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ARTEVIRGO, desde La Aldea, miradas y voces

Diciembre de terral

Diciembre de terral

 

A través de las fugas, caideros y vericuetos de la Acusa Seca, resbala su catabático aliento frío el aire de terral que baja desde su agreste nido montañoso en las altas cumbres de Tejeda y, por el barranco, de bola en bola, saltando va su lánguido frescor eterno en el pugnaz intento de regarse totalmente con la brisa estacional que, en su lento y sigiloso planear, abrazado lo lleva.

Como un oscuro singue de azabache alado, pasa silencioso soplando al desgaire las añejas esencias perfumadas de la entrañable Navidad mientras -pertinaz, desinquieto e indino- agita el manto tenue de su blanco frior campestre por todo el amplio valle de mi querida Aldea.

Al mismo frenético ritmo que sus jornadas postreras, y entre leves celajes de tul rasgado a trechos, a su derrotero final e ineludible se dirige este último mes fugaz compartiendo las extensas alas de la brisa terral compañera que, con su frígido timón blando, enarbolado lo guía y orienta hacia una nueva etapa plena de viejas ilusiones renovadas, de sueños inconclusos, de legítimos anhelos por apresar -o retener al menos- el esbozado reflejo de una voluble Dicha que se manifiesta tan esquiva, lejana y remolona cuando nuestras monedas de ilusos deseos son arrojadas a su seductora fuente ya de por sí bastante repleta.

Pasa el diciembre fugaz entre celajes leves de rasgado tul. Pasa el Terral frío como un singue oscuro de azabache alado. Continúa la Existencia el propio camino al socaire resguardado de su ida eterna y, con ese perenne fluir que la Vida es, pasamos también inexorablemente todos nosotros siguiendo los hitos venturosos que ella, con los ambiguos trazos de un futuro incierto, al pasar presurosa, nos va marcando de forma aleatoria sobre el recorrido perpetuo de su infinita y sinuosa estela.

 

Enrique García Valencia, La Aldea de San Nicolás / 2009.

 

COMO ESTAMOS EN ÉPOCA DE LLUVIAS... AHÍ VA UNA DE CABAÑUELAS.

COMO ESTAMOS EN ÉPOCA DE LLUVIAS... AHÍ VA UNA DE CABAÑUELAS.

 

LAS CABAÑUELAS

La primera reseña sobre La Cabañuela en Canarias data de 1774 en el diario de Ancheta y Alarcón: "Este año de 1774, hoy día de San Mateo, jueves, ha empezado a lloviznar, ayer hizo gran sol y hoy a las doce comenzó a embrumarse y a las cuatro llovió... es la cabañuela de San Mateo, a ver qué efectos tienen estas demostraciones..."

Las Cabañuelas pertenecen a creencias ligadas a nuestros antepasados, no en vano de ellas dependían la agricultura y la ganadería. Conocer el futuro del clima ayudaba a planificar las siembras, arreglar el ganado y a prevenir tormentas y calamidades. Los pastores ponían a "padriar" al ganado para que las crías nacieran entre diciembre y enero, observando la posición de Venus, el planeta del agua -en la Aldea, Saharita-, barrunto que les informaba de la certeza del clima. Así, podemos encontrar algunos dichos y pronósticos como:

    -Cielo aborregao, a los tres días mojao.

    -Lluvia en Santa Bibiana, agua siete semanas.

    -En septiembre, o seca las fuentes o se lleva el puente.

    -Si arranca el Norte llueve menos, si arranca el Sur, tarda más en llover, pero con más agua.

    -Lluvia en la Concepción, lluvia en Carnaval, Semana Santa y Resurrección.

 

LA RAMA. Atmene Acorán

LA RAMA. Atmene Acorán

 

Introito. Donde años más tarde se edificaría la mole del almacén de Pepito Franco Aquel, en Los Llanos, existió hace bastante tiempo (casi cinco décadas) una montañeta de piedras con una altura respetable y parecida a una pirámide que, los habitantes del entorno, llamábamos indistintamente el Monturrio o el Majano.

 

A mí siempre se me antojó que aquellas grandes lajas, bolones y toscas mal colocadas eran los restos de alguna construcción aborigen, lo que quedaba de una magnífica edificación  que los antiguos erigieron y usaron, muchos siglos atrás, para efectuar ceremonias de orden religioso o social. Su estado ruinoso e informe, el que llegamos a conocer, sería el resultado del esquilmo como cantera y el de los sacrílegos desmanes posteriores a la conquista por parte de los colonos cristianos.

 

Para nosotros, la chiquillería  de los años cincuenta, era un lugar entrañablemente familiar que daba mucho de sí; allí intentábamos aplacar nuestra insaciable sed de juego y, por supuesto, conseguir muchas y distintas versiones de una misma cosa: divertimiento.

 

También funcionaba como escondrijo, refugio, campo de batalla, solar de reunión, otero...

Una vez al año, al final del verano -por las fiestas del pueblo- era usado como atalaya salvadora que nos protegía de los efectos secundarios que la batahola de La Rama  (generada por sus fieles danzarines) y el acoso de los gigantescos muñecos podía producir en nuestras aterradas mentes infantiles, poco iniciadas aún (por la edad) en el significado popular de los ritos y en sus arcanos, e ignorantes -casi del todo- del porqué y del paraqué de aquel nervioso frenesí que se manifestaba sobre los ya iniciados.

 

                                                   ¡ Atmene Acorán !

 

Nicolás Malena había descargado de su mula la rama de pino, recién cogida aquella misma madrugada, depositándola en el domicilio de su parienta Marinita Delgado. Era la segunda carga que traía desde las zonas más próximas del pinar de Linagua. Reposaría  en la azotea hasta la llegada de las primeras horas de la tarde de aquel caluroso día de fiesta, entonces, a petición de los excitados bailadores, exhalaría todo su aroma de monte al ser entregada a los devotos rameros congregados  frente a la casa que la custodiaba, en plena calle y ocupando los primeros escalones del Monturrio.

 

Almorzamos temprano convocados por los ricos olores de la carne de hila mechada y por nuestra propia jiribilla; vivimos en el centro del rebotallo, tenemos pesetillas para gastar, y queremos estar preparados para los acontecimientos de la tarde que comienza: grupos bullangueros que pasan, parrandas que furrunguean, forasteros invitados al jolgorio, Pipo tocando la cornetilla de los helados, tiendas abiertas, el aire lleno de alegría...

 

Suenan los voladores (ahora con más insistencia), ladran y gimen la mayoría de los perros de la vecindad. Podemos oír la música acercándose, ya está llegando. Para sentirnos más seguros, mi hermana y yo subimos al Majano ayudándonos mutuamente; atajo el latido del corazón presionando con fuerza mi mano libre contra el pecho. Vemos los casparros del Almacén de los Picos hirviendo por el calor e intuimos que sus puertas verdes se van abriendo para dar paso al motivo del miedo de todos los familios: las papagüevas. 

 

 

Nos invade gente de otros barrios que baila frenéticamente con las estridentes tonadas del grupo musical. Se mezclan los olores del sudor humano, de  la pinocha pisada, del ron de caña en garrafón y de otros aromas indescifrables en un champurriado embriagador que va conduciendo lentamente a la masa danzante hacia el paroxismo del relajo adulto.

 

Tenemos que trepar algo más en el Monturrio porque nos persiguen los feos cabezones y, aunque vemos los pies y la cara de algún allegado o conocido emperrado en darnos la broma, gritamos sin podernos contener mientras escalamos a trompicones hasta la cúspide para regocijo de aquellos rejodínganos desalmados (y pa mi gusto, un pisquito ajumaos).

 

Abajo, en una de las puertas de nuestra vivienda familiar, mis hermanas más chicas pugnan por esconderse (y mirar) tirando de las naguas canelas de mi abuela Pepa, ella tose sofocada por la risa mientras se apoya en su caña; nosotros, mi hermana Digna y yo, bailamos seguros nuestra propia rama en lo más alto del montañón. A pie de calle, una  multitud eufórica agita los gajos de pino sobre sus cabezas y, poco a poco, se va alejando hacia El Barrio siguiendo el popurrí hipnótico de la Banda Municipal de La Aldea.

 

 

 

La procesión con las harimaguadas al frente, orladas sus cabezas con cintillas verdes de cuero de baifo, bajó ceremonialmente desde la Cueva Sagrada del Mediodía portando  las ofrendas rituales. Sus cánticos religiosos se dejaban oír por el amplio valle de Artevirgo inundando de paz a la mayoría de los habitantes. La comitiva cruzó el barranco, bordeó su ribera entre  los pinillos enanos del Barranquillo Sacro, hizo acopio del ramaje de aquellos venerados árboles y llegó, exultante de fe, a los pies de la pirámide escalonada del llano donde, mi hermana Ditma y yo rodeados de cientos de seguidores devotos, esperábamos expectantes desde muy temprano, desde que los tibios rayos de Magec despuntaron entre los roques sagrados de Tejeda.

 

La comitiva subió al almogarén por una escalera de piedra que asciende entre las siete plataformas decrecientes de aquel lugar dedicado al culto y construido, más por el fervor de nuestros antecesores que por la fuerza humana de sus brazos. Los gánigos, rebosantes de venerables presentes, fueron depositados en la cima del Gran Túmulo cerca de las sepulturas de los guaires, alrededor del círculo solar que contenía el fuego consagrado en su interior, substitutivo del sol y que simboliza el calor de la vida, de la luz de los días que, a partir de esas fechas, comenzarían a menguar.

