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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

Enrique García Valencia

LA RAMA. Atmene Acorán

LA RAMA. Atmene Acorán

 

Introito. Donde años más tarde se edificaría la mole del almacén de Pepito Franco Aquel, en Los Llanos, existió hace bastante tiempo (casi cinco décadas) una montañeta de piedras con una altura respetable y parecida a una pirámide que, los habitantes del entorno, llamábamos indistintamente el Monturrio o el Majano.

 

A mí siempre se me antojó que aquellas grandes lajas, bolones y toscas mal colocadas eran los restos de alguna construcción aborigen, lo que quedaba de una magnífica edificación  que los antiguos erigieron y usaron, muchos siglos atrás, para efectuar ceremonias de orden religioso o social. Su estado ruinoso e informe, el que llegamos a conocer, sería el resultado del esquilmo como cantera y el de los sacrílegos desmanes posteriores a la conquista por parte de los colonos cristianos.

 

Para nosotros, la chiquillería  de los años cincuenta, era un lugar entrañablemente familiar que daba mucho de sí; allí intentábamos aplacar nuestra insaciable sed de juego y, por supuesto, conseguir muchas y distintas versiones de una misma cosa: divertimiento.

 

También funcionaba como escondrijo, refugio, campo de batalla, solar de reunión, otero...

Una vez al año, al final del verano -por las fiestas del pueblo- era usado como atalaya salvadora que nos protegía de los efectos secundarios que la batahola de La Rama  (generada por sus fieles danzarines) y el acoso de los gigantescos muñecos podía producir en nuestras aterradas mentes infantiles, poco iniciadas aún (por la edad) en el significado popular de los ritos y en sus arcanos, e ignorantes -casi del todo- del porqué y del paraqué de aquel nervioso frenesí que se manifestaba sobre los ya iniciados.

 

                                                   ¡ Atmene Acorán !

 

Nicolás Malena había descargado de su mula la rama de pino, recién cogida aquella misma madrugada, depositándola en el domicilio de su parienta Marinita Delgado. Era la segunda carga que traía desde las zonas más próximas del pinar de Linagua. Reposaría  en la azotea hasta la llegada de las primeras horas de la tarde de aquel caluroso día de fiesta, entonces, a petición de los excitados bailadores, exhalaría todo su aroma de monte al ser entregada a los devotos rameros congregados  frente a la casa que la custodiaba, en plena calle y ocupando los primeros escalones del Monturrio.

 

Almorzamos temprano convocados por los ricos olores de la carne de hila mechada y por nuestra propia jiribilla; vivimos en el centro del rebotallo, tenemos pesetillas para gastar, y queremos estar preparados para los acontecimientos de la tarde que comienza: grupos bullangueros que pasan, parrandas que furrunguean, forasteros invitados al jolgorio, Pipo tocando la cornetilla de los helados, tiendas abiertas, el aire lleno de alegría...

 

Suenan los voladores (ahora con más insistencia), ladran y gimen la mayoría de los perros de la vecindad. Podemos oír la música acercándose, ya está llegando. Para sentirnos más seguros, mi hermana y yo subimos al Majano ayudándonos mutuamente; atajo el latido del corazón presionando con fuerza mi mano libre contra el pecho. Vemos los casparros del Almacén de los Picos hirviendo por el calor e intuimos que sus puertas verdes se van abriendo para dar paso al motivo del miedo de todos los familios: las papagüevas. 

 

 

Nos invade gente de otros barrios que baila frenéticamente con las estridentes tonadas del grupo musical. Se mezclan los olores del sudor humano, de  la pinocha pisada, del ron de caña en garrafón y de otros aromas indescifrables en un champurriado embriagador que va conduciendo lentamente a la masa danzante hacia el paroxismo del relajo adulto.

 

Tenemos que trepar algo más en el Monturrio porque nos persiguen los feos cabezones y, aunque vemos los pies y la cara de algún allegado o conocido emperrado en darnos la broma, gritamos sin podernos contener mientras escalamos a trompicones hasta la cúspide para regocijo de aquellos rejodínganos desalmados (y pa mi gusto, un pisquito ajumaos).

 

Abajo, en una de las puertas de nuestra vivienda familiar, mis hermanas más chicas pugnan por esconderse (y mirar) tirando de las naguas canelas de mi abuela Pepa, ella tose sofocada por la risa mientras se apoya en su caña; nosotros, mi hermana Digna y yo, bailamos seguros nuestra propia rama en lo más alto del montañón. A pie de calle, una  multitud eufórica agita los gajos de pino sobre sus cabezas y, poco a poco, se va alejando hacia El Barrio siguiendo el popurrí hipnótico de la Banda Municipal de La Aldea.

 

 

 

La procesión con las harimaguadas al frente, orladas sus cabezas con cintillas verdes de cuero de baifo, bajó ceremonialmente desde la Cueva Sagrada del Mediodía portando  las ofrendas rituales. Sus cánticos religiosos se dejaban oír por el amplio valle de Artevirgo inundando de paz a la mayoría de los habitantes. La comitiva cruzó el barranco, bordeó su ribera entre  los pinillos enanos del Barranquillo Sacro, hizo acopio del ramaje de aquellos venerados árboles y llegó, exultante de fe, a los pies de la pirámide escalonada del llano donde, mi hermana Ditma y yo rodeados de cientos de seguidores devotos, esperábamos expectantes desde muy temprano, desde que los tibios rayos de Magec despuntaron entre los roques sagrados de Tejeda.

 

La comitiva subió al almogarén por una escalera de piedra que asciende entre las siete plataformas decrecientes de aquel lugar dedicado al culto y construido, más por el fervor de nuestros antecesores que por la fuerza humana de sus brazos. Los gánigos, rebosantes de venerables presentes, fueron depositados en la cima del Gran Túmulo cerca de las sepulturas de los guaires, alrededor del círculo solar que contenía el fuego consagrado en su interior, substitutivo del sol y que simboliza el calor de la vida, de la luz de los días que, a partir de esas fechas, comenzarían a menguar.

 

Acabada la liturgia, justo después de la bendición a los reunidos, se desató la algarabía general en la congregación. Los refrenados sentimientos fueron liberados de sus endebles ataduras. Durante bastante tiempo se dio rienda suelta a la otra parte de los rituales y, bailando entre el agitar de los ramajes de pino, la multitud giraba alrededor del lugar al compás de las canciones ancestrales, ajena a una música casi ahogada y guiada por la fuerte percusión de los más variados objetos.

Los guerreros, la mayoría ebrios ya de charcequén, de sol y de vanidad, agitan sus musculosos cuerpos batiendo sus añepas y amodagas contra sus poderosos pechos. Algunos, de nuestra familia o clan, intentan darnos sus bromas con sus añagazas preferidas, fingiendo atacarnos. Me agarro con fuerza a la mano de mi hermana y trepamos varias gradas del Monturrio, situándonos en un lugar más seguro.

 

Las mujeres, cerca del paroxismo nervioso, chillan con fuerza sus ajijidos de excitación placentera y, mientras giran locamente, cogen con fuerza el vuelo de sus recios tamarcos. Todo está revuelto y regado de olorosa pinocha que rivaliza con el acre olor del sudor de los danzarines más desenfrenados. Sobre la barahúnda humana flota  otro ronco rumor acompasado -compendio de todos los diferentes sonidos emitidos- que induce al trance a los más sensibles. Los ancianos, con cara de añoranza, protegen a los más pequeños y apaciguan como pueden sus temores infantiles.

 

Los creyentes, danzantes o no, seguimos las evoluciones de las sacerdotisas y esperamos ansiosos la señal de partida hacia la costa. Allí, cerca del Roque Negro, batiremos con fuerza las ramas contra el agua salada, y en ese mismo lugar las dejaremos como postrer ofrenda flotando su última coreografía sobre las olas del mar.

 

Mientras tanto, aquí arriba, en esta planicie del ancho valle, quedará la hoguera ceremonial prendida en la cima  del Majano, la cual será custodiada  por las servidoras de Acorán hasta que la beneficiosa lluvia llegue vivificándolo todo...

 

 

Enrayco García Valencia, La Aldea / 2007

 

NOCHE DE SAN JUAN

NOCHE DE SAN JUAN

 

Preludio. Durante siglos (milenios si nos remontamos a la adolescencia de nuestro mundo) se creyó que la noche de san Juan era uno de los hitos mágicos del año en el que reinaban sin discusión las atávicas y secretas fuerzas de Natura. Todo era posible en esa víspera magistral y mágica. Las creencias populares, que  habían mamado generación tras generación de esos arcanos, se otorgaban la capacidad de muñir a los ocultos e intuidos hados, el poder de atraer -si se invocaban adecuadamente- a esas energías sacras capaces de transformar los deseos en realidad.

 

Así, los que deseaban amor invocaban en la anónima oscuridad a las potencias que lo posibilitan y practicaban, con reverencia ceremonial, los diversos ritos aprendidos de unos a otros en una iniciación secreta y apartada (o no) de la oficialidad religiosa del momento.

Los que ansiaban poder económico propiciaban sus particulares y adecuados rituales ad hoc, y los dolientes y aquejados de alguna malura que urgían salud a cualquier precio, practicaban las salutíferas terapias propias de la jornada.

 

Se completaba -sin saberlo la grey- el trípode sustentador de este mundo, las piezas vertebradoras del eje maestro que hace girar nuestro universo mágico, que remoza nuestras tendencias supersticioso festivas y que aplaca la omnipresente (y puta) angustia vital. Tal tríada, en el orden predilecto de cada cual, no es sino el ansia perpetua de:  SALUD, DINERO y AMOR.

Generalmente, la mayoría de los invocadores jugaba a tres bandas por si réspices no deseados medio amargaran algunos de los tres aspectos en liza. Crédulos e ilusos sí, pero precavidos.            

Los fieles sanjuaneros han considerado siempre que el fuego y el agua, cada uno en su momento, poseen dones y gracias de carácter muy especial; casi todo el conjunto de practicas adivinatorias tiene relación con estos dos elementos primigenios. El extenso champurriado de creencias y rituales es tutelado por un catalizador magistral, sin él todo sería en vano; por eso, toda la parafernalia va ligada al siempre nuevo y eterno elemento de orden astral: el solsticio de verano, mediodía del año y propiciador de la vida en sazón, de lo vital en su culmen.          

 

En el hemisferio norte esta fecha corresponde con el día más grande de luz solar; casi quince horas recorre el Sol desde el orto matutino hasta el brillante ocaso vespertino. Las hogueras y luminarias compiten para alargar esa claridad con sus luces titilantes, como queriendo ahuyentar las sedosas sombras y potenciar así la eficacia del citado fenómeno estelar.

 

Este trabajillo evoca aspectos sesgados de las épocas de solsticio en las que yo retornaba a la deseada Aldea de mis entretelas después de un largo y aburrido equinoccio en la ciudad; después de un inacabaaaaable curso escolar que me ataba, me mortificaba y  aquellaba mi sosiego en la gran urbe, tierra de promisión para mi familia pero (por entonces), Vetusta encadenante para mí: Las Palmas de Gran Canaria.

                                                                                                     "DEL   BEÑESMÉN"

 

Fue el año en el que las consumadas artistas populares que elevaban los altares allá por Corpus Christi rivalizaron como nunca lo habían hecho. Ganó - pa' mi gusto- por su belleza conjuntada y su diseño nada diletante, el que erigían en el pilar de la Cruz de Los Caídos, por La Pasadera. 

Fue el año de las más grandes fogaleras que yo recuerde. San Juan en su trono del río Jordán y, cercano ya su afelio, el astro rey en todo su apogeo de luz, magia y calor. En sus sitios, parvas de julagas acarreadas en parihuelas desde Gómez, el Lomo de Artejeves o desde cualquier sitio donde alguna de ellas se atreviera a tener un tamañillo aceptable y combustible aspecto.

 

 

 

Fue el año en el que los rejodínganos del Pinillo nos quemaron, el veintidós por la noche, todo lo que con gran esfuerzo habíamos juntado para san Juan. El veintitrés por la mañana ya estábamos cifrando planes de venganza y solucionando el problema con tomateros secos, carozos, palotes, atarecos viejos y diversos trastos. La carpintería de mi padre, por aquellos días, lucía limpia y brillante como una patena, el carpintero tenía que vigilar lo que se llevaba de allí la entusiasmada jarquilla recolectora,

 

Fue el año en que extremé y realicé con más devoción las prácticas rituales; había muchas cosas en juego, demasiados asuntos intuídos que necesitaban un empujoncito de las deidades más adecuadas. Puse, reverencial y confiadamente: papas debajo del catre grande de hierro, papelillos enrollados en una hondilla con agua, claras de huevo en un vaso de cristal, una palangana al sereno para recoger la tarosada de la noche y sal en un apretado hisopo atado con una cintilla roja.

 

Ya en el final del crepúsculo, cuando el cielo se tintaba con la paleta propia de "la Virgen planchando", recé la jaculatoria pagano católica aprendida de mi retía Adela Briginia mientras prendíamos el fuego. Media hora más tarde saltaba siete veces seguidas sobre  las menguantes llamas de la pira que se extinguía por momentos. Piñas  asadas, no les debo mentir, mangonié y me comí al menos tres, quién quita que fueran hasta más de cuatro...

 

Fue el año en que se me agrió la carava estival; el año en que el ritual agrícola de sol, agua y fuego me confirmó lo que sospechaba, lo que yo ya me olía. Me fallaron, sin remisión, las cábalas y las cabañuelas de ese año, el siguiente tuve que cambiar de colegio, de amigos y de parentela.

Mi padre consiguió una buena respuesta a sus ruegos sanjuaneros: trabajo en la Patronal de Jardineras Guaguas de la capital. Nos iríamos de arrancá pa Las Palmas, no había vuelta atrás, ya estaba todo apalabrado.

 

Fue el año en el que se les empezó a partir el corazón a mis queridas tías y abuela. El año en el que comencé a ver al coche de hora como a mi salvador, como san Cristóbal llevando al Niño, pero con ruedas; año en el cual se inauguró una larga temporada de  idas  y  venidas  desde el  loco ajetreo de la calle Camino Nuevo hasta la quietud amorosa y maternal de mi, ya para siempre, Vieja Casa.

 

Fue una larga y agridulce década de no ser de aquí ni de allá y ser, al mismo tiempo, de los dos sitios; tormento que no se lo deseo ni al barrabás más ruin e indino que pise la tierra. Con la edad fui aprendiendo a conjugar, a aceptar y a buscar el mejor acomodo a los acelerados cambios producidos en los dos bandos, distantes por muchos aspectos en aquel tiempo: umbral de 1960.

 

Un año cuando vine por vacaciones, una placa en su comienzo decía que La Palmilla ya no se llamaba así, ahora tenía nombre y apellidos pero que no eran ni Quintana, Velázquez, Ralera, Pancho Locero, ni La Meliana siquiera.

 

Otro año (recuerdo que fue por los días de Pascua) recalé y, la ensaladilla rusa ya había llegado a La Aldea; la ponían en todos los bares, con mayor o menor acierto, y coqueteaba con bastante soltura con la carne cochino, aventajaba a los calamares e iba a la par con la ropavieja de siempre.

Fue el año que se casó una guapa y feliz Corinita Galván con un enamorado Antoñito Bienvenido; todavía recuerdo los relámpagos de magnesio que los arcaicos flashes de fotógrafo hacían al explotar en la alegre noche del convite.

 

En otro año que volví, no sé en qué periodo, se inauguró el Estadio de Los Cascajos entre fincas de tomateros, eras de alfalfa, olor a cochineros cercanos y con las porterías de este a oeste.

