamos su techo con la mano fácilmente. Las conocíamos a todas en nuestro trayecto de ir y venir a la escuela. Eran puntos de escondite en los juegos de niños y, además, nuestros servicios públicos.

Si la memoria no nos falla, que siempre suele fallar en algo, la primer alcantarilla desde La Playa al pueblo se ubica en el barranquillo de La Caletilla (subsiste), seguía otra en las casas de La Playa, junto a los bares de hoy (obstruida completamente), luego a pocos metros estaba la de Los Caserones, junto a los apartamentos de Los Leones (obstruida también), después otra de doble hueco, a la salida de Los Caserones (subsiste) y tras cruzar el barranco por el puente actual al final del badén estaba un pontón (subsiste pero inutilizado porque las aguas del barranquillo de las Gambuesillas ya no pasan por este, hasta que algún día vuelva por su cauce). En fin que aún sin empezar a subir hacia el Pueblo ya hemos contado varias salidas de agua bajo la calzada, de las cuales tres obstruidas o inutilizadas hoy. El barranquillo de las Gambuesillas en su intersección por la carretera general, allí en Los Árboles (eucaliptos plantados al mismo tiempo de la construcción de esta carretera) carecía de puente y en su lugar solo había un badén pero poquito más arriba, en las casas de La Marciega, se hallaba otra alcantarilla (hoy obstruida), luego otras más: en la Vuelta de Abrahanito (subsiste), en El Cruce (sustituida por desagüe subterráneo insuficiente), en Los Majanos (obstruida)… hasta el badén del barranco de Las Canales en El Albercón. Pocos metros más arriba, en este mismo barrio, nos encontramos con otra alcantarilla, frente al bar de Tato Cabrera, La Gañanía (obstruida) para llegar al barranquillo hoy conocido como el de Las Panchas cuyas aguas discurrían en superficie sobre badén. Y entramos en Los Espinos donde entre el Árbol de Los Sánchez y la Casa de Carmita Díaz había otra alcantarilla, doble y de mayor altura (luego obstruida para recientemente volver a reconstruir eficientemente). En El Barranquillo Hondo teníamos, junto a la entonces Gasolinera  (de Paulino Ramos) y almacén de Angulo (hoy Toyota), otro desagüe (obstruido) para, tras avanzar la carretera por todo Jerez se llegaba a La Ladera, a las Rapaduras, punto denominado así porque después de 1917 se colocaron unos cuatro volúmenes tronco-cónicos de piedra, como protección; aquí había una alcantarilla doble, de mucha luz, que conducía bajo la carretera a las aguas del barranquillo de La Hoya del Viejo (hoy obstruida con cemento para darle mayor consistencia) y junto a la misma, una vez que se construyó la vía empedrada de La Ladera, La Cuestilla, a principios de los cuarenta, en su base se trazó para conducir las aguas de dicho barranquillo bajo la misma otra alcantarilla de un solo hueco de techo abovedado, concretamente bajo El Pilar; de esta forma, las aguas pluviales que desde Los Cardones Bajos y Hoya del Viejo, una vez llegaban a la Palma de Mianito, si no podían ser conducidas por la  Acequia Real, seguían hacia abajo y por las dos vías  de desagüe(Cuestilla de La Ladera y carretera general), hasta La Rosa sin interrumpir el tráfico. En estas dos alcantarillas de La Ladera recordamos los mil enredos infantiles en los juegos a “manos en alto” adonde también desembocaban las aguas tanto de la Acequia Real como la del molino de agua de allí, el Molino de La Ladera como se lo conocía antiguamente antes de la ubicación entre 1917 y 1920 de las referidas rapaduras. Ante la obstrucción intencionada de ambos desagües vemos hoy, en tiempo de lluvia, en el mismo cruce de la carretera hacia Mogán, que este nudo de comunicaciones se vuelve intransitable, avanzado ya el siglo XXI.