 

Acabada la liturgia, justo después de la bendición a los reunidos, se desató la algarabía general en la congregación. Los refrenados sentimientos fueron liberados de sus endebles ataduras. Durante bastante tiempo se dio rienda suelta a la otra parte de los rituales y, bailando entre el agitar de los ramajes de pino, la multitud giraba alrededor del lugar al compás de las canciones ancestrales, ajena a una música casi ahogada y guiada por la fuerte percusión de los más variados objetos.

Los guerreros, la mayoría ebrios ya de charcequén, de sol y de vanidad, agitan sus musculosos cuerpos batiendo sus añepas y amodagas contra sus poderosos pechos. Algunos, de nuestra familia o clan, intentan darnos sus bromas con sus añagazas preferidas, fingiendo atacarnos. Me agarro con fuerza a la mano de mi hermana y trepamos varias gradas del Monturrio, situándonos en un lugar más seguro.

 

Las mujeres, cerca del paroxismo nervioso, chillan con fuerza sus ajijidos de excitación placentera y, mientras giran locamente, cogen con fuerza el vuelo de sus recios tamarcos. Todo está revuelto y regado de olorosa pinocha que rivaliza con el acre olor del sudor de los danzarines más desenfrenados. Sobre la barahúnda humana flota  otro ronco rumor acompasado -compendio de todos los diferentes sonidos emitidos- que induce al trance a los más sensibles. Los ancianos, con cara de añoranza, protegen a los más pequeños y apaciguan como pueden sus temores infantiles.

 

Los creyentes, danzantes o no, seguimos las evoluciones de las sacerdotisas y esperamos ansiosos la señal de partida hacia la costa. Allí, cerca del Roque Negro, batiremos con fuerza las ramas contra el agua salada, y en ese mismo lugar las dejaremos como postrer ofrenda flotando su última coreografía sobre las olas del mar.

 

Mientras tanto, aquí arriba, en esta planicie del ancho valle, quedará la hoguera ceremonial prendida en la cima  del Majano, la cual será custodiada  por las servidoras de Acorán hasta que la beneficiosa lluvia llegue vivificándolo todo...

 

 

Enrayco García Valencia, La Aldea / 2007

 

OJOS EN EL PAPEL

OJOS EN EL PAPEL

Primero escribió “mapa” y pasó una línea horizontal y firme, apretando el trazo. Levantó la pluma y, a través de la calima que se filtraba por la ventana, la imaginó tendida en toda su blancura. Inventó sus recodos, respiró sus meandros nunca vistos y adivinó en el vaivén de su respiración lenta un gran sueño de saliva y caricias. Sus párpados deberían de estar semientornados, casi a punto de no querer regresar nunca a la vigilia de sus ausencias. Delante de la raya probó a escribir varias palabras casuales, pero no se produjo el milagro del ritmo. Definitivamente no encontraba verso alguno en su estómago. No había metáfora capaz de disfrazar las ansias de correr a buscarla, a ninguna parte.
Probó a vaciar la tinta de la estilográfica, cambiar de color, soplar el papel, mirar hacia las estanterías de los libros amados y olvidados. Y vio el lomo gris de Hojas de hierba. Querido Walt Whitman, que estabas cuando el futuro amenazaba con no llegar, dulce viejo sonriente que predijiste el amor en todo ser, en toda materia, intercede por mis tristes momentos. Eso pensó y la mano del poeta le señaló cada lunar de ella, y dijo adiós mirándola con eterna bonhomía.

NOCHE DE SAN JUAN

NOCHE DE SAN JUAN

 

Preludio. Durante siglos (milenios si nos remontamos a la adolescencia de nuestro mundo) se creyó que la noche de san Juan era uno de los hitos mágicos del año en el que reinaban sin discusión las atávicas y secretas fuerzas de Natura. Todo era posible en esa víspera magistral y mágica. Las creencias populares, que  habían mamado generación tras generación de esos arcanos, se otorgaban la capacidad de muñir a los ocultos e intuidos hados, el poder de atraer -si se invocaban adecuadamente- a esas energías sacras capaces de transformar los deseos en realidad.

 

Así, los que deseaban amor invocaban en la anónima oscuridad a las potencias que lo posibilitan y practicaban, con reverencia ceremonial, los diversos ritos aprendidos de unos a otros en una iniciación secreta y apartada (o no) de la oficialidad religiosa del momento.

Los que ansiaban poder económico propiciaban sus particulares y adecuados rituales ad hoc, y los dolientes y aquejados de alguna malura que urgían salud a cualquier precio, practicaban las salutíferas terapias propias de la jornada.

 

Se completaba -sin saberlo la grey- el trípode sustentador de este mundo, las piezas vertebradoras del eje maestro que hace girar nuestro universo mágico, que remoza nuestras tendencias supersticioso festivas y que aplaca la omnipresente (y puta) angustia vital. Tal tríada, en el orden predilecto de cada cual, no es sino el ansia perpetua de:  SALUD, DINERO y AMOR.

Generalmente, la mayoría de los invocadores jugaba a tres bandas por si réspices no deseados medio amargaran algunos de los tres aspectos en liza. Crédulos e ilusos sí, pero precavidos.            

Los fieles sanjuaneros han considerado siempre que el fuego y el agua, cada uno en su momento, poseen dones y gracias de carácter muy especial; casi todo el conjunto de practicas adivinatorias tiene relación con estos dos elementos primigenios. El extenso champurriado de creencias y rituales es tutelado por un catalizador magistral, sin él todo sería en vano; por eso, toda la parafernalia va ligada al siempre nuevo y eterno elemento de orden astral: el solsticio de verano, mediodía del año y propiciador de la vida en sazón, de lo vital en su culmen.          

 

En el hemisferio norte esta fecha corresponde con el día más grande de luz solar; casi quince horas recorre el Sol desde el orto matutino hasta el brillante ocaso vespertino. Las hogueras y luminarias compiten para alargar esa claridad con sus luces titilantes, como queriendo ahuyentar las sedosas sombras y potenciar así la eficacia del citado fenómeno estelar.

 

Este trabajillo evoca aspectos sesgados de las épocas de solsticio en las que yo retornaba a la deseada Aldea de mis entretelas después de un largo y aburrido equinoccio en la ciudad; después de un inacabaaaaable curso escolar que me ataba, me mortificaba y  aquellaba mi sosiego en la gran urbe, tierra de promisión para mi familia pero (por entonces), Vetusta encadenante para mí: Las Palmas de Gran Canaria.

                                                                                                     "DEL   BEÑESMÉN"

 

Fue el año en el que las consumadas artistas populares que elevaban los altares allá por Corpus Christi rivalizaron como nunca lo habían hecho. Ganó - pa' mi gusto- por su belleza conjuntada y su diseño nada diletante, el que erigían en el pilar de la Cruz de Los Caídos, por La Pasadera. 

Fue el año de las más grandes fogaleras que yo recuerde. San Juan en su trono del río Jordán y, cercano ya su afelio, el astro rey en todo su apogeo de luz, magia y calor. En sus sitios, parvas de julagas acarreadas en parihuelas desde Gómez, el Lomo de Artejeves o desde cualquier sitio donde alguna de ellas se atreviera a tener un tamañillo aceptable y combustible aspecto.

 

 

 

Fue el año en el que los rejodínganos del Pinillo nos quemaron, el veintidós por la noche, todo lo que con gran esfuerzo habíamos juntado para san Juan. El veintitrés por la mañana ya estábamos cifrando planes de venganza y solucionando el problema con tomateros secos, carozos, palotes, atarecos viejos y diversos trastos. La carpintería de mi padre, por aquellos días, lucía limpia y brillante como una patena, el carpintero tenía que vigilar lo que se llevaba de allí la entusiasmada jarquilla recolectora,

 

Fue el año en que extremé y realicé con más devoción las prácticas rituales; había muchas cosas en juego, demasiados asuntos intuídos que necesitaban un empujoncito de las deidades más adecuadas. Puse, reverencial y confiadamente: papas debajo del catre grande de hierro, papelillos enrollados en una hondilla con agua, claras de huevo en un vaso de cristal, una palangana al sereno para recoger la tarosada de la noche y sal en un apretado hisopo atado con una cintilla roja.

 

Ya en el final del crepúsculo, cuando el cielo se tintaba con la paleta propia de "la Virgen planchando", recé la jaculatoria pagano católica aprendida de mi retía Adela Briginia mientras prendíamos el fuego. Media hora más tarde saltaba siete veces seguidas sobre  las menguantes llamas de la pira que se extinguía por momentos. Piñas  asadas, no les debo mentir, mangonié y me comí al menos tres, quién quita que fueran hasta más de cuatro...

 

Fue el año en que se me agrió la carava estival; el año en que el ritual agrícola de sol, agua y fuego me confirmó lo que sospechaba, lo que yo ya me olía. Me fallaron, sin remisión, las cábalas y las cabañuelas de ese año, el siguiente tuve que cambiar de colegio, de amigos y de parentela.

Mi padre consiguió una buena respuesta a sus ruegos sanjuaneros: trabajo en la Patronal de Jardineras Guaguas de la capital. Nos iríamos de arrancá pa Las Palmas, no había vuelta atrás, ya estaba todo apalabrado.