Fue el año en el cual, el señor obispo de la Diócesis Canariensis  le puso de coadjutor  a don Juan Quintero un don Luis no deseado y, a aquél, se le hizo chico El Curato.

Ese año se hacían bailes por la noche en La Piscina y el lugar era centro de reunión, deporte y esparcimiento general; sobre todo en los vacíos e interminables domingos de por entonces.

Fue el año en que rebosó la presa (sólo había una), funcionó por primera vez el cine de abajo y, comenzó a languidecer pasito apasito nuestro entrañable Cinema X.

 

Fue la época de vivir en la calle Compás del barrio de san José, en Las Palmas G.C.; allí también, principalmente en la Barranquera Ancha, se hacían hogueras con: trastos viejos, cartones, maderas mal puestas y cubiertas de neumáticos (los más atrevidos las echaban a rodar ardiendo por la pendiente, calle abajo). Se asaban papas y, de relancia,  rebuscos de piñas compradas en la plaza del mercado o en alguna tienda cercana. Las fogaleras no olían, jedían a lo que estaban hechas y su tufo sofocante me transportaba a La Aldea dónde las piñitas tiernas, aromatizadas con las julagas del Tocomán, serían la delicia y refatiña de mis devotos sanjuaneros...

 

Rememoro aquellas jornadas y me veo con mis hermanas y vecinos participando del ritual, hasta aportamos garepas de la carpintería de mi padre que, también se vino de arrancá con nosotros.

La consigna era: integrarse en los usos, el  habla, las  costumbres y demás requilorios de la capital. Las fiestas populares nos brindaban buenas ocasiones para hacerlo y nosotros éramos, cuando menos: parejeros de lo más y, como familios, noveleros -en el buen sentido de ambas palabras-.

 

Está anocheciendo en el risco y dan fuego a la descomunal pira de La Loma. Es la señal, nosotros hacemos lo mismo con todo lo que pudimos juntar. Yo miro al cielo, recito mi jaculatoria preferida y espero a que se apacigüen las llamas demasiado altas y poderosas ahora. Lagrimillas  hay en mis ojos (las condenás pavesas) cuando salto siete veces seguidas desgranando peticiones y murmurando mi refrán:- ¡Qué se cumpla lo que pido sobre la hoguera de san Juan!

 

Al alba, mientras la ciudad aún duerme la mañana de fiesta, escudriño en la azotea con mis hermanas nuestras respectivas claras de huevo; la mía me habla como cabañuela del mes de julio y tiene contornos y formas de los riscos familiares. Aquí un Blanquizal, allá el valle que se escalona hasta un mar de baba transparente que, al cuajarse, forma un tumbo clavadito al Roque Colorao. Más arriba, una cueva grande como la del Mediodía; giro el vaso y aparece un Vigaroe sombreado y, mientras continúo girándolo, un San Clemente y hasta Furel logro vislumbrar...

 

Los perros ladran y se contestan de barranquera en barranquera. Todavía, de los rescoldos de la  gran pila quemada, emana un hilillo de humo que se eleva serpenteante como señal de buen augurio; con los ojos fechados, suspiro hondamente y me voy con él.

 

El Sol, que sale ya por Fuerteventura, me saluda con su incipiente sonrisa tibia, va a ser un día glorioso: este año las cabañuelas me sonríen. Sonrío yo mismo y, mientras miro para el barrio de San Cristóbal, me oigo decir gritando: "¡El mes que'ntra,  pa' La Aldea en coche de hora!". 

     

 

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA (LA RE-CREACIÓN DE UN VIEJO TEMA)

Cuando todavía, en pleno trajín y bambolla de la Construcción Universal, estaba el Altísimo –antes de irse a descansar– aquellando en su taller no sé qué cosa en una de sus últimas criaturas, se le acercó uno de los ángeles que refistoleaba por la fábrica y le dijo.

¿No estás haciendo demasiados ajustes y virguerías en esa obra que te ocupa tanto?

El buen Dios, limpiándose el divino sudor, le respondió.

Sí, estoy un pizquito agoniado con este ejemplar aunque, fíjate en la cantidad de especificaciones que posee esta bonita labor que tengo entre manos. Tiene que cumplir y corresponder con lo siguiente –comenzó a enumerar el Omnipotente–:

a) Ser completamente lavable, pero no de plástico ni de goma maciza.

b) Llevar ciento ochenta piezas móviles de larga duración, algunas renovables.

c) Estar diseñada para funcionar sin descanso desde las primeras horas de la mañana.

d) Ser capaz de hacer lo anterior con poco combustible : un goto de café y algo de pan.

e) Poseer un regazo cariñoso en aquellos pocos momentos que permanezca sentada.

f) Suministrar besos que lo curen todo, desde un cocazo fortuito hasta un desengaño

amoroso de altos vuelos.

g) Manejar eficientemente dos pares de brazos, hacerlo con el jango debido y…


El ángel, asmado y sin poder reprimir su sorpresa, interrumpió a su excelso interlocutor atinando a replicar entre aleteo y aleteo.

¡Cuatro extremidades superiores! ¡No puede ser!

Sí es posible, e incluso necesario si tenemos en cuenta los quehaceres y traquinas en las que se verá metida; pero, no es eso lo que me tiene hablando solo y me está enredando tanto esta vez –masculló entre dientes el Señor sin dejar de mirar lo que creaba–, son los tres pares de ojos que necesita llevar los que me tienen como un vasintino toda la santísima tarde –añadió, ahora en tono más audible, el Señor–.

¿Tres pares de ojos en todos los modelos? –preguntó el desinquieto serafín.

Bueno, por lo pronto, sólo en los modelos específicos; aunque todos los prototipos de esta femenina modalidad los llevarán en potencia, con el paso del tiempo y a lo largo de su vida útil los irán desarrollando y perfeccionando por sí mismos –respondió el Todopoderoso mientras continuaba como si hablara solo.

Un par será para ver a través de las puertas cerradas al preguntar: “Niños, ¿qué están haciendo que están tan callados?”, cuando ella de sobra lo sabe.

Otro par en la trasera de la cabeza, cerca del totiso, que usará para ver las cosas y las acciones que no debería, pero que tiene que saber para seguridad de los suyos.

Por supuesto, no hay que olvidar los dos que van al frente de la cara, los que hablan por si solos, los que están siempre vigilantes, los que transmiten mucho amor a diestro y siniestro –terminó de explicar el Creador.

Señor –pronunció suavemente el ser luminoso jalándole al mismo tiempo del borde la manga– vete a dormir, ya casi oscurece, mañana tendremos el séptimo día y podrás formatear a gusto este futuro individuo tan especial para Ti.

No, no –dijo el Sumo Hacedor–, mañana descansaré comodiosmanda, hoy quiero acabar con esto, ya estoy muy cerca de lograr lo que deseo. Terminé de poner en esta unidad la aptitud de no mostrarse nunca enferma y de curar a los demás con grandes dosis de abnegación y de mucha dedicación desinteresada.

Le añadí, además, una habilidad: la de ser capaz de alimentar a la jarquilla de tragones de su familia con apenas medio quilo de carne de componer, tres o cuatro papas del país y alguna cosilla más que pueda refañar para echar al caldero y, justo cuando tú llegaste le estaba instalando la inherente gracia infusa de saber convencer a un familio de siete años –al que le gustan más sus lamparones que el agua y el jabón– para que tome un buen baño antes de irse a dormir.

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Ah, ya veo –dijo el condenao angelito mientras planeaba alrededor de aquel modelo tan especial–. Parece tan suavecita…

Suave pero fuerte como un puntal –enfatizó el Padre–, no puedes ni imaginar lo recio, potente y firme que llegará a ser este espécimen cuando esté funcionando a tope.

¿Podrá pensar? –inquirió con curiosidad el serafín mientras miraba de raspafilón la inacabada labor–. ¿Tendrá esa facultad?

No sólo pensará, sino que sabrá razonar, deducir, sentir, reflexionar, raciocinar, meditar, suponer… –contestó la Providencia–; aunque, a veces, se dejará aconsejar y tomará sus decisiones dando un rodeo para no molestar a los demás.

¿Ya tienes su nombre? –interrogó el dichoso querubín– ¿Cómo se va a llamar el nuevo y consentido sujeto con este tan laborioso acabado tipo arcángel?

Está escrito en la etiqueta pegada en el mollero del brazo derecho, justo arrente al hombro –contestó sonriendo el Omnisciente.

El espíritu alado, sin dejar de darle a la taramela, se acercó a la anotación y leyó lentamente las sílabas como si saboreara cada letra de aquella palabra.

Maaadree, madre, no suena del todo mal el apelativo que has elegido –dijo mientras esbozaba una sonrisa pícara que se le quedó prendida al labio.

La Divina Majestad asintió, ahora con una ronca risilla, y siguió calafetiando en unas junturas que se le resistían; mientras, el etéreo acompañante luminoso –con su incontrolable jiribilla y toda la curiosidad del recién estrenado Cosmos– se arrimó aún más al prototipo en cuestión, pasó sus angelicales dedos por la sonrosada mejilla de aquella entidad llamada madre y comentó.

Señor, aquí parece tener un fallo, hay una fuga de líquido que sale a través de sus ojos.

Es un fluido, sí, pero no es una fuga –dijo pacientemente Dios–. Son lágrimas.

¿Lágrimas? ¿Y para qué diablos…? Perdón, ¿para qué sirven? Para lubricar el mecanismo de la visión, seguro que sí –acabó aseverando el indesmayable querube.

Servirán para humedecer los ojos, seguro que sí; pero ella las usará más que para eso. Le serán muy útiles para mostrar pena, alegría, tristeza, desacuerdo, dolor, placer, soledad, orgullo, rabia…, refuerzan y le dan rotundidad al mensaje que subyace en todos esos sentimientos –explicó el Señor Dios.

¡Eres un genio creando! ¡Eres el primero! ¡Eres de lo que no hay! –Exclamó el confiscado angelito batiendo sus alas a modo de aplauso.

El Altísimo, un poco cortado, miró de soslaire a su entusiasmado partidario y le dijo:

No son diseño mío, yo no las puse ahí. Es una habilidad que ha generado este sujeto al activarse la mixtura de cualidades propias de su formato humano; en definitiva, esa función lacrimógena ha sido desarrollada libremente por ella.

El Ser Supremo, aprovechando que el dicharachero angelote no supo que decir de esta novedad y que el crepúsculo vespertino estaba ya zafando, fue recogiendo todos los atarecos mal colocados, ordenó las herramientas del Taller de la Creación, amontonó algunas garepas regadas por el suelo, apagó la luz creada en los primeros días del Universo y se fue a reposar seguido de cerca por el renovado guineo del dichoso ángel que –después de recuperarse de su momentáneo mutismo y a pesar del esfuerzo que suponía el batir de alas–, como siempre, no paraba de alegar.

El final del ocaso propició el acceso de las obscuras tinieblas y un delicioso silencio reparador se cernió por todo el Cielo cayendo sobre sus agotados moradores. El Criador, contento con el resultado de los seis días de trabajo, suspiró profundamente y, mientras se arrebujaba bien con el manto negro de la noche cerrada, sonrió con un rictus mezcla de satisfacción y de cansancio.

Al canto abajo de la otra punta del Reino Celestial, en nuestro recién inaugurado orbe terrenal, se asomaba por el horizonte la aurora del séptimo día, el sol besaba tímidamente la corona de la montaña de Los Cedros, la penumbra y la quietud del valle estaban todavía preservadas por la sombra del macizo de Linagua y, allá por Artejeves, el penetrante y farruco canto de un quíquere –ajeno al descanso dominical– anunciaba rabiosamente el comienzo del Día del Señor.

               

               En La Aldea de San Nicolás de Tolentino / 2009, con mucho cariño de:

Enrique el de Demetria, la de coma Pepa, la de seña Briginia Valencia, la de cha María Ramos, la de María Antonia Sánchez, la de Teresa Díaz Medina…

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Semana Santa de pasión y malura: como un eccehomo

Semana Santa de pasión y malura: como un eccehomo

Allá justo al mediodía Jesucristo caminaba

con la cruz a sus hombros de madera muy pesada.

Una soga lleva al cuello con la que el traidor tiraba,

cada vez que el traidor jalaba Jesucristo se arrodillaba,

donde quiera que se arrodilla deja sangre encharcada.

Allá en el Monte Calvario tres marías le esperaban,

una era la Magdalena, otra su querida hermana

y la otra la Virgen Pura, la que más dolor pasaba.

Una le lava los pies, otra su bendita cara

y la otra recoge la sangre que el buen Dios derrama.


Pasa la Virgen María

vestida de azul y blanco.

El vestido que llevaba

nunca lo vi manchado

sólo lo manchó Jesucristo

con la sangre de su costado.

Jueves y Viernes Santo

días de mucho dolor,

días en que crucificaron

a Cristo nuestro Señor.

Cuando todavía era un familio -desmandarriado, fijo descalzo (gozaba yendo a la laja) y adicto a  los lamparones-, al aproximarse la primavera que la sangre altera y cercanos ya los festejos religiosos de la Pascua Florida, se me solían llenar los bezos y alrededores de unas feas bichocas lacerantes que hacían honor al nombre y apellido del cíclico mal de los demonios. Para más inri, al llegar a su madurez, soltaban una especie de agüilla turbia a través de unos opérculos que tenían, contribuyendo de esa manera a extender la infección a otras partes sanas de la cara: era el llamado “fuego salvaje”; dicha fogosidad dérmica venía a incordiar intermitentemente, en los momentos más inoportunos, la feliz infancia de aquel activo ignorador de las mínimas reglas de la higiene y asepsia corporal que fui yo.

Al principio, probábamos -mis tías, mi madre y mi rostro- con todos los remedios caseros conocidos para intentar atajar la incipiente manifestación de aquella, nunca mejor dicho, dolencia: que si algodones empapados en tus propios orines, que si baba de tunera tierna (se ignoraba lo del caracol), que si la savia del cardo de yesca, que si mistura de azufre con manteca de cochino, que si lasquitas de pita zábila… Nada de nada: ¡leche machanga!

Ya con el jodido y desquiciante ardor quemando carrillos arriba, eclosionando y regando su indino picor que me inducía a incontrolados e inevitables rascones, pasábamos a los potingues y unturas boticarias a base de Pental, polvos de Azol, perboratos, sulfatos, sulfitos, salicilatos y vaselinas, todo eso combinado con una porriá de bactericidas que, al agotar sus efectos y posibilidades farmacológicas -vía tópica-, no nos dejaban otra salida que la de ir ca’ de seña María Lurencia (la abuela paterna de Elías del Toro) teniendo que recurrir así a la vía esotérica.

Era el último recurso porque yo me resistía a los ritos mágico-curativos que el santiguado conllevaba. Aunque me sabía de memoria todo el proceso, me costaba trabajo tomar la decisión de empezar por ese final ya que había algo oscuro (el sitio lo era), misterioso y psíquico en aquella liturgia que, debido a la prosopopeya disparatada de mi fértil imaginación infantil, me sonaba demasiado surrealista e inquietante en su protocolo espiritual y -lo podría jurar- eléctrica en su aspecto físico debido a la energía que emitían los sarmentosos dedos de aquella sanadora.

Mi morruda intransigencia, aliada con el férreo racionalismo ateo de mi padre, era vencida y eliminada en su totalidad por las urgencias fueguinas sumadas al insistente pragmatismo religioso de las mujeres; sólo entonces me decidía a dar el paso definitivo. Me dejaba llevar colgado de la siempre cariñosa mano de mi tía Josefa (que Dios haya) hasta la vivienda de aquella santiguadora y allí, sin apenas preámbulos, comenzaba el examen facial y los primeros pasos formales de la sesión terapéutica previamente concertada -casi de tapadillo- por las mías.