Y es a donde queremos ir a parar. En este trayecto de carretera general del Pueblo a La Playa había tantas alcantarillas que en tiempos de lluvia revueltos cumplían eficientemente su misión de las cuales más de media docena fueron taponadas haciendo que las aguas pluviales  de nuestros barranquillos discurran por la superficie de nuestra carretera, en tiempos de tanta sabiduría tecnológica, de tantos ingenieros con años de estudios sobre el cuerpo y de tantos presupuestos públicos de carreteras invertidos en mil rotondas, monumentos y viaductos.

A todo esto debemos indicar la especificidad de que en toda la circunvalación de la Isla, este era y aún es en algunos tramos,  donde las aguas pluviales discurren sobre una vía general. E incluso habiéndose realizado recientemente pontones al no conseguir que las aguas de algunos cauces discurran por los mismos; caso de el barranquillos de Las Panchas en este último temporal.  Y aún más podemos ver donde barranquillos asfaltados para el tráfico rodado interseccionan las vías generales generando el caos con las lluvias.

Por último no queda una duda donde la ingeniería actual parece incuestionable: ¿son suficientes los desagües que actualmente se están construyendo en la nueva carretera de Agaete-La Aldea en prevención de las grandes avenidas centenarias, si es que está bien expresado el término. La historia actual de inundaciones y rotura de desagües, de urbanizaciones inundada y demás efectos negativos de temporales… solo tienen una explicación: falta de previsión de ciudadanos que construyen donde no deben hacerlo, autoridades que se lo permiten e ingenieros que mal planifican las obras públicas y privadas. Es el desatino humano, la huella antrópica que pretende desnaturalizar la Naturaleza, la que tarde o temprano pide paso por donde siempre ha pasado.

 

FOTO: Enero de 1979.  Carretera general obstruida por el barranco de Las Canales, El Albercón. Francisco Suárez Moreno.

Senderismo y buceo en La Aldea de San Nicolás: Asociación MONTYMAR

Senderismo y buceo en La Aldea de San Nicolás: Asociación MONTYMAR

 ¿Te gustaría conocer un lugar extraordinario, con bellos parajes para practicar senderismo  o sumergirte en unas aguas tranquilas y transparentes, con la visión de una costa aún virgen y el majestuoso Teide al fondo como asidua compañía? Si es así, visita La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria, España, la Asociación MONTYMAR se encuentra a tu disposición para asesorarte. Y si no puedes, lee esta entrada para que te imagines cuan hermoso sería disfrutar de esta experiencia única.

La Aldea de San Nicolás está de enhorabuena, pues cuenta desde hace un año con la Asociación Montymar la cual figura en el Registro de Asociaciones de Canarias. Está compuesta por un Club de Buceo y una Sección de Senderismo.

Objetivos 

-Dar la oportunidad de conocer y disfrutar de los increíblemente bellos parajes de La Aldea y de los impresionantes fondos marinos de sus costas.

-Sensibilizar a todos sobre la importancia de la conservación y disfrute de los recursos naturales que posee a través del conocimiento y uso equilibrado de los mismos.

-Utilizar los recursos naturales como otra fuente de ingresos complementaria a la de la agricultura, siendo una alternativa viable al turismo de masas. El turismo ecológico está teniendo altos grados de crecimiento en las sociedades avanzadas, ya que son conscientes del alto valor que tiene este tipo de recursos  en nuestro planeta, y un excelente medio para disfrutar de él, estando en contacto con la Naturaleza.

 

 

Personal cualificado

Con el objeto de llevar a cabo todas sus actividades con la máxima seguridad y calidad, cuentan con distinto personal especializado con alta calidad de conocimientos y mucha práctica:

 

-Un Instructor de Buceo Deportivo.

-Un Divemaster (Maestro de Submarinismo), ambos titulados por la IDEA  - EUROPE (Asociación Internacional de Enseñanza de Buceo.) 

 -Una Licenciada en Ciencias del Mar, Lola Santana, Buceadora Advance de la Asociación Montymar, que explica en profundidad todo lo relativo a la flora y fauna de las aguas aldeanas.