 

Fue el año en el que se les empezó a partir el corazón a mis queridas tías y abuela. El año en el que comencé a ver al coche de hora como a mi salvador, como san Cristóbal llevando al Niño, pero con ruedas; año en el cual se inauguró una larga temporada de  idas  y  venidas  desde el  loco ajetreo de la calle Camino Nuevo hasta la quietud amorosa y maternal de mi, ya para siempre, Vieja Casa.

 

Fue una larga y agridulce década de no ser de aquí ni de allá y ser, al mismo tiempo, de los dos sitios; tormento que no se lo deseo ni al barrabás más ruin e indino que pise la tierra. Con la edad fui aprendiendo a conjugar, a aceptar y a buscar el mejor acomodo a los acelerados cambios producidos en los dos bandos, distantes por muchos aspectos en aquel tiempo: umbral de 1960.

 

Un año cuando vine por vacaciones, una placa en su comienzo decía que La Palmilla ya no se llamaba así, ahora tenía nombre y apellidos pero que no eran ni Quintana, Velázquez, Ralera, Pancho Locero, ni La Meliana siquiera.

 

Otro año (recuerdo que fue por los días de Pascua) recalé y, la ensaladilla rusa ya había llegado a La Aldea; la ponían en todos los bares, con mayor o menor acierto, y coqueteaba con bastante soltura con la carne cochino, aventajaba a los calamares e iba a la par con la ropavieja de siempre.

Fue el año que se casó una guapa y feliz Corinita Galván con un enamorado Antoñito Bienvenido; todavía recuerdo los relámpagos de magnesio que los arcaicos flashes de fotógrafo hacían al explotar en la alegre noche del convite.

 

En otro año que volví, no sé en qué periodo, se inauguró el Estadio de Los Cascajos entre fincas de tomateros, eras de alfalfa, olor a cochineros cercanos y con las porterías de este a oeste.

Fue el año en el cual, el señor obispo de la Diócesis Canariensis  le puso de coadjutor  a don Juan Quintero un don Luis no deseado y, a aquél, se le hizo chico El Curato.

Ese año se hacían bailes por la noche en La Piscina y el lugar era centro de reunión, deporte y esparcimiento general; sobre todo en los vacíos e interminables domingos de por entonces.

Fue el año en que rebosó la presa (sólo había una), funcionó por primera vez el cine de abajo y, comenzó a languidecer pasito apasito nuestro entrañable Cinema X.

 

Fue la época de vivir en la calle Compás del barrio de san José, en Las Palmas G.C.; allí también, principalmente en la Barranquera Ancha, se hacían hogueras con: trastos viejos, cartones, maderas mal puestas y cubiertas de neumáticos (los más atrevidos las echaban a rodar ardiendo por la pendiente, calle abajo). Se asaban papas y, de relancia,  rebuscos de piñas compradas en la plaza del mercado o en alguna tienda cercana. Las fogaleras no olían, jedían a lo que estaban hechas y su tufo sofocante me transportaba a La Aldea dónde las piñitas tiernas, aromatizadas con las julagas del Tocomán, serían la delicia y refatiña de mis devotos sanjuaneros...

 

Rememoro aquellas jornadas y me veo con mis hermanas y vecinos participando del ritual, hasta aportamos garepas de la carpintería de mi padre que, también se vino de arrancá con nosotros.

La consigna era: integrarse en los usos, el  habla, las  costumbres y demás requilorios de la capital. Las fiestas populares nos brindaban buenas ocasiones para hacerlo y nosotros éramos, cuando menos: parejeros de lo más y, como familios, noveleros -en el buen sentido de ambas palabras-.

 

Está anocheciendo en el risco y dan fuego a la descomunal pira de La Loma. Es la señal, nosotros hacemos lo mismo con todo lo que pudimos juntar. Yo miro al cielo, recito mi jaculatoria preferida y espero a que se apacigüen las llamas demasiado altas y poderosas ahora. Lagrimillas  hay en mis ojos (las condenás pavesas) cuando salto siete veces seguidas desgranando peticiones y murmurando mi refrán:- ¡Qué se cumpla lo que pido sobre la hoguera de san Juan!

 

Al alba, mientras la ciudad aún duerme la mañana de fiesta, escudriño en la azotea con mis hermanas nuestras respectivas claras de huevo; la mía me habla como cabañuela del mes de julio y tiene contornos y formas de los riscos familiares. Aquí un Blanquizal, allá el valle que se escalona hasta un mar de baba transparente que, al cuajarse, forma un tumbo clavadito al Roque Colorao. Más arriba, una cueva grande como la del Mediodía; giro el vaso y aparece un Vigaroe sombreado y, mientras continúo girándolo, un San Clemente y hasta Furel logro vislumbrar...

 

Los perros ladran y se contestan de barranquera en barranquera. Todavía, de los rescoldos de la  gran pila quemada, emana un hilillo de humo que se eleva serpenteante como señal de buen augurio; con los ojos fechados, suspiro hondamente y me voy con él.

 

El Sol, que sale ya por Fuerteventura, me saluda con su incipiente sonrisa tibia, va a ser un día glorioso: este año las cabañuelas me sonríen. Sonrío yo mismo y, mientras miro para el barrio de San Cristóbal, me oigo decir gritando: "¡El mes que'ntra,  pa' La Aldea en coche de hora!". 

     

 

FELIZ NUEVA VARIANTE, MARIO

Hasta cada verso, hasta cada palabra honesta, hasta cada cuento... De ahí no te querrás ir, Mario Benedetti. En el infinito de tu claridad, seguiré aprendiendo a ver.

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA

EN LA TARDECITA DEL SEXTO DÍA (LA RE-CREACIÓN DE UN VIEJO TEMA)

Cuando todavía, en pleno trajín y bambolla de la Construcción Universal, estaba el Altísimo –antes de irse a descansar– aquellando en su taller no sé qué cosa en una de sus últimas criaturas, se le acercó uno de los ángeles que refistoleaba por la fábrica y le dijo.

¿No estás haciendo demasiados ajustes y virguerías en esa obra que te ocupa tanto?

El buen Dios, limpiándose el divino sudor, le respondió.

Sí, estoy un pizquito agoniado con este ejemplar aunque, fíjate en la cantidad de especificaciones que posee esta bonita labor que tengo entre manos. Tiene que cumplir y corresponder con lo siguiente –comenzó a enumerar el Omnipotente–:

a) Ser completamente lavable, pero no de plástico ni de goma maciza.

b) Llevar ciento ochenta piezas móviles de larga duración, algunas renovables.

c) Estar diseñada para funcionar sin descanso desde las primeras horas de la mañana.

d) Ser capaz de hacer lo anterior con poco combustible : un goto de café y algo de pan.

e) Poseer un regazo cariñoso en aquellos pocos momentos que permanezca sentada.

f) Suministrar besos que lo curen todo, desde un cocazo fortuito hasta un desengaño

amoroso de altos vuelos.

g) Manejar eficientemente dos pares de brazos, hacerlo con el jango debido y…


El ángel, asmado y sin poder reprimir su sorpresa, interrumpió a su excelso interlocutor atinando a replicar entre aleteo y aleteo.

¡Cuatro extremidades superiores! ¡No puede ser!

Sí es posible, e incluso necesario si tenemos en cuenta los quehaceres y traquinas en las que se verá metida; pero, no es eso lo que me tiene hablando solo y me está enredando tanto esta vez –masculló entre dientes el Señor sin dejar de mirar lo que creaba–, son los tres pares de ojos que necesita llevar los que me tienen como un vasintino toda la santísima tarde –añadió, ahora en tono más audible, el Señor–.

¿Tres pares de ojos en todos los modelos? –preguntó el desinquieto serafín.

Bueno, por lo pronto, sólo en los modelos específicos; aunque todos los prototipos de esta femenina modalidad los llevarán en potencia, con el paso del tiempo y a lo largo de su vida útil los irán desarrollando y perfeccionando por sí mismos –respondió el Todopoderoso mientras continuaba como si hablara solo.

Un par será para ver a través de las puertas cerradas al preguntar: “Niños, ¿qué están haciendo que están tan callados?”, cuando ella de sobra lo sabe.

Otro par en la trasera de la cabeza, cerca del totiso, que usará para ver las cosas y las acciones que no debería, pero que tiene que saber para seguridad de los suyos.

Por supuesto, no hay que olvidar los dos que van al frente de la cara, los que hablan por si solos, los que están siempre vigilantes, los que transmiten mucho amor a diestro y siniestro –terminó de explicar el Creador.

Señor –pronunció suavemente el ser luminoso jalándole al mismo tiempo del borde la manga– vete a dormir, ya casi oscurece, mañana tendremos el séptimo día y podrás formatear a gusto este futuro individuo tan especial para Ti.

No, no –dijo el Sumo Hacedor–, mañana descansaré comodiosmanda, hoy quiero acabar con esto, ya estoy muy cerca de lograr lo que deseo. Terminé de poner en esta unidad la aptitud de no mostrarse nunca enferma y de curar a los demás con grandes dosis de abnegación y de mucha dedicación desinteresada.

Le añadí, además, una habilidad: la de ser capaz de alimentar a la jarquilla de tragones de su familia con apenas medio quilo de carne de componer, tres o cuatro papas del país y alguna cosilla más que pueda refañar para echar al caldero y, justo cuando tú llegaste le estaba instalando la inherente gracia infusa de saber convencer a un familio de siete años –al que le gustan más sus lamparones que el agua y el jabón– para que tome un buen baño antes de irse a dormir.