La señora me hacía traer un puñillo de hierbas, creo que eran borrajas, cenizos y ramitas de balo, no me acuerdo muy bien. Con ella confeccionaba una especie de pequeño jace que apretaba, amarraba y torcía musitando algo entre dientes. Alzaba mi barbilla con  una de sus manos manteniendo mi cabeza erguida y me santiguaba usando: aquel húmedo atadillo, su temblona voz aguda, una oración que nunca pude retener y algunos pases (los notaba con mis ojos fechados) haciendo la señal de la cruz a modo de barrido recurrente sobre la parte afectada. La salmodia monocorde, su entonación, la poca iluminación del lugar, lo íntimo del momento me llegaban a hipnotizar; rompían el trance, el cambio rítmico de su arcano proceder y el cese abrupto del guineo causado por aquella jaculatoria, a la que ponía fin expeliendo un profundo y gutural “amén” como salido de sus calcañares: había terminado.

Las últimas recomendaciones de quemar  enterrar las yerbas usadas me las gritaba cuando su hija  Aurora, siguiendo mis prisas por eslapar de la penumbra, me conducía hasta una calle deslumbrante de sol donde, alegando con alguien en la acera, aguardaba mi tía favorita con su eterna media sonrisa y su devoto e inmerecido desvelo hacia mi persona. Ni que decir tiene que, desde el día siguiente, se iba apagando el fuego de las molestias, menguaban las pústulas secándose, y las costrillas que las coronaban se desprendían definitivamente dejándola otra vez limpia, agradable a la vista.

Con la edad, o con la inmunidad adquirida, se rompió el ciclo de aquellas fogaleras epidérmicas y no quedaron en mi rostro secuelas de aquel dichoso padecer. Lo que sí permaneció fue mi emergente afición por la fitoterapia (acorde con la tradición familiar) y una inclinación hacia el estudio de esas manifestaciones menos conocidas del folclore de transmisión oral que forman parte de nuestro acervo cultural más cercano.

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Pasados unos años, luciendo ahora en el cutis las pupas de un reindino acné juvenil generalizado, solía acudir a la casa de mi sanadora con el afán de rescatar del posible olvido alguno de los crípticos rezados; también me atraían los romances que seña María enfatizaba con mucho jeito y que llegó a traspasar a su hija Aurora, la cual (cuando estaba de humor) nos los repetía, hilo por pabilo, para deleite de sus sobrinas, un servidor y unos pocos allegados más.

Hace una década, colocando los atarecos de una mudanza, entre las páginas de un libro encontré garabateados varios de ellos que creía perdidos, ahora los guardo como oro en paño dentro de un disquete. Ésta es la versión o variante de uno de mis preferidos relativo a la temática de Semana Santa y su parafernalia; me trae entrañables recuerdos de una época muy bonita. De sus posibles títulos, yo elijo: “Vestida de luto y pena”.

Pa’l Calvario va la Virgen

vestida de luto y pena

cambiando su manto azul

por otro de seda negra,

llegando al pie de la cruz

y llorando lágrimas tiernas.

Pasó por allí la Verónica

y le dice de esta manera

-¿Cómo esta mujer no habla

ni una palabra siquiera?

-¿Cómo quiere que yo hable,

forastera en tierra ajena,

si un hijo que yo tenía

más blanco que la azucena

me lo quieren martirizar

en una cruz de madera?

-¿Qué señas tiene ese hijo,

que no lo conozco yo?

-Sus cabellos blancos rubios

comparados con el Sol,

sus ojos dos luceros,

sus labios corales son.

-Señora, yo no conozco

a un niño de esa facción,

sólo me encontré en la calle,

que partía el corazón,

a un pobre ajusticiado,

difunto lleva la color.

Me ha pedido que le dé

un paño de mi tocado

para limpiarse el rostro

que llevaba ensangrentado.

Tres dobleces tiene el paño,

tres figuras le han quedado,

si lo quiere ver, señora,

aquí lo traigo guardado.

Allí caminó la Virgen

con más dolor y más pena,

ya se acabó el Sol del mundo,

la Luna y las estrellas,

del cielo la bandera…

Los rezos en su conjunto  -pieza clave del santiguado-, al ser el acto curativo tan enigmático, eran menos conocidos y divulgados; la sanadora los custodiaba celosamente, preservándolos  de extraños e incrédulos que, jallo yo, los hubieran usado sin el debido formalismo y faltos de su correspondiente respeto y reverencia; se los confiaría a verdaderas devotas agraciadas con el don y poseedoras del carisma adecuado, las cuales, después de un periodo de pupilaje, continuarían su labor de acuerdo con unos cánones ancestrales establecidos desde los albores de la Humanidad.

En los libros editados que tratan del tema hay recogidas varias fórmulas e invocaciones de las que se usaban para atajar o paliar diferentes enfermedades: quitaban el romadizo, aliviaban la pulmonía, atenuaban la persistente angurria, evitaban el garrotejo, curaban las picaduras que mancaban, anulaban el mal de ojo… He leído muchas, pero aquella plegaria que no llegué a descifrar, la que utilizaba seña María Lurencia* Espino Suárez para secar los renuentes alifafes de mi niñez, nunca la he vuelto a encontrar.

Enrique García Valencia / La Aldea / 2008

*Creamos o no en la influencia de las estrellas, he de decir que Laurencia es el nombre de una de ellas (realmente un planetoide muy brillante); quién quita que seña Lurencia y sus antecesoras estuvieran favorecidas y tuteladas por esa energía astral…

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VOCES DE MUJER

VOCES DE MUJER

 

Este pequeño trabajo nació al calor de la celebración de una jornada internacional relativa a la mujer. De las muchas conmemoraciones de ámbito mundial que hay se ha escogido una para intentar quedar bien y, para quedarnos cortos con las homenajeadas. Llegará un momento en el que no haya necesidad de celebrar ningún día especial para nadie ni para nada (paz, trabajo, igualdad...), vendrá eso a significar que habríamos ido progresado bastante en la dirección correcta; falta pues mucho trecho que recorrer y muchos caminos que desbrozar de obstáculos, de miedos, de injusticias, de reservas, etcétera.

Yo intenté, con esta entusiasta composición de diletante empedernido, muy grata para mí, quitar mi granito de arena de esa  carretera mal trazada, con un firme irregular y llena de muchas piedras en las cuales seguimos tropezando repetidamente aunque se nos llene la boca, de cara a la galería una vez al año, de buenísimos propósitos (prontamente olvidados) en el Día Internacional de Loquesea.

 

VOCES DE MUJER

Voces de mujer, resonancia musical con entrañable sordina placentaria,

Voces de mujer, impronta de un matriarcado mimador que nos acompaña,

Voces de mujer, cantarinas, susurrantes, mandonas, amorosas, atipladas...

Voces de mujer, de abuela, tía, retía, madres, novias, hermanas...

Voces de mujer, amalgama de sentimientos muy bien diferenciados,

Voces de mujer que creemos olvidadas, dormidas, sin rostro en nuestro Recuerdo,

Voces de mujer, coetáneas compañeras de nuestras propias voces presentes,

Voces de mujer, de arrorró, de fiesta, de afanes, de pena, de trabajo,

Voces de mujer que mueven o frenan, que catalizan o desbaratan,

Voces de mujer, cariñoso vocerío que  subyace eternamente ligado a nosotros.

Voces de mujer, idealizado superyó de nuestro propio Yo.

Voces de mujer que al nacernos, partidas en dos partes, nos gritaron,

Voces de mujer que rotas, al morirnos, se llorarán gritando en mil dolorosos pedazos...

 

 

Para todas y cada una de las mujeres de mi mundo

 

(de Enrique el de Demetria, la de coma Pepa Briginia)

 

DE LA PORRETA: OTROS JUEGOS, OTROS TIEMPOS

DE LA PORRETA: OTROS JUEGOS, OTROS TIEMPOS

Artesanía. En la historia de “La Porreta” se hace referencia a un gran trompo, cuatro veces mayor que los de uso normal, fabricado para mí hace ya unos largos y bastante cumplidos años -en su taller de Los Llanos a golpe de formón, gubia y escofina- por el eterno familio juguetón adulto que era Luisito el Carpintero: vocacional y experimentado cuentacuentos, eterno Peter Pan, diletante Geppetto e indesmayable amigo. Fue aquel juguete mi privanza y mi entretenimiento durante muchísimo tiempo (según el cómputo temporal infantil); luego, otros excitantes sustitutos ocuparon su puesto desplazando  la enorme perinola hacia  los quiciales del olvido gradual e inexorable.

Cuerpo o estructura. Era colosal, tallada a partir de un gran tarugo veteado de pino gallego y enteriza desde la cilíndrica mosquilla hasta la amarilla cúspide de cono invertido que era su acabado inferior,  pasando antes por la media esfera que representaba su abultado lomo pintado de encarnado retinto.

Liña. El artesano la dotó de una larga tomiza de pita de las que él usaba para amarrar e inmovilizar los ensamblajes que tenía con engrudo fresco. Áspera, tiesa y malamañá dificultaba un poco la labor del liado alrededor de la peonza; pero, poco a poco, se fue aquellando con el uso continuado quedando por fin amorosita.

Púa, puya o puyón. Única pieza ajena a la madera e insertada en ella al canto abajo, pie  metálico con el que giraba el enorme peón. Elemento con bastante peligro debido a su afilada punta algo ferrujienta que estuvo a pique, en varias ocasiones, de achocarnos la cabeza o de fincharnos en los desprotegidos ñames de los pies  -más de uno lucía alguna bichoca fruto de su propia o de la ajena impericia en el manejo de los citados elementos-. Era un tachón de los más gordos, de los que se usaban para clavar grandes travesaños, tablones sin desbastar o listones gruesos para batientes de puertas y ventanas; su siempre latente poder punzante iba a la par con nuestro respeto hacia él (nos metían miedo con la enfermedad del garrotejo; si nos clavábamos algo oxidado, la vacuna antitetánica consistía en quemar la zona lastimada acercando, lo más posible, la brasa incandescente de un cigarrillo o la llama y la esperma caliente de una vela de cera).

La tirada. Ya desde el envolvimiento teníamos dificultades para abracar con nuestras pequeñas manos aquel soyajo de artificio girante y, para más inri, tampoco ayudaba la aspereza de la dichosa liña hirsuta. Cuando la echábamos a bailar apenas si podíamos controlarla, parecía hacer lo que le daba su real gana; era una carraca que horadaba el suelo haciendo surcos y levantando piedrillas con sus vueltas desordenadas. Intentamos por todos los medios dejarla pajita para que tuviera un baile acompasado y hay que decir que no llegamos a conseguirlo. La  amolamos en la acera de Tomasito Valencia, le escupimos la puya para diluir el ferruje con papel de lija y probamos con limas profesionales sin obtener muchas mejoras; hasta lo intentamos meándola, por consejo del inefable Vicente el del Barranquillo Santo, pero… naranjas de la China, no sirvió de nada, ella seguía carraquienta y, por supuesto, ingobernable.

 

El juego. Recuerdo que bailaba desordenada como una papagüeva. Descomunal como una tolva, al compararla con los demás trompos, lucía fea, pambufa e incontrolable. Aunque la usábamos a menudo, cada vez que la hacíamos girar era una excitación nueva; verla dando vueltas y trasladándose por el suelo producía en los jugadores un efecto hipnótico, una especie de jiribilla incontrolable que nos llevaba a reír nerviosamente y a proferir en baja voz algunas palabrotas de admiración. Sólo servía para impresionar, para presumir de objeto singular, para jugar en solitario o, con los otros -pero de mentiritas-, a los dos tipos de diversión más usados en aquellos tiempos: la caldereta y la bombita.

A la primera modalidad nadie se atrevía a competir con la porreta pues la desventaja era mucha debido a su empuje aparatoso; tampoco se podía hacer uso de ella en la segunda forma de competición porque era un juego de precisión y el tal giróscopo no estaba para aquellas virguerías de psicomotricidad fina.

A veces jugábamos al comienzo de la carretera de Los Cardones, frente al Almacén de los Picos, no muy cerca de la esquina. A la altura de la puerta trasera de la casa de Encarnita Marrero hacíamos un gran círculo o caldereta que se cogía casi toda la anchura de la calle. En el centro depositábamos amontonados uno o dos peones por jugador. Se sorteaba el orden de participación; luego, con el mejor y más amañadito de sus trompos, cada jugador intentaba aplicar su experiencia y su geito para ganar en la apuesta. Había que tirar arrente del borde exterior alongándose lo más posible y lograr poner fuera de la circunferencia, con un golpe certero, alguno de los que estaban apeñuscados en el centro quedando la peonza atacante bailando (la normativa variaba a gusto de los jugadores). Se acababa la tanda cuando el último elemento disputado era ganado por alguien.

Las maldiciones al errar el tiro, las interrupciones por algún estúpido camión que pasara, las peleas, las trampas, las revanchas para intentar recuperar lo perdido, una madre inoportuna que le daba por llamarte en el mejor de los momentos… todo eso, y más, constituía la letanía y rutina de las cortas tardes de los meses más fríos del año.

Buscábamos las carreteras más atesadas por los chubascos para que los trompos bailaran bien -no hay que olvidar que cada juego tenía su temporada, no se jugaba “al rumbo” como ahora-, la temporada de lluvias que dejaba la tierra dura, aplanada y sin polvajera, propiciaba esta diversión. Había retos, apuestas y apreciación (de tapadillo) del material para apostar ya desde el aula y,  a la salida de la escuela, después de la sesión de tarde volvíamos a casa, sin tener prisa por llegar, jugándonos los trompos a la bombita.

En este tipo de disputa valía más la maña que la fuerza empleada en la caldereta. Si los practicantes vivían en sitios distintos se dibujaban dos circunferencias pequeñas en la tierra del camino, orientadas en la dirección del barrio de cada cual y distantes  unos treinta metros la una de la otra; en el punto medio entre las dos se disponía un trompo, el más birriento y añejo, que haría de testigo, éste sería desplazado -ya desde la tirada-con otro que se hacía bailar y, todavía girando, se cogía en la palma de mano para dar empellones y empujar con el bailarín al viejo en la dirección oportuna. Acababa el juego cuando el sufrido testigo entraba, a fuerza de golpes y de certeros toques, a la bombita del jugador más hábil. En ese momento se pagaba la apuesta y… a comenzar de nuevo.

Había algunas variantes en los desafíos y disputas, incluso se jugaba al cascazo y al puyonazo: no se apostaba nada, pero el trompo perdedor recibía un castigo de golpes secos y de puyazos que podían acabar con él deslascándolo o quizá dejarlo mutilado con feos boquetes e inservible (esto era motivo de trifulcas, discusiones y peleas a la piña limpia). Cuando nos mudamos a vivir a la capital de la isla aprendí de mis nuevos compañeros otro tipo de juego (¿?) llamado “la garipola”, consistía en amarrar los trompos con la liña y golpear de la manera más ruin posible para hacer el mayor daño que se pudiera en la madera del otro (nunca me gustó, donde hubiera un trompo bailando…).

Si los contendientes de la bombita eran del mismo barrio o iban en la misma dirección, se usaban tantos trompos como jugadores para empujarlos, cada cual el suyo,  sólo se dibujaba un redondel que se mudaba en cada partida situándolo cada vez más cerca del destino colectivo, el primero que metía su testigo en la circunferencia ganaba y recogía de los demás el fruto de las apuestas o infringía los castigos correspondientes a los elementos de los perdedores.