Ya han formado a veinte buceadores con Certificación Internacional, casi en su mayoría aldeanos los cuales salen los fines de semana, especialmente, a bucear por la zona  en las dos embarcaciones semirrígidas que posee la Asociación.

 

Lugar de inmersión

 

Suelen organizar Inmersiones de Buceo en 15 puntos, en los casi 30 Km de costa aldeana, que localizaron con gran esfuerzo y dedicación.

 

Profundidad de inmersión

 

Desde 10 a 45 m de profundidad.

 

Buceo en las tranquilas y mágicas aguas aldeanas

 

Los amigos de la Asociación me habían invitado para realizar una inmersión en las aguas de La Aldea. Yo me había trasladado el día anterior al pueblo para poder disfrutar de los aires aldeanos, de las montañas y del inmenso valle que es la parte baja de la cuenca hidrográfica más extensa de Canarias, que abarca los municipios de La Aldea, Artenara y Tejeda.

Esa noche me acosté temprano con el fin de estar en buenas condiciones para realizar la actividad. Yo me encontraba preparado física y técnicamente, pero estaba un poco inquieto, anhelante, por la actividad tan especial que iba a realizar. Hacía muchísimos años que no practicaba inmersión en La Aldea. Antiguamente lo hacíamos a pulmón libre con el fin de disfrutar de los fondos y la fauna marinos, con la ayuda de las gafas, el tubo y las aletas. Eran unas experiencias extraordinarias ver cómo se desarrollaba la vida en el fondo del mar en aguas tan limpias y plácidas. Era como encontrarse en otro mundo, volando ingrávido por el nítido fluido en compañía de los peces y flora marinos.

Me levanté a las cinco y media, pues quería estar despejado y mentalmente preparado para tan deseada experiencia. Después de desayunar me dispuse a salir hacia el punto de encuentro acordado en la Playa. A las  7.30 nos reunimos con el resto del equipo dispuestos a preparar todo el material. Mientras cada uno montaba su equipo en la zodiac, mi corazón latía con fuerza, la suave brisa marina me refrescaba el rostro y calmaba mis nervios, unos cúmulos pasaron fugaces sobre el Roque, el gigantesco Teide nos saludaba a lo lejos, la costa de la isla de Tenerife era perceptible a nuestros ojos, tal era la luz y nitidez  existentes. ¿Todos preparados? Nos preguntaron, a lo que respondimos afirmativamente. Entonces fue cuando soltamos amarras y el patrón de la zodiac se dirigió al punto de inmersión del que tanto había escuchado a los amigos de la Asociación: las Seifieras. Llegamos a ese lugar, anclamos la embarcación, nos equipamos y al momento dan la orden de lanzarnos al agua.  Vamos bajando lentamente con tranquilidad, degustando cada instante al contacto con el medio marino, calmados, con respiración profunda, dando gracias a Dios por ser partícipes de esa hermosa experiencia, por estar vivos, por compartir el mismo medio con tan preciosos peces y con la sorprendente flora que adorna los suelos submarinos y volamos ingrávidos hacia su encuentro. Pronto nos divisan unas palometas que despreocupadamente se encuentran de paseo y al ver a unos compañeros de viaje se acercan a saludarnos. Luego aparecen las seifías que suelen vivir en zonas rocosas mixtas y que nos siguen dado su carácter tranquilo y también por ver si les quitamos algunos erizos como hacen otras especies. Y así va pasando el tiempo buceando felices viendo y fotografiando gallos, los alegres roncadores,  catalufas, viejas y cabrillas. Observamos a un camarón Lady Escarlata limpiando meticulosamente de parásitos a una morena; y  una anémona que evagina sus saquitos azules para ahuyentar a otras de la misma especie.