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Ah, ya veo –dijo el condenao angelito mientras planeaba alrededor de aquel modelo tan especial–. Parece tan suavecita…

Suave pero fuerte como un puntal –enfatizó el Padre–, no puedes ni imaginar lo recio, potente y firme que llegará a ser este espécimen cuando esté funcionando a tope.

¿Podrá pensar? –inquirió con curiosidad el serafín mientras miraba de raspafilón la inacabada labor–. ¿Tendrá esa facultad?

No sólo pensará, sino que sabrá razonar, deducir, sentir, reflexionar, raciocinar, meditar, suponer… –contestó la Providencia–; aunque, a veces, se dejará aconsejar y tomará sus decisiones dando un rodeo para no molestar a los demás.

¿Ya tienes su nombre? –interrogó el dichoso querubín– ¿Cómo se va a llamar el nuevo y consentido sujeto con este tan laborioso acabado tipo arcángel?

Está escrito en la etiqueta pegada en el mollero del brazo derecho, justo arrente al hombro –contestó sonriendo el Omnisciente.

El espíritu alado, sin dejar de darle a la taramela, se acercó a la anotación y leyó lentamente las sílabas como si saboreara cada letra de aquella palabra.

Maaadree, madre, no suena del todo mal el apelativo que has elegido –dijo mientras esbozaba una sonrisa pícara que se le quedó prendida al labio.

La Divina Majestad asintió, ahora con una ronca risilla, y siguió calafetiando en unas junturas que se le resistían; mientras, el etéreo acompañante luminoso –con su incontrolable jiribilla y toda la curiosidad del recién estrenado Cosmos– se arrimó aún más al prototipo en cuestión, pasó sus angelicales dedos por la sonrosada mejilla de aquella entidad llamada madre y comentó.

Señor, aquí parece tener un fallo, hay una fuga de líquido que sale a través de sus ojos.

Es un fluido, sí, pero no es una fuga –dijo pacientemente Dios–. Son lágrimas.

¿Lágrimas? ¿Y para qué diablos…? Perdón, ¿para qué sirven? Para lubricar el mecanismo de la visión, seguro que sí –acabó aseverando el indesmayable querube.

Servirán para humedecer los ojos, seguro que sí; pero ella las usará más que para eso. Le serán muy útiles para mostrar pena, alegría, tristeza, desacuerdo, dolor, placer, soledad, orgullo, rabia…, refuerzan y le dan rotundidad al mensaje que subyace en todos esos sentimientos –explicó el Señor Dios.

¡Eres un genio creando! ¡Eres el primero! ¡Eres de lo que no hay! –Exclamó el confiscado angelito batiendo sus alas a modo de aplauso.

El Altísimo, un poco cortado, miró de soslaire a su entusiasmado partidario y le dijo:

No son diseño mío, yo no las puse ahí. Es una habilidad que ha generado este sujeto al activarse la mixtura de cualidades propias de su formato humano; en definitiva, esa función lacrimógena ha sido desarrollada libremente por ella.

El Ser Supremo, aprovechando que el dicharachero angelote no supo que decir de esta novedad y que el crepúsculo vespertino estaba ya zafando, fue recogiendo todos los atarecos mal colocados, ordenó las herramientas del Taller de la Creación, amontonó algunas garepas regadas por el suelo, apagó la luz creada en los primeros días del Universo y se fue a reposar seguido de cerca por el renovado guineo del dichoso ángel que –después de recuperarse de su momentáneo mutismo y a pesar del esfuerzo que suponía el batir de alas–, como siempre, no paraba de alegar.

El final del ocaso propició el acceso de las obscuras tinieblas y un delicioso silencio reparador se cernió por todo el Cielo cayendo sobre sus agotados moradores. El Criador, contento con el resultado de los seis días de trabajo, suspiró profundamente y, mientras se arrebujaba bien con el manto negro de la noche cerrada, sonrió con un rictus mezcla de satisfacción y de cansancio.

Al canto abajo de la otra punta del Reino Celestial, en nuestro recién inaugurado orbe terrenal, se asomaba por el horizonte la aurora del séptimo día, el sol besaba tímidamente la corona de la montaña de Los Cedros, la penumbra y la quietud del valle estaban todavía preservadas por la sombra del macizo de Linagua y, allá por Artejeves, el penetrante y farruco canto de un quíquere –ajeno al descanso dominical– anunciaba rabiosamente el comienzo del Día del Señor.

               

               En La Aldea de San Nicolás de Tolentino / 2009, con mucho cariño de:

Enrique el de Demetria, la de coma Pepa, la de seña Briginia Valencia, la de cha María Ramos, la de María Antonia Sánchez, la de Teresa Díaz Medina…

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SEMANA SANTA DE 1881: El INDULTO REAL A TRES REOS DE LA ALDEA Y ALGUNA HISTORIA DE LOS PROCESADOS

SEMANA SANTA DE 1881: El INDULTO REAL A TRES REOS DE LA ALDEA  Y ALGUNA HISTORIA DE LOS  PROCESADOS

Acabamos de leer en los periódicos que en esta Semana Santa de 2009 el Consejo de Ministros ha aprobado un Real Decreto por el que se conceden indultos especiales a 16 presos de todo el territorio del Estado español, uno de los cuales resulta ser un recluso natural de Las Palmas de Gran Canaria al que le falta poco más de un año para cumplir su condena. Es la primera vez, dice la prensa, que esta tradición de siglos atrás en la Península se aplica a Canarias, por solicitud de  la Unión de Hermandades, Cofradías y Patronazgos de Gran Canaria. Al respecto les voy a contar un indulto célebre que se decretó el viernes santo de 1881, a favor de tres condenados a muerte por un crimen social acaecido en La Aldea de San Nicolás, ocurrido 1876, que generó ríos de tinta en juzgados y periódicos de entonces, en el marco histórico del no menos celebérrimo Pleito de La Aldea.

Los hechos y autores de un célebre crimen social

Tres personajes participaron en la conspiración mortal que había preparado el grupo organizador de la defensa de los aldeanos contra la Casa de Nava-Grimón, en los desahucios masivos que ésta realizaba, entre 1875 y 1876, contra los medianeros perpetuos. Alejandro Jorge, Francisco Segura y Crisanto Espino aceptaron, a cambio de un pago en especies, atentar contra quienes llevaban a cabo los desahucios: el alcalde Marcial Melián (a su vez encargado de la Hacienda Aldea y socio de la Casa, juez y parte en la contienda) y el funcionario a sus órdenes, Diego Remón de la Rosa (secretario del Ayuntamiento y del Juzgado); pero, al final la conspiración urdida por los líderes del vecindario tuvo efecto en el funcionario municipal que caía del caballo, en el camino real por su trayecto de Tirma, en Los Negros-Carreño, hoy barranquillo del Secretario, por el fuego de una escopeta escondida entre los hogarzos y juncos, y que sería rematado en el suelo por los tres sujetos. La historia del hecho es mucho más larga y compleja. En fin, después de mucho trabajo de la Justicia, la gente de La Aldea se negaba a colaborar con ella. En la citaciones a declarar a tantos ante el Juez especial desplazado a La Aldea: « y dicen que mataron al Secretario, ¡sí… eso dicen! ¿Y a usted quien se lo dijo? Pues usted que me lo está diciendo»  Más o menos así se cuenta y seguro que pregunta y respuesta debieron ser parecidas. Lo cierto es que una casualidad de última hora descubre la autoría del hecho en el último momento en que iban a ser excarcelados los sospechosos, ninguno de los cuales era de los autores. Se procedió a un largísimo proceso judicial contra varios instigadores y los autores materiales desde el Juzgado de Primera Instancia de Guía hasta el Tribunal Supremo en Madrid. Absueltos otros, los tres autores quedaron desde la primera sentencia condenados a pena de muerte por asesinato premeditado, en solitario y con alevosía.

Viernes Santo de 1881:  indulto real

Desde que se dictó la sentencia de pena capital contra los autores de aquella sonada se creó en la opinión pública y en medios judiciales de Las Palmas de Gran Canaria un estado de opinión favorable al indulto. La prensa se pronunciaba contra el levantamiento en la ciudad del horroroso espectáculo del cadalso, que había tenido lugar, por última vez, en La Plaza de la Feria, a principios de 1875, para ejecutar a tres reos. Recuerdo un cuento familiar de mi bisabuela de Tasarte, que oyó decir que uno de los reos, sobre el patíbulo antes de la ejecución, se dirigió a la gente haciendo mención a su historia delictiva más o menos con estas palabras: «todo empezó cuando robé, siendo un niño, una pata de una tijera y se la llevé a mi madre y ella me dijo que por qué no le traje las dos». Pero los aldeanos condenados a muerte no lo habían sido por robar ni por razones personales. Ejecutaban, a sueldo, una “sentencia” del vecindario en un marco de conflictividad social, de ahí la campaña pro indulto. Decía el periódico de esta ciudad El Noticiero, pocos días antes del indulto, que «de desear es, y muy de corazón, que se tra­baje con afán de conseguir del compasivo mo­narca el que se conmute la pena [de muerte] a dichos desgraciados por la inmediata. Que no se vea más en esta población el horrendo cadalso».