Nos pasábamos media tarde entretenidos -vuelta arriba, vuelta abajo-, sin agoniarnos mucho, con la maleta al culo (amarrada con el mismo cubrepolvo de la escuela), sin hambre, sin ganas de acabar la diversión, sin urgencias familiares, sin televisión, ocupando aquellas terregosas calles carentes de peligro, escasas de tránsito rodado y con poquísimas aceras; jugábamos participando del plácido y lento fluir de la Aldea Global que fue nuestro pueblo en aquellos tiempos: final de la década de los borrosos cincuenta, comienzo de unos prometedores sesenta que llegaban con aires de incipiente progreso.

Con los años, no sé en qué momento, el gran trompo quedó desfasado y reemplazado por otros juguetes más sugestivos, más de moda. Siempre me negué a venderlo, ni siquiera a canjearlo ventajosamente; iría a parar al cajón de sastre de mis trebejos y demás tarecos.

Pa’ mi gusto (creo) que lo dejé reposando escondido, cuando nos fuimos de arrancada para la capital, en algún guruncho secreto de mi antigua casa o del solar de mis tías.

La partida de nuestra familia para Las Palmas de Gran Canaria aceleró el ya iniciado proceso de sustitución -el chute de novedades atractivas que la ciudad me proporcionaba fue brutal y copartícipe de mis nuevas distracciones-, pero las vivencias de aquella época (y la misma porreta) quedaron atrapadas para siempre en algún recoveco de mi cerebro, tal vez al canto atrás del cerebelo, casi en los umbrales del cuarto trastero de la remembranza, justo donde subyacen, girando sin parar en la memoria -cual trompo-, nuestros recuerdos buenos e imperecederos. Allí, evocada con agrado y sin nostalgias satas o bobaliconas, está la gran peonza queriendo dar vueltas como la carraca que fue, aunque… ya limado su enorme puyón, amolado día a día por el paso implacable del Tiempo que no cesa, lo haga ahora de forma más tranquila, con un estilo cercano a lo suave, mucho más pajita y ligera, cada vez más ligera…

Enrique García Valencia, La Aldea de San Nicolás / 2009

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MARÍA LA DEL PARRAL. Nuevas andanzas y jechuras de una vieja conocida

MARÍA LA DEL PARRAL. Nuevas andanzas y jechuras de una vieja conocida

Es veinticuatro de diciembre y, en día tan señalado, cruzó el Tocomán que corría María la del Parral.  Iba  ca’ de Achón y José el de  Benina, los  que ahora le dan fiao, a comprar unos cachillos para untarle el bezo a los suyos y poder pasar la fiestas  como cualquier cristiano.  Cruzó la pasadera, con cuidado, saltándola  de bola en bola allá por El Estanco. Se agarraba la barriga por mor de unos jilorios que traía enroñados, también por los  nueve meses casi cumplidos de su embarazo y, sobre  todo, por  los jalíos que en el vientre le venían tirando por  el canto abajo. Apoyaba  un cereto vacío en su cuadril; en la cabeza llevaba la urgente necesidad  de estibarlo, un  pañuelo nuevo y la idea de su mala suerte o, que un maloficio le habían echado:  ni  un mísero real que gastar, las dos cabras que no parían, los tomateros esmirriados, drogas en media Aldea y ni las gallinas le querían poner: tenían el culo amulao

 

Se encontró con las de Antoñito Ramona y se quedó alegando un rato; acechaba la  esquinilla de Fotingo de vez en cuando, le tenía media droga hecha al señor Matías  entre pan redondo, cumplío y bizcochado. A escotero, siguió mi María  andando sin dejar de pensar en el mal año que  estaba  pasando. Saludó  por el camino a Lengo  y a Nito, uno de Los Gemelos, que rejertiaba (no supo bien de qué) con una jetúa e inefable Amparo.  El Callejón lo cogió a puño evitando mirar los lagartos.  Paró un pisco en la casa de la partera para que le echara un ojo al balayo.  Anduvo un poco  más y se botó en los quiciales de Juana la de mana Estebana, ahora para darle a su bombo un descanso. Sería el sexto familio, después de tanta  agua de perejil, de tanta friega y de tanto vaho. Estaba segura, lo suyo no era por buena mano...

 

Como tenía el barrenillo y el reconcomo supersticioso, dejó la tienda para más tarde y se fue en  un volío al Molino Viento cruzando surtita Los Llanos.  Los mil rezaos le dijo Eugenita, le hizo con pilfos viejos un hinsopo contra el mal de ojo, le dio un gajillo de ruda florecida y  una lista de santos que los males quitan por ser sus mejores abogados: san Lázaro contra quemaduras, san Benito que  sana el mal de orina , santo Domingo Savio patrón de parturientas, san Fermín la  hidropesía, san Rufo de los afligidos, san Manuel que quita el mal del costado...y  doce  más que escribió al corre-corre  en  papel bazo. Al salir (nada convencida) se encontró con Pancho Malena que parecía estarla esperando.  Le traía, de parte de su mujer -que la había visto llegar- , unas papillas nuevas recién escarbadas, batatas de yema güevo y, un cabillo de ajos del país que se lo tenía ofrecío desde  que  estuvieron ca’ de Pilarito Franco descamisando.

 

Con su ceretillo medio lleno se encaminó, contenta como unas pascuas, por el camino del Tanque de los Majanos a comprar lo que le faltaba para matar la gazuza  que los hechizos de la curandera no le habían quitado. Le apuntaron el fiado hasta que Panchito  Ramírez, a cuenta de la zafra, le anticipara un algo. Como ella quería darse  un antojo, que desde  agosto arrastraba, pidió con anhelo de embarazada unos trozos masusitos  de un buen cherne  salado: un burro grande, más mulo que otra cosa, los pobres tenderos le acabaron  pesando en la inestable balanza. Con la ventrecha, la mitad de la cabeza y parte de la cola haría  un  buen reparto, Mariquita Guía, su comadrona, también saldría ganando.

 

Coronaron la compra: una botella de vino jerezquina y de turrón de barra unos truscos  más bien medianos.  La brindaron con una copita de anís  los hombres que,  al fondo del mostrador, se estaban mojando el pico y enyescando.  Uno de ellos, Luis, el yerno de su coma Pepa,  fue el que le dijo que en los Betancores estaban   ya casi listos  los  adelantos.  Bebió, hizo las  correspondientes regañizas al licor, dio las gracias, cogió la carga,  salió a la calle, dobló  la esquina del comercio y, en un singuío, se puso en el barranco.  Para atravesarlo, se hizo con  el delantal un rodete para calzar mejor el inesperado aguinaldo. Peonó por la pasadera pisando con mucho cuidado y, a la mitad del vado... (sin ton ni son) le da a la mujer una risa floja seguida de un arrebato. En lo que Barrabás  se restriega un ojo, sacó y bandió al agua que bajaba: el hisopo contra el mal hecho, la apestosa ruda y la lista que tenía  en el papel bazo.  Pudo ser que, al estar  gandía, el anisao  la hubiera  desarretado; ella no sabía,  pero... lo que se dice ahora, veía que de repente todo iba requetebién, que sus agonías y preocupaciones no eran para tanto.

 

¡No le hacían falta sortilegios, ni atadillos, ni yerbas, ni listas de lejanos y desconocidos beatos!  Ella  confiaba más  en los que hoy mismo  habían sido sus protectores y sus verdaderos santos: santa Achón, san José Benina, la buena de Sampedrito y su marido san Pancho.

 

No había  zafado de cruzar el  barranco cuando  pegó  a llover del Hoyo pa’bajo, lluvia granadita de la que no hace daño. Una buena rociá para los pendejos de tomateros que no le quieren medrar ni por Dios ni por su poderosa mano. Para no enchumbarse eslapó a correr  y, entre resuellos  y risitas nerviosas,  pensó en el rico "santoral" que para mañana ya tenía muy bien cifrado: sancocho, santurrón de Alicante, san Clemente (quinado), santas Pascuas aleluya y... sanseacabó amén, ya  vería (lo vislumbraba) a qué beatitudes patronales se iba a engrampar en los siguientes meses del próximo año. FIN

 

 

Colofón. Por mor de las carreras y del sangoloteo (otro santo) se puso nuestra amiga  de función alumbratoria un poco después de las cuatro; y dio a luz pariendo el fruto de su vientre Jesús en la  forma de una niña preciosa, Daniela la llamaron.  Llovía a chuzos y asustaban a los pobres cristianos los cientos de truenos y los tantos  miles de relámpagos. La lánguida y rotunda cascada de Las Güesas y el impetuoso caidero del Raborratón, eternos enamorados separados durante todo el año, se desgajaban saltando ruidosos montaña abajo y besándose en Chaparra estaban, al juntar sus aguas en fraternal y apretado abrazo, sus respectivos barrancos.

 

La recién nacida -ajena a todo eso en su belén particular- mamaba tranquila arrullada por la maría-Dácil de turno que, entre suspiro y suspiro, la mecía suavemente en su protector regazo mientras que su josé-Santiago pugnaba, sin conseguirlo, poner remedio a las goteras que, desde el flinfle techo construido con torta de paja y barro, caían monótonamente en la palangana, en el lebrillo, en el balde de ordeñar, en la bacinilla grande de pisa y en las latas con bico que usaron en los primeros meses de zafra para regar "a cacharro".

 

Enrique García Valencia, niñojesús allá por el año 1949 de nuestro Señor.

 

 

Imagen tomada del usuario rodchile de flickr.com:  http://www.flickr.com/photos/rodchile/374953182/

 

DE UN ENTRAÑABLE Y VIEJO AMIGO

DE UN ENTRAÑABLE Y VIEJO AMIGO

Sólo una vez vivió (malvivió), por apremiantes motivos laborales, alejado de su casa y de su familia, en un lugar frío, bastante extraño por su aspecto e infausto según mi propia catalogación. Seguro que, no me atreví a preguntárselo aunque por intuición y empatía siempre lo supe, nunca llegó a entender del todo el motivo de aquel fastidioso paréntesis que duró demasiados meses.

Tuvo que residir todo ese tiempo en la calle Aguadulce, en el domicilio oficial de las guaguas cuando todavía eran de madera. Era un sitio poblado de ruidos y rebullicio, de gente rara a la que no comprendía, de suciedad y olores extraños, de un frenesí y jiribillas lejanas a su idiosincrasia, muy distantes de su saber estar. En mis esporádicas visitas al lugar, por algún mandado de mi madre, no me gustaba verlo metido en aquel salpafuera de gentes rudas en el trato. Yo sentía tener que volverme a casa y dejarlo allí mientras él intentaba disimularme su pesadumbre con una media sonrisa de contrariedad.

Estaba acompañado de otros congéneres, pero no llegó a hacer buenas migas con ellos. Se le antojaba que eran anodinos, que tenían muy poca personalidad y que vivían allí vegetando o resignados con su suerte. Él no se sentía así y lo dejaba traslucir. Era (siempre lo ha sido) demasiado casero y familiar hasta las vetas más profundas para intentar amañarse siquiera a aquel ambiente. Añoraba mucho su hogar y se le notaba demasiado. Él nos había ido conociendo desde el gateo, nos ayudó con los primeros peninos, nos había majado los dedos a todos, nos escondió cuando jugábamos a virgo, nos había servido muchas veces de pasarela circense, de grupa paquidérmica, de templete escénico, de diversión, de apoyo, de consuelo, de refugio…

El banco de carpintero de mi padre nos ha acompañado siempre. Por años y años ha permanecido en nuestra casa, forma parte de ella y figura como uno más de los seres con los que hemos crecido, convivido y madurado. Fue, es y será siempre un cachorro de banco: fuerte, pesado, útil y poderoso. Nunca lo vimos hacer una mueca de disgusto, ni le oímos refunfuñar o protestar; ni siquiera cuando (por estúpidas razones de espacio) mutilaron su excesiva longitud arrojó una queja o produjo un gemido, nada de nada. Aquella vez, cuando le cortaron un trozo, si acaso, exhaló un largo y prolongado suspiro oloroso: el hálito de la buena madera seccionada.

Jamás se quejaba por nuestro trato torpe y un tanto brusco: si le dábamos un tambucazo al errar nuestros golpes con el pesado martillo del carpintero, disimulaba; si -por impericia- clavábamos alguna tacha en su recia estructura, miraba hacia otro lado; o si, al limpiarlo de serrín lo rascábamos más de la cuenta por nuestra prisa y urgencias de juego, simulaba estremecimientos de perruno placer.

Había que estar muy atento, y en el momento adecuado, para poder oírle algún tipo de manifestación sonora; sólo leves crujidos producía su maderamen cada vez que, para su traslado, lo desarmaban (odiaba eso). Emitía, entonces, una especie de ronroneo cadencioso que dejaba traslucir el desasosiego que le invadía por lo incierto de su futura ubicación, inquietud lógica en todo ser con un mínimo de sentimientos (y de tino).

Algunos inaudibles gruñidos de protesta quejosa le pude oír cuando, poco a poco, fueron desapareciendo la mayoría de sus íntimos amigos e inquilinos: murió de peritonitis aguda Calderillo Engrudo, quedó tullida y algo asmática la compañera Garlopa Grande, la artrosis degenerativa se llevó por delante al camarada Berbiquí Brocas, sesteando su jubilación quedaron Gubia y Barrenas, el garrotejo inclemente inmovilizó al estilizado Gramil Doble, mi querido cepillo Guillame (preferido entre todos) sufrió una depresión cuando vio las primeras maderas con rebajes hechos a máquina… y, así o de forma parecida, casi toda la jarquilla primera fue siendo sustituida por un nuevo personal especializado más acorde a los tiempos y a los avances de la técnica.

Así mismo, cuando fueron llegando los advenedizos: don Engrudo Blanco, doña Sierra Circular, su hijo Cepillo Integral Bosch, las hermanas Fresa Dora, Cala Dora y Lija Dora, mister Black and Decker y otros, él fue aceptándolos a todos e intentando una mediación amistosa, una aproximación gradual de los recién llegados con los de siempre: con las férreas sargentas trinca maderas, a los martillos de orejas, a los cepillos que no entendían la escasez de garepas en el entorno, con el pesado nivel de burbuja, al metro articulado y hacia todos los enseres que en su interior se guardaban -o se cobijaban buscando la seguridad de su enmarañado marsupio- y que él se empeñaba en tutelar.

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Los avances del voraz progreso se fueron llevando por delante a las jardineras guaguas que circulaban por la capital de la provincia. Unos vehículos más ligeros, modernos y metálicos sustituyeron gradualmente a los pesados anteriores, más lentos y de madera. El transporte de pasajeros en Las Palmas de Gran Canaria ganó en rapidez y eficacia. Ganó también nuestro banco porque, entonces, los guagueros dejaron de contratar carpinteros, los chapistas ocuparon lugar destacado en las reparaciones, y él pudo retomar con nosotros al barrio de San José. Ya nunca nos ha abandonado, se trasladó con nuestra postrer mudanza hasta Miller Bajo y allí continúa tan campante, haciendo gala de ese buen carácter de palo recio que Dios le dio.

No cumple ahora la misión para la que fue creado: pero no le importa, está en su casa y eso es lo que cuenta para nuestro amigo. Si tiene que servir de armario, poyo de cocina, estantería u otra cosa, no se corta ni un pisco, pone su mejor cara y coopera; sólo el haber conocido a la cuarta generación: los hijos> de los hijos> de los hijos >del carpintero y de Demetria, ya compensa y le vale la pena.