El manómetro integrado en el ordenador de buceo nos indica que ya es tiempo de salir a la superficie y regresar al mundo, a la realidad cotidiana y dejar al medio submarino tan inverosímilmente genial, plácido y vivificante. Es hora de regresar a casa para recoger el equipaje con el fin de volver a la gran ciudad, lejos de la tranquilidad, paz y amistad de La Aldea y sus aguas junto a los componentes de la Asociación MONTYMAR, pero estoy seguro que tendré otra vez la oportunidad de disfrutar de su compañía en algunas de sus inmersiones semanales.

Gracias, amigos. ¡Qué bien lo pasé! ¡Hasta la próxima!

 

 

Foto: Andenes de Tasarte, La Aldea de San Nicolás, isla de Gran Canaria.

 

Senderismo

 

A partir del verano la Sección de Senderismo de la Asociación MONTYMAR de La Aldea organiza variadas rutas recorriendo por caminos, veredas y senderos los distintos lugares de la geografía aldeana, disfrutando de los increíbles paisajes que la adornan, acompañados por personal cualificado.

 

Un amigo mío, Manolo Medina, profesor de Educación Física de Educación Secundaria y exjugador de balonmano de alto nivel, que vive en la capital, desde los años 70 visitaba la Aldea con asiduidad para disfrutar de los parajes y senderos aldeanos. Me contaba entonces que nuestro pueblo era el lugar más hermoso de toda la isla para disfrutar haciendo senderismo. Muchas veces se iba los fines de semana solo, para estar en contacto con la Naturaleza, otras veces en compañía de un amigo también amante del fértil y hermoso valle aldeano. En mi juventud también me deleité pateando los caminos y senderos de La Aldea, recorriendo los lugares donde nuestros antepasados dejaron su amor y su esencia por la tierra que les vio nacer.

 

Personal especializado

-Dos Técnicos de Senderos, formados por la Federación Española de Montaña, y en activo en la Escuela Nacional de Montaña.

 

 

 

Haikus

 

Plácida tarde

esperan en el fondo

viejas y gallos.

 

*

Con bellos juegos
nos hacen disfrutar
los roncadores.

 

*

Buceadores

en busca de los peces

mar aldeano.

 

*

Las catalufas

con cabrillas y anémonas

juegan en el mar.

 

*

El mar y el cielo

se juntan en la Aldea

en calma chicha.

 

*

Mar de La Aldea

buceadores buscan

las palometas.

 

*

 

 Club Montymar

en el mar se sumerge

costa aldeana.

 

*

 El mar en calma

navegamos en busca

de las seifías.

 

Organigrama

 

Presidente  de la Asociación Montymar: Fernando Navarro  Díaz.

Presidente Club de Buceo Montymar: Ervigio Hernández Luján.

 

Forma de contacto

Si estás interesado en practicar senderismo o buceo, puedes contactar a la Asociación en:

Dirección:    asociacionmontymar@gmail.com

Blog:          http://asociacionmontymar.blogspot.com/

Móvil:        649858613

 

La Asociación MONTYMAR  está apoyada por la Consejería de Deportes - Turismo y el Exmo. Ayuntamiento de La Aldea de San Nicolás en pleno.

 

JUAN ANTONIO QUINTANA HERNÁNDEZ

http://grancanariacontinentenminiatura.blogspot.com/

NAVIDAD

NAVIDAD

Esta pequeña esquela o apunte navideño intenta reflejar de raspafilón y en clave de humor uno de los  aspectos menos relevantes, pero quizá uno de los más personales y cotidianos, de una María de Nazaret que, por unos poquísimos segundos, pierde la paciencia, el control, y la mesura del carácter con la que siempre la hemos adornado sus fieles devotos e, impulsivamente, harta de la mayoría de los acontecimientos que le han venido sucediendo durante los últimos días —ella solita, aunque secundada al  alimón por su mejor mal humor y su talante más genioso—, rejertiando consigo misma en voz baja, la emprende contra todo y todos los que tiene a su alrededor en ese veinticuatro de diciembre por la tardecita ya oscurecida; solamente se salvan de su ácida diatriba, la servicial burrilla donde va montada y el primigenio fruto de su sagrado vientre que todavía lleva dentro.