En aquel momento de consolidación definitiva del liberalismo, en el marco de un parón democrático tras la experiencia fallida del sexenio revolucionario iniciado en 1869, promovido por la restauración borbónica de 1875; en ese tiempo, les decía, para proceder a la solicitud del indulto real, primero tenía que pasar la propuesta por los trámites del recurso de casación contra la sentencia de Las Palmas, ante el Tribunal Supremo que la mantuvo. Entonces se iniciaron intensas gestiones políticas en los más altos niveles del Estado. La campaña pro indulto se inició con manifestaciones en los periódicos de Las Palmas sobre la abolición de la pena de muerte, creando un estado de opinión sobre el caso. Luego, desde el Colegio de Abogados de Las Palmas se gestionó oficialmente un movimiento institucional y popular para la peti­ción del indulto, que desde este colegio profesional, corporaciones municipa­les y sociedades, llegó al Gobierno y al Rey Alfonso XII. También se pronunciaron positi­vamente los senadores y diputados de Canarias.

El expediente pro indulto llegó a Madrid a principios de abril de 1881 para su resolución definitiva. En base a los informes,  el ministro de Gracia y Justicia iba a proponer para el tradicional indulto real del Viernes Santo sólo a Francisco Segura por los atenuantes que traía su proceso (el único de los tres reos que contó la verdad y además salvó de la muerte al joven que acompañaba al Secretario, quien al final fue el que los descubrió). Entonces, dentro del mismo Consejo de Ministros, el titular de Ultra­mar era el canario Fernando León y Castillo, quien insistió en hacer extensi­vo el indulto  a los tres condenados.

Tres días antes del Viernes Santo,  fecha en que tradicionalmente los reyes de de España ejercitaban la gracia del indulto a algunos condenados a muerte, el Consejo del Estado dictamina un decisivo informe fa­vorable, extensivo a los tres condenados, al considerar como atenuante que el móvil del asesinato era el problema socioagrario que enfrentaba a la mayoría del pueblo con el marqués de Villanueva del Prado, porque así se detalla en el expediente final: « (T)eniendo presente los móviles que impulsaron a los reos a la perpetra­ción del hecho, que según se desprende del proceso, no eran otros que los procedimientos incoados contra la mayor parte de los vecinos de La Aldea de San Nicolás por el Marqués de Villanueva del Prado, en que Remón auxiliaba eficaz­mente la acción de éste y los demás procedimientos que a su vez seguía el expre­sado Remón para hacer efectivos algunos adeudos del Ayt°; todo lo cual los ha­bía atraído la odiosidad de los habitantes de la referida Aldea que lo consideraban su mayor enemigo y considerando que si tales móviles no pueden estimarse para la atenuación del castigo, siempre que se trate la aplicación estricta del Derecho por los Tribunales de Justicia, no pueden menos de inclinar el ánimo cuando se trata del indulto (…)».

Finalmente, el 15 de abril de 1881, tras el dictamen favorable del Consejo de Ministros, el rey Alfonso XII firma el tan solicitado indulto a los tres condenados, conmutándoseles la pena de muerte por la de cadena perpetua. Cuando la noticia llegó a Las Palmas, en el vapor correo América, una semana después, la noche del 21 de abril, y de inmediato se la comunicaron a los reos. Un periodista quizás presente en la cárcel cuando Cho Frasco Segura, Cho Santos y Alejandro Jorge la recibieron escribió: «La emoción que embargaba sus ánimos no les permitió pronunciar una sola palabra», para su publicación en La Correspondencia de Canarias del  22 de abril de 1881.  Los autores materiales de aquella conspiración local primero habían sido traicionados por el joven acompañante del asesinado a quien le perdonaron la vida, luego abandonados por los dirigentes aldeanos que les encargaron el asesinato y, por último, les fue aplicada la más dura pena que puede recibir un reo. Y suponemos que si no mediaron palabra alguna sí harían en sus mentes un recorrido desde los hechos de la mañana del 19 de marzo de 1876 hasta aquella noche de 1880 y a continuación sobre el interrogante de qué pasaría después.

Los periódicos de Canarias y sobre todo el órgano de expresión de la Justicia insular, La Revista del Foro Canario, además de todas las institu­ciones y opinión publica, se congratularon de esta buena noticia que salvaba la vida a los autores de un crimen que revestía marcadamente el carácter de delito social y que si humana y judicialmente no tuvo justificación sí fue dis­culpado por todas las circunstancias sociales, históricas, políticas y económi­cas que casualmente lo originaron.

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La cadena perpetua en el penal de Ceuta y nuevo indulto

¿Qué pasó luego? Es otra historia fuera del marco que hoy nos ocupa sobre este célebre indulto a tres canarios en la Semana Santa de 1880:  la pena capital que parecía que no iba a tener lugar más en un Estado donde la democracia se estaba construyendo con mucha dificultad desde 1831, con la muerte del más de los denostados reyes españoles modernos: el absolutista Fernando VII. Pero no fue así. Vendrán, medio siglo después, tras el 18 de julio de 1936 con la vuelta del más rancio conservadurismo  dictatorial y religioso,  más penas de muerte por procesos judiciales sin garantías que acabaron en fusilamientos, se darán muertes sin juicios, las desapariciones en mares, pozos y paredones y, acabada la guerra y posguerra, cuando aún se conservaba el odio y la venganza en las instituciones más altas del Estado,  la última negación a un indulto de pena de muerte que Franco protagonizó, en 1959, al huido de  leyenda, Juan García, el Corredera.

Pero, aunque sea otra historia la que luego debieron afrontar los tres indultados en la Semana Santa de 1880, les contaré, muy por encima (más amplitud del caso lo pueden encontrar con mucho detalle en la segunda parte del libro El Pleito de La Aldea), que fueron trasladados primero al Penal de Santa María y luego al de Ceuta ubicado en la montañeta del Hacho. Alejandro Jorge murió en aquel penal. Francisco Segura consiguió a finales del siglo XIX un nuevo indulto, por buena conducta,  que lo ponía en libertad.  Cho Santos, también fue indultado por buena conducta, poco después, en 1904. A cuál de los dos no sabemos, Clara, la hija de Diego Ramón de la Rosa, lo vio sobre un carro en Las Palmas o en Santa Cruz de Tenerife. La huérfana, histérica, fue a comunicar a la autoridad que había visto ya suelto a uno de los asesinos de su padre: «ya ha cumplido su condena» fue la respuesta recibida.

Qué le esperaba en La Aldea al indultado Francisco Segura

Francisco Segura llegó viejo a La Aldea, con 23 años de prisión en el cuerpo y casi 70 de años de edad, enfermo de las articulaciones por el sobreesfuerzo y las malas condiciones de vida en el penal. Pasó sus días recluido en su casa y malquerido por su familia. Dicen que las únicas palabras que le dirigía Mónica Almeida Carvajal, su mujer y prima hermana a la vez, eran, a  la hora de cada comida en la mesa: «¿quieres más?».

Murió Cho Frasco Segura en El Albercón, en 1908, a la edad de 79 años. Curiosidades de la vida: en el mismo marco del conflicto social del Pleito de La Aldea, por una revoltura pero sin crimen por medio, en 1786, su bisabuelo, el síndico Mateo Carvajal había sido  recluido en el mismo penal de Ceuta, para cumplir con una pena de cuatro años de presidio en el mismo, 200 ducados de multa y, luego, seis años de destierro de su pueblo; pero, con la suerte de estar allí sólo dos años por un indulto del rey Carlos III.

Cho Santos, las desventuras de un expresidiario de  leyenda local

Crisanto Espino, que tenía 28 años cuando intervino en el asesinato, era el más joven de los tres encausados. Le quitaron los grillos del penal cuando tenía 58 años, después de 27 años de prisión.  Vivió luego muchos años, más de ochenta. Pero cuando llegó a La Aldea en 1904, ya parecía un hombre viejo; enfermo como Segura de las articulaciones por las malas condiciones de vida en el presidio, a pesar de que con el tiempo, por su buena conducta, lo ocuparon en trabajos menos pesados de la prisión (cocinero, artesano de fibras…).

Al principio no salía de su casa de Los Cardones. Pero superado aquel trance comenzó a dar recorridos primero hasta la Casa Nueva y luego  por todo el pueblo. Su vecino Antonio Santana, le pagaba para que fuera a Los Espinos a cuidar de noche las piñas de su finca, en tiempos de hambrunas porque las robaban. En una ocasión, cuentan, que las Herreras fueron a entrar en la finca y pegó cuatro trabucazos que se oyeron en toda La Aldea. A nadie más se le ocurrió entrar en la finca estando Cho Santos de guardián.  Cuentan que cada noche dejaba el farol encendido en la chocilla donde se alojaba, que todavía subsiste, y de allí se iba a La Hoyilla, Mederos adelante, hasta La Rosa, donde tenía sus amores secretos que le dieron un hijo natural.

Cho Santos caminaba apoyado en dos bastones; su rígido cuerpo avanzaba lentamente sin poder doblegar sus para siempre inflexibles piernas, de las que se decía que tenía la piel de los tobillos marcados por los grilletes de las cadenas que llevó tanto tiempo en el penal. «¡Que viene Cho Santos!» corría la voz de los chiquillos cuando lo veían aparecer y se escondían entre las higueras para verlo pasar, me contaban, en la década de 1980, mis informantes, ya ancianos, quienes entonces eran niños, a quien les asustaba su yerta figura, que aún aparentaba fortaleza, coronada por un sombrero sobre una cabeza de aún negros y acrinados cabellos; su escopeta, adosada a un largo chaquetón oscuro que había traído del penal, con la que se decía que mató al Secretario; su fama de maldad ingénita, su carácter, cuando el perfil de cada hombre es su buena o mala  fortuna… y, en definitiva, les causaba temor una figura resabiada que por dentro encerraba a un hombre desdichado.