Todo es un volver a empezar. Como antaño, participando con ellos en sus diversiones, sirviéndoles de escondite en el juego de trapo-quemao, siendo la pasarela de sus desfiles, convirtiéndose en casita de muñecas, dándoles su amistad, su apoyo… y quizá, hasta majando los dedos a los chicos, aunque la bisabuela grite y Luis, desde lo alto, le eche pestes y pétimas al sargento-trincador y que, de broma (entre guzpatas para consolar a los familios), lo amenace a él con desarmarlo: por bruto y por malo.

Enrique García Valencia, segunda generación / 1949

De las casillas viejas y su patio

De las casillas viejas y su patio

Preludio. Este pequeño relato tiene que ver con un entrañable lugar: el particular patio de la vieja casa de Los Llanos, escenario de mis recuerdos iniciales, mis incipientes experiencias con el entorno y mis primeros contactos conscientes con el cariño y arropamientos familiares.

La pala mecánica puso fin al sitio al que ahora me refiero pero, reconvertido por mor del sentimiento en patio interior de vivencias felices, me acompañará siempre, estará al canto atrás de mi corazón –metido entre los repliegues del Recuerdo- hasta que el tractor de la muerte pelona me sorribe y me mande pa’ La Julaguilla, y aun así (durmiendo el Sueño de los Justos), creo sin sombra alguna de duda, que voy a soñar eternamente con el solar que tanta impronta me dejó y que ahora, hilando estas frases de diletante empedernido, evoco para ustedes… y para mí.

 

De las casillas viejas y su patio

Amanece al golpito, lenta y perezosamente. Huele a limpio y el aire admite aromas del agua guisada de apio recién hecha. Había llovido a chuzos durante toda la madrugada y las lajas del patio brillan como espejos de azabache pulido. Los melindros dejan caer monótonamente sus últimas lágrimas de plata compitiendo en su llorar con las santamarías y con los alerones del tejado de la casa de en medio. El techo de la cocina (cubierto con tierra verde de San Clemente), compinchado con el aguacero y la noche, dibujó curiosos graffitti esmeralda sobre la tachonada pared de piedras enjalbegadas que lo sostiene. Las nubes siguen escupiendo alguna chispilla.

Mi tía Josefa, con un saco vacío de guano en la cabeza a modo de chubasquero, se protege de las tres garujillas que siguen cayendo. Va y viene, aquellando no sé qué, entre el llano y el pajar; parece ser que la jaldúa se puso anoche de parto y acabó pariendo esta mañana.

Retumban los truenos alejándose del valle, hacia Tasartico, y justo a rente de las tejas que cubren la casa de arriba, se ve al Raborratón saltar en todo su apogeo buscando al Tocomán que bajará bramando entre Villanueva y el Pinillo.

Juego a no mojarme los pies, voy a la laja, y para ello peono sobre el empedrado que ahora se parece a un gran damero con muchas posibilidades para moverme. Giro y salto entre los charcos, miro el cielo intentando descubrir por ca’ Cha Lijandra el arco iris que no aparece todavía y vigilo a mi madre para que no me vea descalzo: es demasiado temprano para recibir moquenque.

Por entre las agujas del pino amigo silba el poco viento que queda. Un chuchango enorme se arrastra parsimoniosamente dejando tras de sí una brillante estela de baba. En la vecindad cantan y se contestan los madrugadores gallos. Mi abuela, caña en mano e intentando no mojarse el borde de sus naguas canelas, inspecciona el patio de su casa que es particular y se moja cuando llueve como los demás. Jardín de mi infancia, amplio, enlajado, resguardado, cálido… Puente de mando de un matriarcado que se escalona desde la Briginia mayor hasta la Demetria menor y maire. No cuento la insalla de hermanas, primas, tías, parientas y allegadas.

Casi todo en él es femenino y acogedor, tutelador y gestor de cariñoso trato. Matriz a cielo abierto tapizada de doméstico confort. Están presentes muchos elementos de esta ágora de la ginecocracia familiar: las flores, las plantas, la talla, la palma, la tienda, la tierra verde que chorrea, las hormigas, las gatas que dormitan y amamantan, las macetas y jardineras de Carmen, la cocina, la cocinilla de fuelle y la de mecha, las barbas-del-diablo que florecen de relancia, la olorosa comida que me llama…

chuchangos

Hoy nos movemos a gusto en este impluvio: mi padre, mi tío Tomás, yo mismo, el perro Caracol, algún gato galán forastero y el pino camarada que se mece, proyectando su sombra en nosotros, al paso de las horas que marca efectivo. Bajo el árbol, un poyo circular, goro de muchas reuniones, de algunas decisiones y de vespertino descanso. Hacia el cielo un laberinto de ramas entrelazadas y los celajes más gandules que se deslizan perezosos con sus panzas ya blancas y livianas.

Las telarañas, perladas de gotitas minúsculas, ponen cortinillas de fantasía a los machinales de la pared del cuarto de atrás y esconden eficazmente a las tejedoras. Un oscuro alcalde, cual experto albañil, no pierde el tiempo y va formando su casa-cuna con hileras de barro que amontona al soco de la cornisa de la casa nueva.

Patio interior lleno de briginias que al calor del fuego, en el tiempo de la cena, te cuentan de brujas, de ir por leña y suspiran hondamente mientras protegen sus manos callosas e hinchadas bajo faldriqueras de dril. Decimos adivinanzas, chascarrillos, retajilas y los rezados de la doctrina. Las mayores se resisten a contarnos cómo se jugaba a pámpano roto, se miran entre ellas y se ríen, no sé muy bien de qué.

Brilla la Sajarita, buscamos el Carro, las Cabrillas y las fugaces que atraviesan el cielo de banda a banda: formulamos deseos en lo que se calienta la comida y ponen la mesa. Pedimos un niño para mi madre al paso de una estrella; ríe y me pega con su caña mi abuela. Caza un perinquel cerca del bombillo que con su luz atrae a las pajaritas nocturnas. Se oscurece más y se enfría la noche con el terral que baja y se aposenta como un manto helado.

Te eriza el frío como si estuvieras en pelete, te tientan las sábanas pero el terror infantil a los moros y demás parafernalia de los cuentos de miedo no te dejan ir solo al catre. Contigo van tus tías que te arropan y resignadas echan, por tu mandato, el antepenúltimo vistazo bajo la cama.

santamaria

Mañana, si no llueve, alimentaremos a las hormigas con pisquitos de pan, haremos un remo en el pino con la soga larga, jugaremos a las tienditas, iremos a ver la jaldúa que parió dos baifillas: una berrenda y otra culeta: dicen que el ubre no le cabe en medio de las patas. Pondremos el falsete en la mimosa por si cae algún linacero de los que rondan las jaulas de los canarios…

Después del almuerzo, para combatir el tedio de la tarde: la lotería. Alguien coge la banca; cinco almendras el cartón, el que gane se llevará una buena embozada, medio almud para garapiñadas. Se escarruja la vocalista y sangolotea las bolas mientras canta:

-¡Las banderitas de Italia!

Virgo!

-¡Los gallegos al trancazo!

Ambos!

-¡Los dos patitos!

Terno!

-¡Caga y tuerce!

Premio!

-¡La edad de Cristo!

Alto la bola! ¡Pa mí la embozá de almendras, la banca y la calabaza!

A modo de preterición

A modo de preterición
En la umbría, desde la fresca escocia del risco y a su soco, incapaz de expresar con palabras la armoniosa conjunción del entorno, y después de vanos intentos sin poder atrapar ni un ápice, opto por relajarme procurando (sin conseguirlo) atesorar el estallido de sensaciones fugaces que me circunda inundando totalmente todos mis sentidos.

Rápido se mueve el viento sobre la mar, allá, más afuera, cercano ya al trazo horizontal. Lo dicen aquí: el alargado diseño de los celajes -binzas en lo alto- y la brisonera que, desarretada, le silba sin poder parar a los filos del sufrido Veril. Las olas intentan poner rítmica monotonía y tempo adecuado en la sinfonía total del entorno.

El titilar del reflejo de los charcos se sitúa en la pared del risco y la yerba que tapiza sus fondos se mueve valseando al son y compás de flujo y reflujo.

Tres cabozos, tres, van tras sus sombras persiguiéndolas con el afán de los que viven su propio juego; son los dueños del biótopo costero y campean a sus anchas por él.

Flota una cáscara de semillas de girasol sobre el fulgor del agua inquieta. Con el paso de las horas arrecia el calor y el color de la jornada se fija en las cansadas retinas. Todo se anima al mediodía con la pleamar en las charcas y barranqueras del estero.

Debajo de la aparente barahúnda, subyace la ubicua calma del lugar que me llena y me sosiega. Me voy, enrolado en la barquita de pipa vacía, por las procelosas aguas cercanas navegando de poza en poza. La brisa de la imaginación es la mejor aliada del piloto que parece timonear la nao con un desgobierno intencionado.

Los roques desde El Veril

A rente del agua, ahora algo aquietada, veo los dos roques. Allá son, lejanos e íntimos, familiares y distantes; negro el uno y colorado el otro, combinan sus perfiles eternos con la cambiante luz del día que los matiza al paso solar del tiempo.

Me amodorro pellizcando un poco de sueño, y el Sueño me apotala en su dulce ensenada con la fuerte maroma de sus pellizcones certeros…

 

Enrique García Valencia, La Aldea / 2007

arcoiris en El Perchel

 

(Fotografías: Francisco Suárez Moreno)

Historias cruzadas con “La casa de La Aldea”

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El desarrollo y acontecer de estos pequeños escritos comparten varias cosas: lugar, tiempo, tempo y amorosa dedicación (creo). Surgieron en la Semana Santa de hace unos años…

El primero sucedió el sábado anterior al Domingo de Ramos. La jornada era un clásico de esas fechas: brisonera incipiente e indina y día perezoso más largo de luz y de calor.

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Estaba entrando el agua, Demetria y un servidor nos habíamos dado el tute limpiador y, después de zafar, nos estábamos premiando: yo disfrutaba con un botellín fresquito y ella se satisfacía poniendo las patas en alto mientras veía las novelerías que vomitaba la tele.

A mediodía en peso, cuando el resol del patio es más brillante, quizá deslumbrado por tanta reverberación de luces y sonidos apareció. Era un abejorro de culo blanco, de esos que esclavizan en los invernaderos para fertilizar cosecha, zafras y cuentas corrientes. Entró en el patio atropelladamente pero también ligero, más como un experto singue que como un panzudo avión tipo Hércules o DC3 de la moderna aeronáutica del siglo XX.

Desorientado y errático él, yo curioso e interesado en sus evoluciones, nos cruzamos por unos minutos en el cómputo total del Tiempo, luego… la vida siguió su curso y deriva.

El segundo tema, cortito e intenso, habla de la relación de fiel cariño entre la buganvilla (la que tiene una bicolor sonrisa en cascada) y su amiga, dueña y cuidadora: Deme, guía local de la ya nombrada almunia y catalizadora de su biocenosis.

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=Bombus canariensis=

Gordo, negro, amenazante, velludo, clónico, y torpe por su borrachera de solitario valor, llegó dando tumbos de pared a pared, aquel Espartaco furtivo.

Planeó desde la buganvilla hasta la mesa vacía, giró por entre la cerveza rozando la espuma rebosante de mi vaso, cruzó luego a través del pendular vaivén del helecho y tocó el envés de sus hojas tachonadas con esporas de vida. El roce inesperado desequilibró su timón y lo hizo errar como un spitfire herido pero, cerca de la puerta de la cocina, pudo enderezar sus flexibles alerones y remontar buscando esa salida que se le resistía.

Sol, sombra, sillas, espejo y la pila del agua. Fregona, escocia de una columna, hojas de un poto que cuelga, otra silla, toldo, jardineras, piedras de la playa y tambucazo con y contra el teso frío que aguardaba pacientemente sus evoluciones.

La manifiesta torpeza en el suelo de sus grotescas patas contrasta con su ímpetu y cuasi ligereza en el aire amigo: giros, planeos sosegados, ascensos, barriletes, descensos en picado, fintas, breves aterrizajes y, giros… demasiados giiiirooosss. El encuentro (encontronazo) con una violeta africana determina el final de su tormentosa derrota, punto final en su cuaderno de bitácora. La prevista colusión de Vida y Destino ponen reposo al indómito abejorro que nunca ha sabido, que no ha querido resistir ni adaptarse; que no deseó nunca cooperar, ni morir entre rafia, envuelto en la esclavitud de las sutiles mallas del cómodo invernadero.

Gordo, negro, saturnino, quieto, amenazante, muerto y velludo: simplemente un himenóptero rebelde y fugitivo…

Llegó visita: Paca y la mía le dan a la taramela rivalizando con la tele que berrea sus noticia (ellas hacen lo mismo pero media octava más alto que el dichoso aparato). Mientras, ajeno al guineo que suena, yo contemplo el cadáver del animal sobre una aterciopelada hoja con la que él compite. Admiro su tersura, su callada presencia, su porte guerrero rebelde y, en el temblor espasmódico de sus nervudas alas: el victorioso gesto por su ansiada liberación, su adiós definitivo…

 

 

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La Papelera


Del muro añejo de piedra
y en su socaire que la ensombrece,
se teje y crece de savia henchida,
desgajando con ahínco lo tejido
en multicolor cascada de flores,
la papelera amiga.

Pone sus gracias con rosa y plata
la coqueta buganvilla agradecida
en su faz enramada de verde,
y loca por corresponderte, Deme,
la mata trepa, yergue y se mece
a la sombra del añejo sostén de roca,
que como tú, también la protege y quiere.

 

 

Enrique García Valencia, La Aldea / 2007

Te conozco, mascarita

Te conozco, mascarita

Prolegómenos. Este pequeño trabajo fabula acerca de hechos que pudieron haber ocurrido en los años cincuenta y tantos cuando (en el paréntesis franquista) todavía estaba prohibido vestirse de máscara y se perseguía a los devotos que celebraban alegremente los Carnavales como-Dios-manda, tal como el Relajo aconseja y la bambolla del Alma reclama periódicamente en su loca catarsis anual.

Debajo de los farfalanes que usa el personaje central de este relato, creo reconocer a una buena amiga mía (nuestra), no estoy seguro del todo: su jango al mover los brazos, algo en su forma de callar, su caminar a escotero, el deje melifluo e impostado de su fingida voz, la jiribilla de sus gestos y un nosequé en sus amaneradas poses forzadas de machona me hacen pensar que...

No lo puedo descubrir pero, si me llamaran a jurar, estaría por decir (casi seguro) que tiene que ser ella: la misma que viste y calza.

Va dedicada esta historia a todas las personas que son para las Carnestolendas “como cho Rivero pa' lapas” y, en especial, para una entrañable cómplice de aquella época y lances: Cornelia la de Celerina, la cual me solía prestar los zapatos con los que me disfrazaba; una vez me dejó unos, en charol encarnado y punta fina, que eran una maravilla. Sus taconcillos de aguja (no muy altos) estilizaban mi angulosa figura “sin virtú”, proporcionaban un cierto contoneo gracioso al desgarbado porte mío y también (lo que más me gustaba) tarareaban en allegro un repiqueteo frenético que anunciaba mi presencia y poderío -debo decir que se los despelucé huyendo de los municipales que, en los setenta, ya medio consentían la mascarada doméstico popular-. No me atreví a devolvérselos (ni pa' qué), quedaron que no servían ni para echarlos “al traer”; todavía los recuerdo con una borrosa nostalgia y con el eterno agradecimiento de mis incipientes callos de entonces que, en otra horma más angosta, hubieran sufrido los rigores de las indinas calles aldeanas.