No hay ninguna intención de menoscabo o mofa ni postura irreverente hacia su figura en este relato plagado de anacronismos, sólo es un entrañable ejercicio de empatía, esbozo de carambola para ponerse en el lugar del otro y de pensar, en este caso cómo podría sentirse la otra —en un momento determinado— mientras iba camino desde su pueblito galileo hasta la región judea de su origen familiar: embarazadísima, helada de pies a cabeza, molida por el rengue-rengue del trasporte animal, desriñonada por mor de sus nueve meses bien desarrollados  y hablando sola entre dientes (entre otras cosas).

El título no se me ocurrió que podría ser otro diferente al que le puse; es el siguiente:

 

 

¡AVEMARÍA!

 

¡Primero fueron los batatas y los culichiches del tal César Augusto que se emperraron, los muy condenaos, en hacer el dichoso padrón de mis culpas! ¡Están fijos refistoliando y jeringando a los pobres cristianos!

A mí casito me da un fatuto cuando me enteré de los trajines a los que nos obligaba el dichoso empadronamiento de esos bergantes de mucho cuidado que son los lambíos romanos.

 

Lo segundo es el empeño y la inquina que le ha dado a toda esa camarilla de  forasteros emperrados en  hacerte cumplir a raja tabla las ordenanzas en las fechas fijadas por ellos. Venga usted ahora y levante casa y familia. Encájese a donde su santa madre lo trajo al mundo. Apúntese. Vuelva usted a coger el tole para su casa, calladitos, sin decir esta boca es mía y, aquí paz y en cielo gloria.

Y, aunque me lo explican despacito y en arameo, sigo sin ver el motivo de tanto salpafuera sin fundamento que se está formando con la porriá de familias yendo del tingo al tango en estos tiempos tan ruines de invierno; pa’ mi gusto... que son las mismas locuras de los mentecatos de siempre.

 

Lo tercero, este hombre, este esposo santo-varón mío que lo deja todo para última hora como uso costumbre y, encima, me lo quiere adornar con  su guineo de siempre: “Que sí, que sí hay tiempo María. No te apures mujer, las cosas salen mejor al golpito, no hace falta agoniarse mucho, no hay prisa, el que  mucho abraca poco aprieta...

Todavía tengo unos encarguillos atrasados que zafar, aquellarle unas puertas a Publio Cornelio, darme un saltillo a Tiberiades para comprar unas soleras, contratar unas buenas bestias para el camino...” y no sé qué más repuñeza me dijo. Yo, surtita y a mis quejaceres, llevándome la trampa y engordando por obra y gracia del tiempo que pasaba; ya estaba en chicos de ocho y todavía no sabíamos dónde íbamos a asistir cuando llegáramos a nuestra tierrita natal, ¡ay, Dios, pa’ pachorra, la de José el mío!

 

Lo cuarto, el gran belén que se ha montado con toda esta insalla de gente que llena carreteras, caminos y veredas: pastores cargados de presentes buscando a un elegido que debe nacer próximamente; soldados patrullando por orden de Herodes, el títere palestino del emperador romano; grupos de personas cargados con ofrendas varias; una legión destacada en Siria camino de Jerusalén; emisarios con ropajes extraños siguiendo una estrella en una pequeña caravana de camellos enroñados, una jurria de aldeanos a pie o en sus bestias con lo mejor de sus cosechas... y, todo ese gran tropel y singuizarra, con más prisa e, indudablemente, más rápidos que nosotros, obligados siempre a ver las tajarrias de sus monturas mientras se alejan y a tragarnos el polvo levantado por ellos.

 

Y lo quinto es que, ahora mismito, me veo aquí escarranchá sobre la única burrilla que pudimos conseguir; al pobre animal no le cabe una bichoca más, los filingos  de patas no la mantienen, con más hambre que los perros de Cueva Nueva y con ganas de bandiarme al suelo que, si no lo hace es por falta de fuerzas y por que intuye, la pobre —como hembra que es—, que me estoy pariendo toda, que esto mío se quiere salir, que no puede esperar más.