En la Maquina de la Casa Nueva, la Rosita, que extraía agua del pozo, estaba de maquinista, el más célebre de los artesanos de entonces en La Aldea, Ildefonso Rodríguez, mastro Alifonso, con quien Cho Santos pasaba largas horas de conversación, acompañados de los estampidos del artilugio de vapor. Largas horas pasaba porque Ildefonso había hecho el servicio militar en Ceuta años después de su indulto y le contaba cómo estaba el paisaje de aquella ciudad que vio durante 23 años desde las alturas del Hacho, donde estaba la fortaleza del penal. Cho Santos le preguntaba por uno y otro detalles, como era el Pozo de Valdeaguas, al que diariamente bajaba para transportar sobre un carro las barricas de agua, empujándolo con otros penados, encadenados,  cuesta arriba hasta el penal.

Pasó Cho Santos sus últimos días en Las Palmas, en una casa del Risco de San Nicolás, todo entullido, siempre tapado con una manta en un rincón, en la que tenía un agujero para ver quién entraba en la casa. Sólo se levantaba cuando llegaba un joven vestido de militar, vecino suyo de Los Cardones, Manuel Santana Déniz: «me llevas pa’ La Aldea cuando te licencies… me quiero morir allí» Y ya que estamos hablando de Semana Santa, cuarenta días antes de la primera luna llena de primavera, el inicio de la Cuaresma de 1928,  Miércoles de Ceniza, moría Santos sin ver cumplir su deseo de volver a su pueblo, La Aldea, donde nada le debió sonreír desde la cuna, por ser hijo natural, con la carga que ello conllevaba, hasta el terrible suceso de 1876 que lo condenó a muerte y que lo marcó para siempre, sin tener la posibilidad, como la tuvo su compañero en el crimen Francisco Segura,  de que la historia cuente de él, como decía Séneca: «donde quiera que haya un ser humano existe la posibilidad para la bondad». Quizá la mayor alegría debió de ser el indulto de la Semana Santa de 1881. Pero tampoco pudo lograr, como todo el mundo quiere, morir en la tierra que lo vio nacer.  Me contaba en 1985 Manuel Santana, entonces con ochenta años,  el último capítulo de la historia de su vecino Santos, uno de los tres protagonistas de este relato que parece un  cuento pero que es de verdad:

«(…) aquel fin de semana tuve guardia en el cuartel y no pude ir a verlo y cuando toqué en su casa, me dijeron los vecinos: Eh… aldeano, ayer enterramos a tu paisano Santos. Estuvimos haciendo una recolecta para conseguirle la caja y me quedé… No pude cumplir con la promesa de llevármelo para La Aldea cuando me licenciara, y claro que sí, me lo hubiera llevado, él no me hablada de otra cosa que la de volver y morir en La Aldea».

Qué queda hoy en el recuerdo y en realidad

Nadie vive hoy de los que conocieron a estos personajes. Alejandro Jorge murió en el penal, dejando a su esposa en La Aldea sin hijos. Nadie lo reconoce hoy. Francisco Segura dejó una prolija descendencia, a muchos de sus miembros suelo encontrar su parecido según los comparo con las descripciones físicas que hicieron en su momento de él las autoridades: el azul de sus pupilas, tez muy blanca y pelo rubio. Nadie de los Segura se avergüenza, como sucedía antes, de su historia familiar. Queda una nieta nonagenaria y numerosos bisnietos, tataranietos.

El hijo natural de Cho Santos, Matías Suárez, falleció soltero, en los años treinta a consecuencia de las heridas recibas en un accidente de tráfico. No tuvo más hijos varones. Sus hijas fueron a vivir a Las Palmas, de cuya descendencia sólo hemos tenido relación con un nieto, conocido como el Sargento Espino, ya fallecido, que siempre tuvo presente a La Aldea como su pueblo. En su cargo militar, tras continuos ascenso hasta oficial procuró atender con máxima atención a los soldados del pueblo de su familia. De lo escrito de su abuelo en el libro del Pleito de La Aldea, no puso la más mínima objeción y siempre procuró tener en sus manos cualquier libro de La Aldea. Poca es hoy su descendencia, que llega hasta los tataranietos.

El lugar donde ocurrió el asesinato del Secretario, en Tirma, suele ser visitado por caminantes y excursionistas de La Aldea, llamando mucho la atención el caso. Una riada de hace unos cuarenta años modificó el punto donde se hallaba la cruz, colocándose en otro lugar cercano y despareciendo hace algún tiempo, aunque luego unos niños del Colegio de La Cardonera fueron en 2006  y colocaron una nueva.

De los descendientes del Secretario asesinado, tuvimos la ocasión de contactar en 1896 con Rosario Remón Delgado, sobrina nieta del mismo, octogenaria, vecina de Santa Cruz de Tenerife, que nos indicó  que en Canarias ya no quedaban familiares directos del mismo, sí en otros lugares fuera de Canarias, uno de ellos el célebre portero del Real Madrid y luego preparador de la U.D. Las Palmas  Mariano García Remón.

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Tirma. Barranco de Carreño o del Secretario. Trazado del camino real. La flecha indica dónde estaba  hasta hace algún tiempo la cruz, aunque la víctima pudo morir antes de entrar en el cauce.

 

Francisco Suárez Moreno. Cronista oficial de La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria.

Semana Santa de pasión y malura: como un eccehomo

Semana Santa de pasión y malura: como un eccehomo

Allá justo al mediodía Jesucristo caminaba

con la cruz a sus hombros de madera muy pesada.

Una soga lleva al cuello con la que el traidor tiraba,

cada vez que el traidor jalaba Jesucristo se arrodillaba,

donde quiera que se arrodilla deja sangre encharcada.

Allá en el Monte Calvario tres marías le esperaban,

una era la Magdalena, otra su querida hermana

y la otra la Virgen Pura, la que más dolor pasaba.

Una le lava los pies, otra su bendita cara

y la otra recoge la sangre que el buen Dios derrama.


Pasa la Virgen María

vestida de azul y blanco.

El vestido que llevaba

nunca lo vi manchado

sólo lo manchó Jesucristo

con la sangre de su costado.

Jueves y Viernes Santo

días de mucho dolor,

días en que crucificaron

a Cristo nuestro Señor.

Cuando todavía era un familio -desmandarriado, fijo descalzo (gozaba yendo a la laja) y adicto a  los lamparones-, al aproximarse la primavera que la sangre altera y cercanos ya los festejos religiosos de la Pascua Florida, se me solían llenar los bezos y alrededores de unas feas bichocas lacerantes que hacían honor al nombre y apellido del cíclico mal de los demonios. Para más inri, al llegar a su madurez, soltaban una especie de agüilla turbia a través de unos opérculos que tenían, contribuyendo de esa manera a extender la infección a otras partes sanas de la cara: era el llamado “fuego salvaje”; dicha fogosidad dérmica venía a incordiar intermitentemente, en los momentos más inoportunos, la feliz infancia de aquel activo ignorador de las mínimas reglas de la higiene y asepsia corporal que fui yo.

Al principio, probábamos -mis tías, mi madre y mi rostro- con todos los remedios caseros conocidos para intentar atajar la incipiente manifestación de aquella, nunca mejor dicho, dolencia: que si algodones empapados en tus propios orines, que si baba de tunera tierna (se ignoraba lo del caracol), que si la savia del cardo de yesca, que si mistura de azufre con manteca de cochino, que si lasquitas de pita zábila… Nada de nada: ¡leche machanga!

Ya con el jodido y desquiciante ardor quemando carrillos arriba, eclosionando y regando su indino picor que me inducía a incontrolados e inevitables rascones, pasábamos a los potingues y unturas boticarias a base de Pental, polvos de Azol, perboratos, sulfatos, sulfitos, salicilatos y vaselinas, todo eso combinado con una porriá de bactericidas que, al agotar sus efectos y posibilidades farmacológicas -vía tópica-, no nos dejaban otra salida que la de ir ca’ de seña María Lurencia (la abuela paterna de Elías del Toro) teniendo que recurrir así a la vía esotérica.

Era el último recurso porque yo me resistía a los ritos mágico-curativos que el santiguado conllevaba. Aunque me sabía de memoria todo el proceso, me costaba trabajo tomar la decisión de empezar por ese final ya que había algo oscuro (el sitio lo era), misterioso y psíquico en aquella liturgia que, debido a la prosopopeya disparatada de mi fértil imaginación infantil, me sonaba demasiado surrealista e inquietante en su protocolo espiritual y -lo podría jurar- eléctrica en su aspecto físico debido a la energía que emitían los sarmentosos dedos de aquella sanadora.

Mi morruda intransigencia, aliada con el férreo racionalismo ateo de mi padre, era vencida y eliminada en su totalidad por las urgencias fueguinas sumadas al insistente pragmatismo religioso de las mujeres; sólo entonces me decidía a dar el paso definitivo. Me dejaba llevar colgado de la siempre cariñosa mano de mi tía Josefa (que Dios haya) hasta la vivienda de aquella santiguadora y allí, sin apenas preámbulos, comenzaba el examen facial y los primeros pasos formales de la sesión terapéutica previamente concertada -casi de tapadillo- por las mías.