Te conozco, mascarita

-¡Le digo a usted que se pare! -se desgañitaba añulgado, gritando sin poder decir su orden un asmático policía, y, ligera cual zepelín (corriendo a tropa teñía), de la autoridad competente intenta ocultarse una aterrada mascarita.

Empolvada de talco, emboza su cara entre los pliegues de unas colchas de mora jarabandinga con las que se forra desde los tobillos hasta la coronilla; atrás queda el Celador Chico, mientras, ella eslapa a trompicones por La Palmilla pa' arriba.

Luce de rodete una listada toalla revejía y en las manos unos guantes rotos de cabritilla; se encajó en El Surtidor en un volío, se esconde también del guardia Antoñito Medina que, resoplando su trotecillo apático, por La Pasadera iba.

Calza unas grandes alpargatas de esparto, unas medias de cordoncillo de las que Yuse vendía y desalada va porque el Cabo Vega le había dado el alto por ca' Titita. Sangolotea en un cestillo de caña: una limeta de anís de garrafa que le dio Maruca Quintana, media docena de huevos de gallina y de quíquera, un cuartillo de aceite, azúcar, harina del fondajo de un saco que le dieron en la Panificadora Matías y algunos paquetillos de matalahúva que le aperruñaron en la mano Nela y Agapita.

-Lo que tanto me ha costado conseguir -masculló- ésos a mí no me lo quitan-. Aferró su laborioso botín, protegiéndolo del salpafuera formado, y tocó ca' las de la Fonda para ver si le abrían enseguida. Lo que oyó, sonaba totalmente contrario a lo que ella pretendía: bajó corriendo las escaleras Asunción y puso la aldaba para que no entrara la desconocida. Aliando, contrariada y sin resuello, siguió la máscara pa' Los Llanos intentándolo con Pedrito y Angelinita que, tampoco le hicieron caso, le cerrraron la puerta y el postigo pequeño; miedosos, le dijeron hasta rejodíngana.

Arrastrando sus brillantes telas de raso tiró pa'l Barrio por el callejón de José el de Benina y, con su impudicia de tapada, a la hija de mana Estebana y a la mujer de José Gloria les dijo:

-¿Me conoces, Juana, me conoce, Amalita?

-Arranca pa'l Parral corriendo -contestan risueñas las amigas-, tira pa'l Parral y arrejunde, morita... no sea que los celadores te trinquen y te den una buena tollina.

Lo mismo le gritó Achón que miraba la novelería desde su esquina:

-¡Unas gorrillas grises ya vienen, las veo por ca' las de Navarro y por la Herrería!

Mentira que surtió el efecto deseado entre el sofoco que, a la tendera, le producían sus reprimidos conatos de carcajadas al ver los apuros de la que huía.

Casito le da un fatuto a la mora de la morería, que se vio ya presa y llevada ante la Justicia de Guía y, armando en aquel mismo momento un remolino de colchas mientras se las subía, saltó pa'l Tocomán como una salpatrica, se sisnió geniosa de bola en bola por el barranco y maldijo incluso a las piedras del camino por donde iba; llegó a sus quiciales: desarretada, con un ataque de alferecía, despacio -no fuera que los perrangos se le tiraran- y surtita para que no la oyeran sus noveleras vecinas.

La casa estaba en silencio: los familios y su marido fueron, por ser domingo, a visitar a la abuela Fermina. Así que, cuando se le fue el susto del cuerpo, se quitó el jaique, el turbante y las enagüillas; resolló suspirando, voló como un singue pa' la cocina y, con todos los preparativos de su cuestación, aquelló una docena larga de hermosas tortillas (no torrijas), añadiéndoles de su cosecha: cáscara rallada de limón, un chilgo de leche clara, y la harina que cernió con mucho cuidado en un cedazo más lleno de laboriosos zurcidos que de tela fina. Aceite, que la infeliz poco consiguió (pues-no-lo-había), fue echar algún que otro goto en la sartén de vez en cuando -al estilo de la inefable María Locera- virando la torta antes de que ajumara demasiado y supliendo la escasez del oleaginoso elemento, a golpe de jeito y de mucha pericia.

En zagalejo como estaba, sentada ya a la mesa y bien repollinada en su mejor silla, abrió la pequeña botella de anís, golió el tapón de corcho aspirando su aroma dulzón y, sin hacer ninguna regañiza, se jincó sus tres buenos macanacitos mientras mordía con deleite la sabrosa comida. Y, un pisquito más tarde -en la cuarta o quinta tortilla-, sin saber cómo ni en qué momento, le entró la risa floja a la solitaria comensal mientras bebía y engullía los frutos de su requisa. Pasado un buen ratito, siempre entre risillas tontas y sonoros irutos (enralá, nerviosa, espasmódica e incontinente de vejiga), se vio a sí misma brindando nuestra mascarita, limeta en alto, por los involuntarios compañeros de su previsible aventura del día: por el Celador Chico, por el Cabo Vega y... por el pobre Antoñito Medina.

Enrique García Valencia / La Aldea / 2008

QUERIDO AMIGO ENRIQUE

QUERIDO AMIGO ENRIQUE

 

Palmira Palacios Reyes

Camino de Samarra s/n

Nabat - Siria

 

Querido amigo Enrique:

 

Esperamos que al recibir la presente misiva te encuentres, con todos los tuyos, tan bien como deseas que estemos nosotros y nuestras familias, cultivamos ese gran anhelo en agradecimiento a tu siempre buena voluntad; por aquí, la mayoría bien, a Dios gracias.

Ésta es en respuesta a la temprana correspondencia que de ti nos llegó el pasado noviembre y la más tardía de diciembre -cada año se va adelantando el correo estacional en una incipiente progresión geométrica un tanto dislocada-. Por ella vemos que tus buenas intenciones de no pedirnos nada especial de orden personal (hacemos alusión al periodo 2004-2005) han ido derivando y dirigiéndose hacia derroteros menos ilusos en la estructura, más pragmáticos en el fondo de la famosa forma.

Hemos congelado, siguiendo tus postreras instrucciones, el suplicatorio de la primera carta (un tanto febril, según el Departamento General de Concesiones) y contemplamos la actual epístola -que ahora mismo tenemos ante nos releyéndola- con un pisquito de desazón y, al mismo tiempo, con bastante complacencia por lo anulado y lo elegido posteriormente: tu desiderátum del presente año.

Colegimos, pues, que renuncias a todo lo anteriormente expuesto y listado en función de que las nuevas peticiones (realmente eliges sólo una) sean, además de prácticas, conseguibles y que puedan quedar dentro de los cánones que nuestra Casa ha logrado mantener vigentes a través de los tiempos gracias a la bondad petitoria de los escribanos.

Dedicamos entonces un somero repaso fmal a tu mensaje para así evitarnos reclamaciones y palinodias propias de mediados de enero, para poner tono definitivo a tu última solicitud y para recapacitar antes de lanzar nuestro definitivo asentimiento: haces expresa renuncia, por el momento, a la retahíla de todas las cosas que enumerabas como deseables en tu penúltima del pasado mes, las cuales pospones (hasta que la marea esté baja y consigamos golpear la lapa) pero que no vas a olvidar, a saber:

 

-La carretera de La Aldea, a comenzar en el 2008 sin más subterfugios, ni más mentiras, ni oportunismos políticos, ni desvíos de presupuestos económicos, ni... oséase: ¡ya!

-Una Televisión que conjugue el entretenimiento con la cultura. No: a los granhermanos, ventiladores, tomates, corazones de no sé qué y todos los demás programas-porquería.

-Neutralización de la prensa amarilla, tendenciosa, manipuladora, sustentadora, vocera y barragana de Conferencias o de cualquier grupo político del espectro que sea.

-Desaparición rápida de la pandemia de las drogas ilegales y de sus efectos perniciosos, también la paulatina eliminación del vampirismo estatal que ampara las legales.

-Desterramiento de la música rap y de su chabacana estética (porfavor-porfavor).

-Promoción de todas las becas, ayudas y facilidades para el Estudio, el Perfeccionamiento y la Investigación de cualquier tipo que, de alguna manera, revierta en la Sociedad.

-Acabar con el actual tráfico europeo de esclavos (punto).

-Una Palestina Libre, zafada del yugo judío, sin bulldozers arrasadores de tierra, justicia terrenal y haciendas (un año, Vuestras Ilustrísimas irán a Belén y no la encontrarán, en su lugar hallarán un kibutz repleto de sionistas ortodoxos, ¡no lo quiera Alá!).

-Neutralizar, con vuestra magia, a los prestidigitadores mundiales de los llamados efectos colaterales y demás masacres que, en nombre del Derecho, no les importa nada cambar a los infelices que cogen por delante porque les sale a ellos de sus mismísimos centrales.

-Esfumamiento del Pleito Insular y de las cerriles tendencias insularistas.

-Empleo adecuado para todo el mundo. Trabajo, sansimonismo y "omnes labore uniti".

-Eliminación de los flecos del Concordato: expulsión de los mercaderes, neutralización de su mercadeo y de su sibilina mercadotecnia.

-...


Leída la totalidad de tu elaborada lista con entrañables demandas anuladas -entre sonrisas y suspiros de alivio- venimos a concederte ese único pedido-regalo que, al no ser directamente para ti (remarcamos), entra de forma automática en la lista preferente y que nos place enunciar con el protocolo ad hoc que sutilmente dejas caer:


Nosotros, en el ejercicio de la mágica facultad que asiste y ampara a nuestro cargo, tenemos a bien y decidimos por unanimidad otorgar, concediéndola de forma vitalicia, la siguiente enseña de prestigio, prebenda de honor y de merecida enjundia:


Título de Alcaldesa Mayor Pedánea, Potestativa, Perenne (Dios lo quiera) y Miembro destacado de Honor del Centro Aldeano de Ocio y Polideportivo, sito en Los Cascajos, a favor de una excelente señora, natural y vecina renovada de La Aldea, por ser (a ojos vista) envidiable Esther Williams, nereida diletante, veterana Sirenita de la piscina y usufructuaria fiel de todas las facilidades saludables que el citado lugar oferta, de las cuales ella sabe extraer substanciosas mejoras para su cuerpo, su espíritu y demás bambollas adyacentes: Doña Demetria Valencia Montesdeoca (la madre que te parió).


Para que surta efecto tal demanda y resolución, lo firmamos y rubricamos en documento especial que haremos llegar a la susodicha en las fechas adecuadas del mes que entra.

Ponemos fin a este despacho, amigo Enrique, deseándote por partida triple que la Salud presida tu vida, la de toda tu familia y, por supuesto, la de tus queridas amistades del alma y del corazón. Feliz Adviento y Epifanía te desean:


Serdap (por orden de Gaspar)*, Baltasar y Melchor /2008



*En su último viaje por la zona, una camella de la caravana de Gaspar pisó una "bomba de racimo" (regalito del ejército israelí) y parte del séquito del rey fue herido de relativa gravedad; el monarca sufrió una caída bastante aparatosa que le fracturó el hombro y lo dejó postrado varios meses. Todos ellos se recuperan ahora en: "Los Cascajos del Éufrates", Pabellón Polideportivo de Natación Terapéutica y de Disfrute del distrito siete, Damasco.

 

 

Desde mi punto de vista

Desde mi punto de vista

Prolegómenos. Vivimos en un mundo donde nos emperramos en remarcar las diferencias entre las mujeres y los hombres; nos empeñamos, con desaforado ahínco, en resaltarlas en un intento (baldío en el tiempo) de poner fronteras y barreras cuasi infranqueables donde no debería haberlas, ya que sólo sirven para marginar, compartimentar y dificultar nuestra relación como seres humanos en este ir nuestro que la Vida es.

La anatomía ya se encarga de hacer gratificantes distinciones entre los sexos (loado sea el Sumo Hacedor por tales distingos) y, desde la noche de los tiempos, cada cual sabe a qué atenerse y cómo manejarse interpretando la Ley de la No Igualdad Morfológica en su libre albedrío a la hora de relacionarse con los demás. Si me llamaran a jurar, yo diría que, desde el sexto día de la Creación (por la tarde), hemos venido obviando esas necesarias particularidades de hombres y mujeres que no hacen diferencias en nuestros iguales derechos-deberes como seres racionales.

Este trabajillo fue escrito en un intento de focalizar lo que es común entre el género humano, lo que nos acerca, une y relaciona como semejantes. Está escrito casi como una retahíla porque, muchas veces, las relaciones humanas también se convierten en eso: en la retajila de la Vieja Revejía. Se elaboró en 1990 para un programa de radio; desde entonces hasta ahora han pasado muchas cosas, entre ellas una bastante significativa y útil como herramienta legal de relación: la Ley Orgánica de Igualdad.

Hoy, que vuelvo a releer estas líneas, hago repaso de estas dos décadas pretéritas e intento evaluar las mejoras en nuestra relación como iguales y acabo decidiendo que necesito diez años más para emitir alguna conclusión fiable; mientras, esbozo la particular forma de pensar de uno que se crió en una familia matriarcal, cariñosa y guardiana de los derechos inalienables de todos sus componentes, femeninos y masculinos (nótese el orden alfabético). Esto fue lo que garabateé a principios de los noventa, en marzo, en el Día Internacional de la Mujer:

 

Desde mi punto de vista

 

Tú naciste ser humano, yo nací ser humano. Tú eres una mujer, yo soy un hombre.

Tú, tienes una envoltura de hembra. Yo, tengo una envoltura de varón.

 

A ti te educaron en el papel de niña: "¡Una señorita no está con machurrangos!"

A mí me educaron en el rol de niño: "¡Los hombres no lloran!"

 

Aún así, tú posees algún aspecto masculino.

Aún así, yo poseo algún aspecto femenino.

 

Tú escondes tu masculinidad depilándote y maquillando toda tu cara.

Yo escondo mi feminidad escupiendo y rascándome la entrepierna.

 

Yo maquillaré mi componente femenino: no voy a llorar.

Tú escupirás tu componente masculino: tendrás sólo amigas.

 

Yo refuerzo con mis maneras mi envoltura y rol de hombre.

Tú refuerzas con tus maneras tu envoltura y rol de mujer.

 

Aunque yo soy yo donde quiera que vaya y, aunque tú eres tú donde quiera que vayas: yo podría ser tú si yo tuviera la otra envoltura, tú podrías ser yo si tú tuvieras la otra envoltura.

 

Yo seguiría siendo yo con tu apariencia. Tú seguirías siendo tú con mí apariencia.

Tú podrías, en ese caso, tener amigos y amigas. Yo podría, en ese caso, no llorar o llorar a moco tendido. Tú podrías actuar como yo. Yo podría actuar como tú.

 

A fin de cuentas, yo soy solamente un ser.

A fin de cuentas, tú eres solamente un ser.


Sólo y simplemente, dos seres racionales con envoltura humana.

 

Enrique García Valencia, La Aldea / 2007

 

 

Carta de un padre

Carta de un padre


Preludio

Dos amigos: uno llorando y el otro que pregunta el porqué de su aflicción.

-Murió mi padre- dijo uno.

-¿Y por eso lloras? A mí se me perdió el tapón de la calabaza y aquí me ves tan campante...


El mío (que Dios haya), cuando estábamos tristes o llorosos por algún gran motivo infantil, nos contaba una y otra vez el mismo chascarrillo que, invariablemente, nos hacía pasar del estupor a la incredulidad y de ésta a la risilla floja; ni que decir tiene que para entonces el origen de nuestra magua ya se había olvidado, en su cariñosa cara se reflejaba la nuestra ya más conforme y sus hábiles manos, oliendo a Mecánicos blancos sin filtro, acababan la labor con alguna caricia, zalamería o sobado de mocos con su inefable pañolillo arrugado que desprendía un aroma mezcla de garepas, serrín, sudor de garlopa, tabaco y cariño paterno; si algún perfumista pudiera sintetizar ese aroma en alguna colonia, crema o potingue oloroso, haría su agosto (de por vida) con los garcía valencia.