Todas las fondas llenas y ni un chupenco donde comprar algo. Todo cerrado, sin luz apenas, un frío que te yela las ternillas y ni un rejodíngano guardia o celador que te guíe, ¡¿no sé dónde se meten cuando te hacen falta?!

Deja tu burra mal amarrada o en lugar prohibido para que veas, aparecen en un volío a cobrarte los tributos correspondientes por dicha falta.

¿Y José? José tan campante, como quien tuesta y lleva al molino, tirando de la jáquima de la burra dentro de este gran rebumbio, e intentando consolarme; no se calla ni por casualidad: “Que tú verás, no te apures. Que sí, mujer, horita mismo llegamos, allí delante parece que veo unas lucillas como de unas fogaleras...”

¿Y yo? Yo, mordiéndome la lengua; a la vez que no le puedo pegar... (estaría feo), me callo, me aguanto y ya está. Me agarro el balayo de barriga, me trago los pujíos, miro al cielo y me pregunto:

¡¿Que a quién?!  

¡¿Que a quién diablo le daría por  inventar la dichosa Navidad?!

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea, diciembre de 2010


 

La huida a Egipto, de Goya.

IMAGEN TOMADA DE http://mipaginaeducativa.net/goya.htm

ADVIENTO

ADVIENTO

En la antigua calle Real, frente al Ayuntamiento, se edificó a principios del siglo pasado, una casa con unos llamativos adornos de estructura irregular en la parte baja del frontis; dichos ornamentos fueron diseñados en forma de grandes mosaicos y confeccionados con trocitos de loza policromada e intensamente colorista. En ese extraño alicatado, los familios de mi generación y de décadas posteriores creíamos ver —y veíamos— un sinfín de posibles detalles inexistentes que la fantasía de cada cual se encargaba de adornar convenientemente para mayor disfrute quimérico.

Los salones delanteros de la citada vivienda fueron en los años cincuenta una tienda-bazar donde, mucho antes de Navidad, se exponían colgados con hilo carreto del techo y paredes, e incluso dentro de unas vetustas vitrinas, una enorme colección de juguetes propios de aquella época bastante cercana a la  posguerra.

 

Ni que decir tiene que las visitas al lugar eran bastante frecuentes, con  cualquier excusa nos llegábamos a los quiciales del comercio; el mandado más  peregrino, aunque fuera por otro itinerario apartado, tenía casi siempre una desviación hacía ese lugar y parada momentánea en la Tienda de Purita, que es el titulo general de esta historia; en el relato, mi hermana Digna, con el pretexto de que había sido enviada a hacer unos encargos y de encontrarse en La Plaza con Luis, nuestro padre, aprovecha la coyuntura, se da un paseo (después de la escuela) hasta el sitio de exposición y se embelesa durante unos minutos con la magia que emanaba de todo aquel colgante panorama juguetero.

 

El comienzo de la narración sitúa a la niña frente a la casa intentando desentrañar el significado del revestimiento de la fachada; además, se relatan unas cálidas vivencias desarrolladas en el tiempo de asueto después de la sesión de la mañana —dentro de la jornada partida del horario de la escuela pública de entonces—, y se rememora fugazmente un cachito de nuestra historia e intereses infantiles.

 

PRINCIPIO: Trece de diciembre de 1955, santa Lucía.

 

Extasiada delante de tanta tesela y peonando su mirada por ellas,

pugna Digna por adivinar el esotérico mensaje que le entraña.

 

Titilan los fragmentos a la luz del mediodía que acaba,

y ella, absorta, mistifica zangoloteando su mente entre tanto trocito agrietado.

 

Duda, frente a la mixtura, entre aceptar la prosaica realidad de lo que son,

y que ella recusa bobaliconamente, o aferrarse a la explicación que su lógica mágico infantil le aluza.