La señora me hacía traer un puñillo de hierbas, creo que eran borrajas, cenizos y ramitas de balo, no me acuerdo muy bien. Con ella confeccionaba una especie de pequeño jace que apretaba, amarraba y torcía musitando algo entre dientes. Alzaba mi barbilla con  una de sus manos manteniendo mi cabeza erguida y me santiguaba usando: aquel húmedo atadillo, su temblona voz aguda, una oración que nunca pude retener y algunos pases (los notaba con mis ojos fechados) haciendo la señal de la cruz a modo de barrido recurrente sobre la parte afectada. La salmodia monocorde, su entonación, la poca iluminación del lugar, lo íntimo del momento me llegaban a hipnotizar; rompían el trance, el cambio rítmico de su arcano proceder y el cese abrupto del guineo causado por aquella jaculatoria, a la que ponía fin expeliendo un profundo y gutural “amén” como salido de sus calcañares: había terminado.

Las últimas recomendaciones de quemar  enterrar las yerbas usadas me las gritaba cuando su hija  Aurora, siguiendo mis prisas por eslapar de la penumbra, me conducía hasta una calle deslumbrante de sol donde, alegando con alguien en la acera, aguardaba mi tía favorita con su eterna media sonrisa y su devoto e inmerecido desvelo hacia mi persona. Ni que decir tiene que, desde el día siguiente, se iba apagando el fuego de las molestias, menguaban las pústulas secándose, y las costrillas que las coronaban se desprendían definitivamente dejándola otra vez limpia, agradable a la vista.

Con la edad, o con la inmunidad adquirida, se rompió el ciclo de aquellas fogaleras epidérmicas y no quedaron en mi rostro secuelas de aquel dichoso padecer. Lo que sí permaneció fue mi emergente afición por la fitoterapia (acorde con la tradición familiar) y una inclinación hacia el estudio de esas manifestaciones menos conocidas del folclore de transmisión oral que forman parte de nuestro acervo cultural más cercano.

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Pasados unos años, luciendo ahora en el cutis las pupas de un reindino acné juvenil generalizado, solía acudir a la casa de mi sanadora con el afán de rescatar del posible olvido alguno de los crípticos rezados; también me atraían los romances que seña María enfatizaba con mucho jeito y que llegó a traspasar a su hija Aurora, la cual (cuando estaba de humor) nos los repetía, hilo por pabilo, para deleite de sus sobrinas, un servidor y unos pocos allegados más.

Hace una década, colocando los atarecos de una mudanza, entre las páginas de un libro encontré garabateados varios de ellos que creía perdidos, ahora los guardo como oro en paño dentro de un disquete. Ésta es la versión o variante de uno de mis preferidos relativo a la temática de Semana Santa y su parafernalia; me trae entrañables recuerdos de una época muy bonita. De sus posibles títulos, yo elijo: “Vestida de luto y pena”.

Pa’l Calvario va la Virgen

vestida de luto y pena

cambiando su manto azul

por otro de seda negra,

llegando al pie de la cruz

y llorando lágrimas tiernas.

Pasó por allí la Verónica

y le dice de esta manera

-¿Cómo esta mujer no habla

ni una palabra siquiera?

-¿Cómo quiere que yo hable,

forastera en tierra ajena,

si un hijo que yo tenía

más blanco que la azucena

me lo quieren martirizar

en una cruz de madera?

-¿Qué señas tiene ese hijo,

que no lo conozco yo?

-Sus cabellos blancos rubios

comparados con el Sol,

sus ojos dos luceros,

sus labios corales son.

-Señora, yo no conozco

a un niño de esa facción,

sólo me encontré en la calle,

que partía el corazón,

a un pobre ajusticiado,

difunto lleva la color.

Me ha pedido que le dé

un paño de mi tocado

para limpiarse el rostro

que llevaba ensangrentado.

Tres dobleces tiene el paño,

tres figuras le han quedado,

si lo quiere ver, señora,

aquí lo traigo guardado.

Allí caminó la Virgen

con más dolor y más pena,

ya se acabó el Sol del mundo,

la Luna y las estrellas,

del cielo la bandera…

Los rezos en su conjunto  -pieza clave del santiguado-, al ser el acto curativo tan enigmático, eran menos conocidos y divulgados; la sanadora los custodiaba celosamente, preservándolos  de extraños e incrédulos que, jallo yo, los hubieran usado sin el debido formalismo y faltos de su correspondiente respeto y reverencia; se los confiaría a verdaderas devotas agraciadas con el don y poseedoras del carisma adecuado, las cuales, después de un periodo de pupilaje, continuarían su labor de acuerdo con unos cánones ancestrales establecidos desde los albores de la Humanidad.

En los libros editados que tratan del tema hay recogidas varias fórmulas e invocaciones de las que se usaban para atajar o paliar diferentes enfermedades: quitaban el romadizo, aliviaban la pulmonía, atenuaban la persistente angurria, evitaban el garrotejo, curaban las picaduras que mancaban, anulaban el mal de ojo… He leído muchas, pero aquella plegaria que no llegué a descifrar, la que utilizaba seña María Lurencia* Espino Suárez para secar los renuentes alifafes de mi niñez, nunca la he vuelto a encontrar.

Enrique García Valencia / La Aldea / 2008

*Creamos o no en la influencia de las estrellas, he de decir que Laurencia es el nombre de una de ellas (realmente un planetoide muy brillante); quién quita que seña Lurencia y sus antecesoras estuvieran favorecidas y tuteladas por esa energía astral…

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Momentos. Cerca y lejos. Exposición de Teresa Rodríguez Alemán

Momentos. Cerca y lejos. Exposición de Teresa Rodríguez Alemán

El sábado 4 de abril inauguró Tere Rodríguez Alemán su primera exposición individual en la sala de exposiciones del Ayuntamiento de La Aldea de San Nicolás.

Ofrece al público un conjunto de óleos sobre lienzo cuya temática gira en torno a dos ejes principales: los objetos cotidianos y los rostros y vidas de países lejanos. Los dos temas se funden en la atención de la autora por fijar su interés en aquello que puede pasar desapercibido por tenerlo al alcance de la vista, en lo aparentemente trivial de los objetos que pasan a diario por nuestras retinas y en ese otro mundo de pobrezas, miradas, vida  y subdesarrollo que también pasa desapercibido, disfrazado de exotismo.

Declara la pintora que espera de quien observe sus pinturas que  continúe construyendo la imagen más allá del cuadro y no anda lejos de ello un evidente encuadre en recortes. Escaleras que suben más allá del marco, personajes de espaldas, pies que dejan huella en una parcela de arena, torsos, bustos, perfiles… Imposible negarse a imaginar el todo que anuncia la parte.

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Y todo esto sorprende y maravilla en unas esmeradas mezclas que van desde los contrastes tonales, las gradaciones o la disposición de planos, en ellos destaca la humanidad de los objetos y de las personas que nos sienten mirarlas desde el lienzo.

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La exposición estará abierta hasta el 18 de abril, de lunes a sábado, de 6 a 8 de la tarde.

ÁLBUM DE IMÁGENES: PULSA AQUÍ

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LA ANTIBUROCRACIA ANÓNIMA

LA ANTIBUROCRACIA ANÓNIMA

En el pinar de Inagua cayeron pinos tras el gran incendio de 2007 debido a las heridas en sus troncos. El fuego se comió la madera y el viento, cuan llegó, los tumbó. Para que no vuelva a ocurrir, hay que proteger esos pinos centenarios.
No sabemos si el murete de piedra que protege al pino lo hicieron operarios de la empresa que ha trabajado en la zona tras el incendio o simplemente excursionistas, pero lo que sí sabemos es que reconocieron al pino como un ser vivo que hay que proteger de un nuevo incendio.
¿El Cabildo de Gran Canaria   20 meses despues del gran incendio sigue estudiando como protegerlos? 

http://jarutaco.lacoctelera.net/post/2009/03/25/el-cabildo-grancanario-sigue-estudiando-como-proteger-pinos

www.maspalomasahora.com/2009/03/25/la-proteccion-de-nuestros-pinos/

EL HABLA Y LA CULTURA ORAL. Hilvanes sobre habla, toponimia y cultura oral

EL HABLA Y LA CULTURA ORAL. Hilvanes sobre habla, toponimia y cultura oral

El habla de nuestra Isla, como en el resto del Archipiélago, con su peculiar expresión oral, en el contexto del castellano de Canarias y su léxico, constituye uno de sus más interesantes elementos etnográficos. Algunos pueblos destacan por una expresión oral muy cadenciosa y peculiar como es el caso de Agaete, que además se ha caracterizado por la costumbre, cada vez menor, de poner sobrenombres o “nombretes”, a casi todos los vecinos. Cuentan que uno de fuera encontró novia en este  pueblo y le advirtieron que seguro le pondrían nombrete; él se creía muy listo y para evitar algún apodo empezó a visitarla de noche, para que no lo vieran y en su pueblo se jactaba de ello, pero los culetos ya lo habían bautizado: el Búho. Y eso del sobrenombre de culetos le viene a los de Agaete por los colores de su equipo de fútbol, azul y grana, como los del equipo culé barcelonés.

Gran Canaria, en sus diferentes ambientes (marinero, agrícola, ganadero…),  cuenta con un rico léxico y fraseología, dentro del contexto general del habla canaria,  sobre lo que se han realizado diversos estudios con criterios científicos y metodológicos.