Al año de su muerte, y como una especie de psicografia consoladora, nació esta carta que se supone él tuvo en mente pero que no llegó a plasmar sobre el papel para no entristecemos más, (seguro). Ahora estamos fuertes y lo recordamos con alegría y risas pero, todavía por aquel entonces nos hacía falta el empujoncillo de la misiva que su aliento me dictó y que dice así las cosas que hubiera querido manifestamos en su tramo final de vida terrestre, como su última voluntad, a modo de postrer carantoña vital...


"Carta de un padre"

(de cualquier padre)


¿Y por eso lloran? ¡A mí se me perdió el tapón de la calabaza y aquí me ven tan campante, sin una lágrima!


Podría comenzar esta carta quejándome de mi suerte, y achacarle a estos últimos años de mi vida todo el aparente infortunio que me rodea a causa de mi precaria salud. Pero no lo voy a hacer, no emitiré ni un solo suspiro de resignación.


No malgastaré ni un pisco de mi escaso hálito en inútiles lamentaciones, lo necesito enteramente para estar alerta, y así poder gozar de ustedes y con ustedes los minutos, los segundos que me restan hasta que sobrevenga el tránsito. La llegada del Santo Advenimiento.


Podría compadecerme, acusarme de no haber sido mejor padre, marido o abuelo, perderme en un intrincado galimatías de autoacusaciones que me alejarían de la idea principal que me mueve a escribir este breve texto: manifestar que he sido muy afortunado al contar con tan buenos compañeros de viaje en este ir que nos ha tocado, en buena parte, realizar juntos.


Podría, en estos momentos finales de mi camino, aferrarme irracional e inútilmente a lo que dejo, asirme obstinadamente a lo que no puede ser. Y, porque no quiero apartarme ni un ápice de lo que les quiero transmitir, acabo el mensaje permitiéndome decirles que no deben llorar por mi ausencia, que no se apenen en demasía, que no sientan tristeza cuando físicamente me haya ido... Búsquenme en los buenos tiempos, recuérdenme en los gratos momentos alegres, hállenme en ese rinconcito del corazón que genéticamente compartimos, véanme como viajero feliz y satisfecho en la partida...


Por lo expresado anteriormente, dejen que mi postrer acto como padre sea decirles lo siguiente: los quiero a todos. Y los querré siempre, hasta el fin de los tiempos, por toda la eternidad. Mi cariño por mi familia brilla y brillará con más fuerza que los miles de estrellas que tachonan la bóveda del cielo. Puede que yo muera, pero mi amor por ustedes jamás morirá; nunca se extinguirá.


Papá


Transcrito por Enrique Garcia Valencia, hijo de Luis el de Panchito el del Sindicato.


El gato que sueña

 

Preámbulo. Hace unos años, quizá una decena de ellos, vivió por La Palmilla un gato esmirriado, galavardo y dormilón que usaba el drago de Siso para sestear a cualquier hora del día; pocas veces tuve la suerte de poder espiarlo cuando desplegaba su actividad consciente. Tenía su echadero (a modo de nido) en el espacio axilar que forman el tronco y los primeros brazos del vegetal. Allí, acomodado tan ricamente entre los marullos que generaba el mato, pasaba sus horas muertas atusándose los bigotes mientras cambiaba de postura aun con los ojos fechados para no desairar a Morfeo. Solamente podían sacarlo de su letargo: sus infructuosas cancamusas cinegético-aviarias, los aromas que solía emanar la cocina de María Isabel y el escándalo que, a veces, formaban los palmeros piando entre los pimpollos de hojas finales en sus peleas por acaparar los mejores sitios del posadero comunal; cuando no, todo se le iba en revolverse buscando mejoras en la posición, en taparse la cara con las patitas combadas y, en algún que otro estiramiento corporal acompañado de bostezos, hincado de garras en la costra de los gajos y arqueamiento máximo de su flexible espina dorsal averdugonada.

 

El gato que sueña

El gato del drago de Siso duerme mientras inquietan sus ajetreados sueños de inalcanzables pajarillos los piscos de hojas que caen a pedacitos en su nido.

Y el gato de sueños de pajarillos, que duerme entre hojarasca de piscos que caen a trocitos, no vela en el drago de Siso sus renuentes sueños que duermen con él.

Velan sus precisos sueños los pajarillos que dejan caer hojarasca a cachitos sobre el gato que, inquieto por los piscos, sueña con pajaritos sobre el drago de Siso mientras duerme enroscado en su confortable nido.

Yo también sueño que mis inalcanzables quimeras caen sobre mí a piscos y que puedo trancar, entre la seca hojarasca de mi propio nido, algunas partículas de esos anhelos imposibles que sueño incluso... cuando estoy dormido.

 

Enrique Felis García Valencia. 2007

 

 

 

El estuchillo

El estuchillo

Preludio. Este relato fue escrito como pequeño homenaje a todos aquellos que, sin tener diplomas de titulación oficial, se dedicaban en sus ratos libres al sano quehacer de cooperar (casi de tapadillo) con la plantilla médica local en el intento de paliar los ocasionales andancios y otros puntuales arrechuchos. Empleaban para ello todo su buen hacer y la pericia aprendida en la escuela de la vida, en la facultad de la imperiosa necesidad o en la universidad de la tradición higiénico-sanitaria heredada de las generaciones anteriores.

Como cabeza visible de este sector de diletantes esculapios y expertos sanadores pondré a ASUNCIÓN MEDINA RODRÍGUEZ (nuestra Sunción Seguirilla): diligente, técnica, abnegada, servicial practicante de las curas y del acicular arte, oficiante experta de los trajines que posibilitaban el acceso a las maluras por vía parenteral y amiga benefactora de mi familia: léase Tomás Valencia y su larga enfermedad (entre otras lealtades).

"El estuchillo"

Era plateado, alargado, amañaíto e inquietante. A mí siempre se me antojó que era la cajita metálica ideal para contener una barra de chicle Bazooka, de aquél que se compraba en la tienda de Juan Herrera o en la de Castellano, y no que sirviera para albergar en su interior un diabólico artefacto diseñado para mortificar a los pobres cristianos.

Estuvo con nosotros mucho tiempo, nos acompañó -sobre todo- en la época de las enfermedades infantiles, luego desapareció de la vida doméstica arrinconado, tal vez, por nuestra saludable robustez juvenil en alianza con las innovaciones del voraz progreso. Reposará seguramente (tengo que averiguarlo) en alguna gaveta, en el fondo de un cajón o en cualquier recoveco de la cómoda antigua de mi madre.

Los veloces avances en el campo de la medicina y de la profilaxis han dejado atrás la antigua funcionalidad y eficacia del artilugio que ahora evoco; antes eran utensilios únicos que se evitaba estropear o romper, actualmente se compran por docenas y cuando se usan no se guardan, se inutilizan o se tiran a la basura. También ha quedado desfasado el ritual que su uso conllevaba. Hoy en día todo es más frío, pulcro y aséptico (gracias a Dios). Apenas hay ceremonias previas, el trabajo es rápido y sencillo: en lo que Barrabás se restriega un ojo se termina la rutinaria operación, no te da tiempo ni de mentalizarte.

Había expertos en todos los barrios de La Aldea; en Los Llanos ejercía Dominguita Sosa (tía de Baudilia). En mi casa era mi progenitor quien oficiaba de solemnidad usando el maléfico y dañino chisme con una contundencia devastadora e intentando, al mismo tiempo, apaciguamos para que participáramos de la liturgia (nunca pudo conseguido).

En aquellos momentos, quisieras o no, tenías que compartir el ceremonial y tu estómago se te iba aquellando poco a poco. Todavía puedo recordar el acre tufillo que despedía el rejodíngano trasto cuando lo sacaban de su escondrijo. Le tenía tanto respeto e inquina que, por todos los medios, evitaba mirarlo, tanto en su tiempo de reposo como en sus crueles intervenciones periódicas.

El protocolo, como decía, corría a cargo de mi padre. Se lavaba las manos. Vertía alcohol sobre ellas y sus correspondientes callos. Disponía el estuchillo sobre la mesa o encima del poyo de la cocina. Abría cuidadosamente el metálico continente y sacaba de él su contenido de tres piezas: vidrio transparente y punzante metal. Justo en esa parte del acto, se te empezaba a poner un remolino en el cuerpo, precisamente allí donde se iría a posar el adminículo fatal.

A continuación, introducía los fatídicos tres elementos en agua hirviente durante unos minutos (tregua para ti). Los sacaba de allí usando el que flotaba para engarzar los otros dos; humeaban, pero el machacante ni siquiera se soplaba los dedos, parecía dominar su actuación hasta ese grado de control. Probaba entonces las partes del instrumental, su ajuste, su deslizamiento, su solidez, su limpieza y... armada estaba ya aquella cosa tan requetefea: la jeringuilla de las inyecciones.

Uno atisbaba, de raspafilón, todas esas operaciones sintiendo en el cuerpo el aceleramiento del corazón y el centrifugado del remolino culero. A mí, personalmente, me solían estremecer los algodones manchados de sangre descolorida que protegían a los citados componentes en el fondo del dichoso estuchillo.

En el aire y en toda la casa flotaba un tenue olor a medicinas, reinaba un espeso silencio y se entrecruzaban muchas miradas. Retengo todavía en mi memoria el aspecto de los ojos agrandados por la preocupación-miedo de mis hermanas pequeñas y el aroma, muy peculiar, que tenía el tapón de goma de las botellillas que contenían los específicos, tapón que la aguja perforaba ahondando en él como presagio de lo que acontecería luego en tus queridas y apretadas nalgas.

Cogía mi padre el serruchillo, raspaba el cuello del botellín de suero, hacía saltar por presión su capuchón y aspiraba el contenido. Mezclaba el líquido con los polvos medicinales de la botellita agitando todo con maestría. Observaba la mixtura y su punto. Introducía la mezcla en la jeringa llenando la cámara. Con el émbolo, empujaba apuntando hacia el techo y afloraba en la aguja una gota del elixir medicinal. Le daba una trompetilla al extremo superior de la jeringa y hacía alumbrar otra gota. Cogía el algodón previamente empapado de alcohol y... te miraba fijamente. Sus dos manos -tan cariñosas siempre- estaban ahora ocupadas con aquellos artefactos que, a su pesar, iba a emplear teniendo que producirte algún daño (amor-dolor: una mala combinación para él).

La tensión, el esfuerzo por no llorar, el fechado de ojos y de toda sensibilidad hacían que la mortificación final fuera más corta; el practicante, de buena praxis, también cooperaba usando su rapidez y las consabidas frases:- ¡Ya está, ya está! ¿Ves que no fue nada? Entonces, tú aflojabas, bajabas la guardia y... te bebías los lagrimones.

Luego, vuelta otra vez al rito: despiece, lavado, secado, acomodación y tapado del hermético estuche. Uno, ya con el olor de la inyección en la boca y más aliviado, miraba de soslaire como desaparecía la agujota al cerrarse la tapilla y, aquello volvía a parecerte ideal para guardar una barra entera del famoso chicle Bazooka (que Dios haya).

Todo se escondía, se guardaba apartándolo de la vista. Mi contrariado padre se lavaba las manos y comíamos (casi siempre la tortura curativa era antes del almuerzo). Volvían los ruidos, las voces y el tamaño normal en los ojos de las chicas. Tú metías la cabeza en el plato entre mohíno por la damnificación y avergonzado por haber llorado (un pisco). La madre servía el condumio dejando caer sutilmente varias frasecitas de consuelo y atajaba, si era preciso, las solapadas risas de las hermanas mayores, esgrimiendo para eso su procerosa presencia y sus justicieros molleros.

El oficiante cooperaba también con la matrona en la labor de apoyar al dolido y de frenar las burlas: él usaba un enérgico carraspeo y una intensa mirada penetrante. Recuerdo claramente que si se le pegaba alguna inyección- teniendo que pinchar dos y hasta tres veces- se enfadaba muchísimo consigo mismo y acababa mascullando maldiciones, echándole pétimas a la estreptomicina del doctor Waksman, nombrando a la madre que parió a Penete y cagándose en el Diablo Cabrón.

Enrique el de Luis García Vega, La Aldea, 2007

La alpispa

La alpispa

El sol de la tarde languidecía poniendo en los filos del Morro y en las aristas del Muelle sus más satinados brillos: el carmesí radiante, el encarnado quisquilla, el ciclamen fulgente y el ocre terroso se combinaban por momentos en una sabia alternancia que parecía ser diseñada por y para el día que acababa. El temblor de las aguas del mar se reflejaba en la pared del risco como una cenefa trémula en sus sombras, olía a quietud. Estaba solo, el rebullicio se había ido con la guagua de las seis, y observaba el ir y venir del agua juguetona que lamía ya mis pies. Pensaba en la vuelta y en la ropavieja que Demetria, mi madre, me tendría tapada sobre la mesa de la cocina esperándome y entonces, como una imprevista ola, llegó.

Era una alpispita amarillo-verdosa, negra y gris que, desinquieta, peonaba de roca en roca con sus nervudas patas. Sus piídos alegres me desperezaron sacudiendo el letargo en el que me hallaba momentos antes. Agucé mis sentidos para poder ponerme a tono con el ave e intenté incorporarme al mismo tiempo que hacía visera con una de mis manos.

Ella inspeccionaba el prominente risco con la sabiduría de la que conoce lo suyo; iba y venía moviendo espasmódicamente la cola sin dejar de contestar al eco de sus propios trinos que, sonoros y mixturados, reverberaban por todo el Cuevón del Muelle. Sólo paró un momento, el suficiente para despreciar de forma altiva (pensé) los restos de bocadillo que arrojé cerca de sus mojones.

 


 

Por espacio de unos minutos se escabulló y, aunque busqué su nuevo paradero oteando desde las rocas, no logré vislumbrarla. Pasado un tiempo corto apareció de nuevo: asía en su afilado pico un cigarrón que pataleaba desalado para su regocijo (imaginé). Parecía mostrarme su captura con expresión sibarita y, en lo que Barrabás se estriega un ojo, engulló el insecto poniendo una pícara cara de deleite mientras se limpiaba su arpón entre las patas y el suelo. Luego, en un singuío, volvió a desaparecer el zurronero animal.

Recogí los bártulos (atarecos de nadar, las cremas, el batidor, el espejillo verde...), miré y remiré revisando el lugar y me encaminé, barranco arriba, ¡directo a la ropavieja! Alcancé a Sildana por Los Caserones y juntos acortamos por debajo de las higueras a las cuales aliviamos de peso. Oímos el alcaidón (alcaudón) por la Punta, volaba solitario con su canto agorero hacia Furel; musité un sortilegio aprendido de mi tía Adela en previsión de no sé qué, al final de mi retajila ya no estaba el pájaro allí, el augurio no era para nosotros. Generosa, ríe mi amiga la supersticiosa ocurrencia. Apretamos el paso y ajustamos el ritmo de la conversación, la gazuza mía nos hace ir a escotero a los dos.

Al día siguiente, en la explanada del Muelle, mientras leía a contraluz una de Vázquez Figueroa, oí (más bien sentí) la presencia de la alpispa. Me observaba inquieta desde una roca cercana y sus ojos negro azabache, desde allí, relumbraban brillantes. Me quedé inmóvil esperando, ella también se quedó quieta acechando mi reacción; intenté imitar su canto y saltó de su posadero como movida por un resorte: su larga cola abanicaba el suelo, daba pequeños saltitos nerviosos y movía la cabeza a derecha e izquierda sin parar.