 

Pergeña, sin poder zafarse del abigarrado panel, su propio código imaginario y,

mientras pasa el dedo a rente de los filos, ve lo que su fértil fantasía le va aconsejando.

 

Aquí una virgen —la Virgen María—.  Allí, media rueda de un carro.

Allá, una flor lila más o menos definida se concatena con otra de color azul pálido y de encendido ciclamen.

Cerca, unas frutas cortadas por el estropicio pretérito de un plato.

A la izquierda, algo parecido a un pequeño pájaro.

Un cisne, una muñeca, lo que debió ser un árbol, unas estrellas de colorines,

una rana, el borde de un traje, el agua del mar,

el jociquillo de un perro chispiao, una naranja...

Abajo del todo, la cenefa que se repite intermitentemente entre los demás cachos.

 

Los cientos de pizcos configuran en su entelequia una tramoya de personajes ficticios y, el multicolor rompecabezas de su sinsentido sólo posee un rival:

el interior  de la Tienda de Purita lleno de realidades tangibles, imaginadas y deseables; el Todo abarrotado.

 

Entra por una puerta, ve, toca, huele, oye, saborea el chute delicioso de sensaciones que le ensaliva la boca, sale por la otra puerta e intenta, sin conseguirlo, memorizar la carta de los Señores Reyes Magos.

De allí, salto-salto, para observar el singular diseño de la casa del Mestre: zócalo, frontispicio de caracoleo, letras y remate.

Comprar en la mercería de Encarnita la cinta de asilla, ver la figuritas del pesebre de Navidad y recoger algún recado para la madre de Mame: canutillos de hilo, quizá el tinte “ala de cuervo”, botones, alguna que otra muestra, pedir el último figurín y entregar el del mes pasado.

 

Una vuelta por La Alameda, jugar a carabina, a la soga, a las cuatro esquinitas o a perrogato.

Esperar a su padre que fue, en un saltillo, a comprar tirafondos y unas hojas de engrudo a la ferretería del alcalde, en Lomito Blanco. Es la tercera semana de diciembre, jueves después del ángelus y hoy no habrá que ir a la escuela por la tarde.

 

—“Por un caminito, cansadita de andar, a la sombra de un árbol me puse a descansar; estando descansando que por allí pasó, un muchachito rubio y de mí se enamoró. Rubito de cabello, rubito de color, estrecho de cintura, así los quiero yo... “

 

Cánticos infantiles alrededor del Quiosco y un leve furrungueo en la zona de Eloy, Pancho Araújo o Natalio.

Llega Luis con el engrudo, los tirafondos, un cartuchillo con el trigo para el belén y el sombrero un poco ladiao.

La niña coge el grano y la mano del que llega. Silba el padre una melodía guajira con variaciones desconocidas de su Habana infantil y, en las peculiares notas de su son lejano, bullen cientos de teselas sonoras que hablan de cachumbambés, que saben a padre, raspan como garepas desafinadas y huelen al acre Mécanicos blanco sin filtro fundido con los efluvios cuasi prohibidos del afamado Ron del Charco.

 

 

FINAL:

 

El reloj, en la recoleta esquinera, ronronea antes de tañer la solitaria campanada.

 

La madre, en la cocina, tiempla un descomunal flan e induce al margullo a las renuentes galletas que se empeñan en flotar en un lebrillo raido de pastosa Tamatina.

 

El padre, en su sagrada e imperturbable “siesta del carnero” de antes del almuerzo, fantasea oníricamente con una cuba repleta de aguardiente añejo.

 

Nosotros,  en la espera de la comida, plantamos el trigo para el nacimiento en latas vacías de sardinas, teñimos con anilina verde el serrín generado por el serrucho de Luis y, con las herramientas de la casa, reparamos  —en el sepulcral silencio exigido por el reposo del carpintero— una desvencijada cajilla  de Conservas Conchita que se resiste a ser usada.

 

Enrique García Valencia, La Aldea,  diciembre de 2010

IMAGEN: http://anaschoenstatt.files.wordpress.com