No parecía comprender que fui yo el cantautor. Voló hasta el Morro haciendo una onda sobre el agua, se paró en su filo, agachó el cuerpo, bailó enseñando su pecho más oscuro, oteó, miró el horizonte, fue y vino, pero… daba la sensación de no encontrar lo que buscaba. Desapareció de mi vista rozando el risco y haciendo vaivenes en la dirección del Puerto. Me quedé solo pensando en su actitud hasta que llegaron las cuatro de Yolanda distrayéndome. Pasó el día y no la vi más, tampoco comenté nada con nadie.

 


 

Transcurrieron varias jornadas: estuve en el Carrizal de Tejeda con un molina-medina, viajé a Las Palmas, me habelité rápidamente y aproveché para ojear algo sobre las lavanderas o alpispitas. Yo quería estar más cerca de mi secreta amiga.

Lavanderas y bisbitas integran la familia de los motacílidos, probablemente de origen etiópico, distribuidas por casi la totalidad del globo y que se caracterizan por las alas puntiagudas, la cola larga y las patas bien desarrolladas. Las alpispas pasan el invierno en grupo y forman grandes algarabías en el dormidero común. Los machos son los primeros en llegar a los lugares de crianza, estableciendo sus territorios y defendiéndolos de competidores. Después llegan las hembras a las que corteja el galán mostrando todo su poderío "varonil".

Las alpispitas (tamaimas, en guanche) comen piezas vivas, nunca carroña; cazan todo tipo de insectos tomándolos habitualmente de los matojos, a ras del suelo, pero a veces en el aire, como los aviones o los papamoscas.

Volví a La Aldea y a la dulce rutina del veraneo. El primer día de playa cogí cigarrones por el camino y los metí, cuidando no matarlos, en una bolsa de plástico; sonriendo pensé en la cara que pondría la alpispa cuando viera el fresco manjar que le ofrecería (una motacilla no podría desdeñar aquello como si fuera un vulgar cacho de pan), media docena de ortópteros vivitos y aletiando serían suficiente tentación para atraerla.

Enfilé el barranco a tropa teñía, sorteé la fuerte brisonera de la Punta, crucé por debajo del Puente, pasé entre las casas baratas y llegué al Muelle con el secreto anhelo de ser el primero. Pescaban, y los bambúes de sus cañas me contrariaron; seguro que no estaría allí. No estaba. Durante todo el día me sentí molesto y hasta un tanto huraño, como familio amulado. Después de estudiar todo lo que pude encontrar sobre ellas, ella -la imprevisible lavandera cascadeña- me traicionaba no apareciendo.

El día pasó calurosamente aburrido y las oleadas de gente que iban y venían acabaron con la última guagua de línea.

 


 

Me adormilé con el sol bajo que ponía arenilla en mis ojos. La quietud del lugar y la hora cooperaban con la modorra. Me desperté con el sonido de un piar conocido redoblado por la resonancia del Cuevón. Me incorporé rápidamente, la busqué revisando sus atalayas preferidas... y no la vi; mi duermevela me había hecho una buena jugarreta. Parsimoniosamente recogí el macuto, unturas y demás cachos. Liberé a los pobres cigarrones borrachos y, desorientados, quedaron dando tumbos. Me encaminé ya calzado hacia el Muelle que, silencioso y vacío, se me antojaba como el gran proscenio de la Naturaleza viva, el ágora del Medio que allí, entre redobles de olas, se me mostraba.

Un torundón de la mochila que se me clavaba justo entre las paletillas me sacó del éxtasis provocado por el momento mágico del ocaso y del lugar; gracias a eso, pude oír unos entrecortados piídos rápidos y alegres que acabaron de sacudirme del trance y me hicieron volver la cabeza, ¡allí estaban! Boquiabierto, me vi a mí mismo observando a una pareja de motacillas cinerarias abanicando el suelo con sus largas colas. Ejecutaban una especie de danza de variable coreografía y, al mismo tiempo, olían con deleite los infelices cigarrones, los cuales (sin escapatoria posible) suponían un presente cariñoso que el macho cedía gustoso a su pareja entre gorjeos amorosos y reverencias. Él, picando el ojo, me transmitió por unos instantes sus saludos amistosos; luego enfocó toda su actividad hacia su glotona hembra: se esforzaba poniéndole en bandeja todos los pobrecillos insectos que se le pudieran escapar a ella.

En un charrús-marrús la alpispa aquelló la media docena de ortópteros, se aseó el pico, giró varias veces, hizo algunas agachadillas, se aupó, abrió las alas, volteó como derviche danzante, miró a su galán y... ambos, en una especie de pas à deux, acabaron la actuación, alzaron el vuelo y desaparecieron a rente de las tabaibas del Morro buscando sus posaderos antes de que llegara la noche.

 


 

Después de unos momentos de vacilación, al comprobar que no volverían, opté yo también por dirigirme a mis echaderos nocturnos desandando el camino de la mañana. Barranco arriba, en la Punta, el viento me obliga a inclinar el cuerpo hacia adelante para obtener cierto equilibrio; a lo que me obligan mis indómitos y locuaces jilorios es a aligerar el paso. Me canta insistentemente un alcaidón, me vuelve a rondar por donde Carmen la Médica y otra vez cerca de Mederos (frente a la casa de Nieves); tengo que comprar unos motes de ciegos al primero que vea, por si acaso.

Mañana, cuando vaya por el Barranquillo camino de la playa, cogeré cigarrones de nuevo. , volveré a hacerlo, aunque sé que Ofelio me matará por apandar sus eras de alfalfa y sus canteros de millo. *

 

FIN

 

Enrique García Valencia, La Aldea, 2007

 

* Ofelio nunca llegó a matarme: jamás pisoteé ni apandé sus primorosas eras del forraje citado. Tampoco cacé cigarrones, no me hicieron falta los metafóricos insectos para conectar con aquella pareja de alpispitas que, por muchos años (antes del cemento), anidó en algún machinal cercano al Cuevón del Muelle.

EL VEROL SEDIENTO

EL VEROL SEDIENTO

Preludio. Esta pequeña historia fue diseñada como soporte y motivación para un trabajo escolar de tercer curso y con el fin de conmemorar el Día del Árbol. La clase cooperó dando ideas, giros, posibles salidas e hipotéticos finales. De aquel champurriado de aportaciones y, bajo la discreta batuta del maestro, se esbozó, se pulió, se ilustró, se comentó, se escenificó y se regaló a la biblioteca escolar este cuentillo que titulamos así:

 

El verol sediento

Me considero un verol sediento, mis formas son las de un candelabro enjuto y mi porte, un tanto achaparrado, no es totalmente de mi gusto; soy así porque el viento quiso que creciera aquí, en estos secos ribazos de Tasartico. No vine al mundo en este lejano predio aunque, ahora, es mi hogar definitivo: simple y escueto, pero muy bello; no lo cambiaría por ningún otro, en él intento conseguir la dicha y desarrollarme al máximo como planta.

 


 

Nací y viví mis primeros días de aquel feliz despertar en un sitio llamado Artejeves; lugar soleado, fértil, acogedor, tranquilo y de una límpida belleza austera, pero... todo se truncó en una nefasta jornada de hace ya unos cuantos años, los mismos que yo permanezco y pertenezco a este terruño que, desde aquel entonces, es mi nueva y entrañable casa.

Fue mi padre un gran ejemplar de nuestra especie, de su tronco grueso y grande salían incontables gajos que se multiplicaban en rápida progresión geométrica. En una de sus últimas extremidades finales, en un precioso pimpollo sedoso, vine yo al mundo. Broté también en la que sería la postrer floración del ser que me gestó, su última temporada.

Mis primeros recuerdos me los proporcionaron el sentido del olfato y el del tacto. El primero me comunicaba con el ambiente de aquella hoya llena de aromas, olores de acre altabaca, intenso poleo, incienso moruno y tomillo salvaje. Las sensaciones táctiles comprendían el suave roce de la pelusa de mis hermanas y toda la gama de carantoñas que brisa, terral, temperatura, bruma, lluvia e insectos -sobre todo- me proporcionaban.

 


 

Éramos una corona de semillas algodonosas que orlaba la cabeza de mi anciano padre: cumpliría mi progenitor, al final de aquel beñesmén, unos cien ciclos. Llegó flotando hasta el valle de Artevirgo como un diminuto germen, zarandeado y empujado por los vientos que nacen cerca de las montañas de La Inagua. Tuvo la suerte de caer, arraigar y crecer en un paraje con abundante humedad en el subsuelo y con las condiciones óptimas que cada estación del recorrido anual esparcía en aquella hermosa vaguada.

Pero fue su magnífico tronco y apostura lo que motivó la tragedia; fuimos nosotras también, con nuestras blancas crestas, la señal que alertó al humano de nuestra presencia en aquel apartado lugar de la familiar hondonada. Era un cazador con perro, escopeta, hurón y canana. Llegó en uno de los días más calurosos de nuestra etapa floral; se acercó a nuestro patriarca y, mientras giraba a su alrededor, iba escrutándolo con su fiera mirada. Estuvo palpando toda la estructura, aunque se centró mucho más en la zona del leñoso tallo. Temblamos con el empuje de su mano y por nuestro propio miedo, intuíamos que de alguna manera su inquietante visita era, para todos, un mal augurio: la hora mala.

En el siguiente encuentro, cuando apenas era una simiente formada, el hacha del cazador cortó a mi padre a rente del suelo y desmembró sus ramas. Yo salí despedida por los golpes que cercenaron su vida tan preciada, quedé flotando durante unos interminables segundos mantenida por la brisa de la tarde: el hercúleo tronco de mi progenitor iba a ser el corcho, la casa-transporte de un apestoso hurón; luego, el aire me sacó de allí elevándome hasta los riscos de Guguy para que no viera el ensañamiento de la matanza.

Los constantes alisios que rondan la cumbre de la montaña de Los Cedros acabaron empujándome hasta aquí y, en un momento de calma, aterricé quedando aprisionada en una oquedad del suelo. La relajante y oscura quietud con que me obsequió el terroso refugio hizo que me durmiera profundamente. No sé cuánto tiempo estuve aletargada y protegida celosamente en el regazo de la que sería una de mis madres: la tierra. Desperté gracias a los desvelos de mi otra madre que se empeñaba, con sus esporádicas visitas, en revitalizarme a fuerza de chubascos, rocíos y tarosadas.

 


 

Vivo con ellas dos, ya dejé de ser una semilla para conformarme como un vegetal de mi género y ahora crezco adecuadamente mimado por los esmeros de ambas matronas. Aquí hay mucha tierra, muchísima, demasiada quizá, sin embargo... poquita agua. No me quejo de mi segunda tutora pero desearía sentirla con más frecuencia, tengo sed de sus caricias y de su acuosa presencia en mí: soy por lo tanto un verol sediento que ansía ser grande, muy grande, robusto como su predecesor y henchido de vigorosa savia.

Tengo ya nueve brazos que se abren intentando abracar el vivificante aire. Mi pie, aún siendo delgado, es fuerte y resistente. Mi parte subterránea y oculta es bastante larga, se hunde abrazando con vital fuerza a la tierra que me da seguridad amén de soporte; me extiendo y me enraízo en ella buscando los dulces besos de la otra comadre que -si bien es amorosa- se muestra más escurridiza, difícil de aperruñar y bastante más escasa.

No he tenido descendencia todavía, aunque no soy ni me siento estéril; tampoco mi vida carece de importancia. Con mi sombra cobijo a Chalcides, una lisa de cola verde azulada y, entre mi humilde enramada, ha tejido su pulcro nido un casar de calandrias. Mantengo fresco mi entorno e intento hacer más bonita esta parte de la montaña.

Deseo vivir muchos años aquí, lejos de cazadores, de hurones y de hachas. Quiero con todas mis fuerzas que mis dos madres se junten con cariño, sin torrenteras ni avalanchas, cuando lleguen las nubes y en esta ladera derramen su preciada carga; que se ponga la tierra su largo y lustroso manto esmeralda; que el agua se llueva y me enchumbe todo sin tener que anhelarla: me gustaría sentidas siempre unidas, en amor y santa compaña...

¡Ah, se me olvidaba! Ayer descubrí que tengo otra amiga sin ser la lisa o las calandrias; cerca de mí está creciendo, asomando su cara verde recién estrenada, una pequeña tabaiba. Euphorbia, me dijo que era su gracia, pero... yo la llamo: amiga del alma.

 


 

Enrique García Valencia - 3° B- Las Torres -1988/ La Aldea - 2007

 

... y el Verbo se hizo madre

... y el Verbo se hizo madre

Preludio

Este escrito intenta reflejar los trajines que las madres se tenían, y se tienen, cuando llega la temporada previa a las primeras comuniones. Los trabajos comienzan desde meses antes y no zafan hasta que todas las drogas y compromisos contraídos quedan saldados.

Mi terno de primera comunión fue realizado por mi madre y mi tía Carmen, éstas fueron dirigidas y supervisadas por Tanilita, la mujer de Santiago el Herrero, una señora diplomada en corte y confección (no sé si por el Sistema Amador) que cosía también ropa de hombres.

La primorosa labor fue pagada con ayuda de aguja y horas en el taller de costura de los dos personajes familiares citados anteriormente. Además, y como para redondear, mi padre, que por aquel entonces ejercía de carpintero, limpió, raspó, lijó, pulió, aceitó, empastó y pintó las puertas de la casa de la costurera que -para más inri- eran grandes, con recovecos miles y... ¡muchas! Ni que decir tiene que mi padre acabó baldaíto y con la boca sucia de tantas pétimas que echó...

 


" ... y el Verbo se hizo madre."

Ella fue y vino, salió, entró vio, sopesó,

aquelló, midió, cortó, hilvano, repasó ...

Pasó noches de vigilia en las cálidas horas del mes de mayo,

pero, al fin, consiguió lo que quería.

 

Ella, subió y bajó, compró, embargó, pidió, pagó,

cifró, gimió, lloró, logró ...

Pasó días de frenético hacer y, allá por San Isidro descansó,

pero, al fin había conseguido lo que quería.

 

Ella, escarbó y cacareó, raspó, restregó, sobajió,

limpió, sudó, estofó, arregló, apolisó ...

Pasó la mañana con jiribilla y, ya cerca del toque "a dejar" salió,

pero, al fin, con lo que ella perseguía.

 

Ella, más ancha que cumplía, fue, entró, rezó, miró,

comparó, comulgó, entronó, paseó, retrató, visiteó ...

Pasó momentos de orgullo contenido y, ya pasadísimo el mediodía

chillaban sus mil callos, pero, al fin entró en su casa ...

¡Rendía! Como toda ella quería.

 

Ella, sirvió y apenas comió, bebió, refañó, contentó,

regaló, dispuso, colocó, repartió, gruñó, ordenó...

Pasó el resto del día como en una nube y,

ya entrada la cálida noche del mes de junio,

¡se botó en la cama! Al fin había conseguido lo que quería.

 

Ella, suspiró y se acurrucó, besó, consoló, acarició,

abrazó, abarcó, abracó, midió, cortó, hilvanó...

Pasó la noche con los ojos como lapas y, al llegar la mañana,

en su duermevela, se oyó a sí misma decir:

- ¡Luisillo, qué bien le dejaste las puertas a Tanilita!

 

Enrique García, el de Demetria Valencia la de coma Pepa.