Esta riqueza del lenguaje canario se comprueba en la toponimia insular. Hay un libro, La Toponimia de Gran Canaria, editado por el Cabildo de Gran Canaria que en sus 12.800 topónimos recoge con toda amplitud su realidad geográfica, histórica y etnográfica. Pero son muchos más los topónimos que existen y ya se está revisando ese catálogo para ampliarlo.  En esa obra encontramos numerosas referencias, unas 719, al antiguo lenguaje canario, donde vemos que la mitad de los municipios llevan nombre aborigen (Arucas, Telde, Tamaraceite, Tocodomán, Artenara…). También aparecen unos 862 arcaísmos castellanos (Angostura, Cañadones…) así como los 399 portuguesismos (Cabuco, Ribanzo, Laja…) y 38 americanismos (Ñameritas, Matazón…), 28 arabismos no castellanizados (Gurugú, Jarcón…) entre otros extranjerismos  y demás orígenes de su toponimía. Así tenemos que sobre sucesos y hechos históricos hay unos 270 nombres propios y que  1.831 voces hacen alusión a la realidad socioeconómica insular y 1.046 nombres son de referencia histórico-cultural, creencias mágico religiosas y leyendas populares. Aunque el papel más destacado de la toponimia insular está en la naturaleza viva con 2.135 fitotopónimos y 798 zootopónimos. Repito que esas cifras toponímicas son mayores. Recientemente dos cronistas oficiales de esta isla, don José A. Luján (en colaboración con el filólogo lagunero don Gonzalo Ortega) de Artenara y don Rafael Sánchez, de Ingenio, han publicado sendos libros sobre la toponimia de sus municipios. Y por nuestra parte, en colaboración con el citado filólogo, tenemos en proyecto acometer el estudio toponímico de La Aldea, donde se dan curiosos nombres propios, el último que recuerdo comentar es el de Pozos de Balango, hace poquito con Paco Suárez, el de Extensión Agraria, que iba de excursión a este lugar, el pasado sábado. Se halla en la planicie  que llega a los riscos de Cueva Nueva, seguramente el antiguo Benafurel y toma el nombre de unos pozos-charcos allí existentes para captar aguas pluviales en cuyos brocales crecían balangos, unas plantas de por allí.  ¿Desde cuándo? Supongo de toda la vida, al menos en 1915, se recoge por escrito, en un parte de defunción, el lugar de Pajares de Balango,  de un pastor desriscado en El Arco, Tasarte,  Antonio Marrero González, que allí falleció, el 28 de enero de aquel año,  en presencia de su viuda y porteadores, cuando iba sobre una parihuela, camino del médico, hacia Agaete; su cuerpo continuó, en un viaje más largo: Guía, cabeza del Partido Judicial, donde se le haría la autopsia y se enterraría.  Un cuento que aún se mantiene en la tradición oral y del que hemos contrastado su veracidad entre los archivos del Juzgado de Primera Instancia y las referencias orales. O sea, un cuento de verdad. Porque en el seno de la sociedad tradicional se generaron muchos,  algunos convertidos en leyendas, y vaya usted a saber qué tuvieron de verdad. Y de esto tenemos una rica tradición oral.

Unos cuentos o leyendas han quedado para  siempre en la toponimia, con parajes relacionados, por ejemplo con la presencia del Diablo, o con temas de la muerte, las ánimas o las brujas con sus aquelarres y bailes a la luz de la luna, tanto en la orilla del mar como en las altas montañas; más de 90 topónimos hacen este tipo de referencia por toda Gran Canaria y, probablemente, las zonas geográficas con mayor encanto están en las alturas de Inagua (El Llano de las Brujas y La Degolladas de Las Brujas) aunque los mismos topónimos y otros como Bailadero los  encontramos en diferentes municipios como  Artenara, Tejeda, Mogán, San Bartolomé de Tirajana, La Aldea y Telde, municipio que siempre se ha relacionado con el mayor número de prácticas brujeriles en la sociedad de antaño. Esta riqueza de la cultura oral se manifiesta también en relatos históricos, refranes, romances, cuentos relacionados con tesoros o dineros enterrados por el accidentado litoral del Suroeste, como son los cuentos de La Cueva del Dinero en Playa del Asno, Cena Juan y Coge El Paso o El Dinero de Barranco Oscuro, ambos en Tasarte. Y de almas en pena tenemos nuestra leyenda más encantadora, la del Cuervo de Zamora en Guguy, que desde que en 1980, en que la recogí en un reportaje periodístico hasta hoy he observado varias versiones, cambios lógicos que se van sucediendo en este tipo de relato y vaya usted a saber qué se contará de la misma dentro de un siglo.

La historia oral se compone también de las referencias y testimonios de las personas de edad sobre la historia, costumbres y tradiciones que no han sido aún recogidos en los textos escritos. Entre otras están las experiencias de la economía tradicional en la agricultura, pastoreo, industria, extracciones de madera, carboneo, etc. Igualmente lo es la aportación de la gente relacionada con  la mar y sus puertos  como, entre otras, las estrategias de localización de puestos en alta mar por marcas, los recuerdos del cambullón y cabotaje, etc. Pero estos relatos orales muchas veces están cargados de imprecisiones, de olvidos y modificaciones. Por tanto, son fuentes que, como cualquier otra, desde el punto del método científico de investigación, deben ser contrastadas para verificar el hecho real.  No saben ustedes cuántos cuentos hemos oído de gente algo mayor sobre supuestos hechos que no son reales o no son generalizables o simplemente son ambiguos.  Les digo que también lo escrito hay que contrastarlo porque como dice el refrán “el papel aguanta lo que le pongan”. El escepticismo científico aconseja, mucha prudencia en unos y otros casos.

A los cuentos se unen otros elementos orales del folclore como el romancero popular y demás expresiones musicales y de la propia sabiduría popular. Y en este caso también se requiere mucha prudencia a la hora de su análisis porque es muy común afirmar «este es un romance inédito» cuando muchas veces son populares recogidos en libros de textos no muy antiguos. No hay más espacio para contarles más, pues de continuar estaríamos hilvanando más de la cuenta.

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DE TERTULIA CON JESÚS VALENCIA

DE TERTULIA CON JESÚS VALENCIA

Ayer tuve una visita que, por inesperada, no fue menos agradable. Me llegó Suso Valencia con su algarabía, con el encargo de copiar unos discos de Aznavour.

Inmejorable excusa para charlar con los ojos -como sólo él sabe- y para libar con lujuria un licor de moras que siempre se nos queda poquito.

No sé que me tiene Jesús que siempre acabamos contando hechuras propias y ajenas, recientes y añejas, en las que las palabras asombran por certeras, por chispeantes, por guardar como tesoro el carácter de quienes las usan o usaron.

Cada visita suya es un descubrimiento, una pasión por la sorpresa y por la belleza de la tertulia. Y en cada una de ellas propone un reto: ¿no hay nadie que estudie eso?, ¿y se va a perder? ¡Fuerte coraje, tú!

No sabe mi amigo que la sapiencia oral sobrevive a la maldición de los abecedarios, que parece que los inventaran para llevarnos a perder la memoria. Otra cosa es recoger por escrito esas expresiones y exhibirlas como objetos raros y valiosos, en libros-vitrina, y creerse dueños de ellas por coleccionarlas, clasificarlas y redactar bonitas sandeces académicamente correctas.

Lo que realmente es necesario es que haya más hablantes como Suso, que ejerzan de narradores, conversadores o alegantines, que se asombren descubriendo palabras, expresiones, anécdotas inteligentes e inteligibles, y que las enuncien, para que existan en la breve felicidad de una conversación.

Ni siquiera es importante que sean de la propia vida, de la propia familia, vecindad, barriada, o del propio pueblo, porque la intuición plástica de los significantes y de sus significados está por encima del cascarón donde nos toca crecer. O quizá se trate de proponer a todos lo que nos singulariza, para humanizarnos.

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La finca de Castañeta

La finca de Castañeta

La finca de Castañeta es un lugar entrañable, del que tengo muchos recuerdos. Desde pequeño estuve muy relacionado con ella.

Se encuentra situada entre el Barranco de Tejeda-La Aldea y una cadena montañosa.

Los primeros recuerdos que tengo son de cuando caminaba con mi padre entre los tomateros, que ya estaban “amarrados al burro”; esto quiere decir que se encontraban ya a la máxima altura. Yo iba delante de él. De buenas a primeras miraba hacia atrás y ya no lo veía. Mi alma daba un vuelco, de miedo. Yo gritaba llamándolo:

-Papáaaaaa

Y el aparecía siempre sonriendo:

-Estoy aquíiiiiiiii.

Y así se repetía una y otra vez, hasta que me di cuenta de que era un juego entre ambos.

Finalmente llegábamos a una enorme higuera de higos blancos que me parecía un gigante de grandes brazos. Bajo su sombra nos sentábamos a comer unos deliciosos higos.

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Durante la zafra del tomate se cosechaba mucha fruta que era recogida por los camiones en grandes cajas. Terminado el periodo de los tomates se plantaba millo.

Siempre se recogía gran cantidad de piñas, mazorcas. Luego se hacían juntas entre los medianeros, vecinos y familiares para desgranar el millo.

Una vez me pareció tan enorme la cantidad de piñas que le dije a mi madre:

-Mamá, mamá, papá es rico.

-¿Y de qué, mi niño? -Me preguntó ella.

-Yo, feliz, le respondí:

-De palotes (llamados carozos, piezas que quedan tras desgranarlas).

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A un lado de la finca mi padre construyó un hermoso gallinero del cual estábamos todos orgullosos. En cierta época se escuchó que había un ladrón de gallinas rondando por el pueblo. Yo, ni corto ni perezoso, me fui al gallinero y clavé unos palitos delante de la puerta para que el presunto ladrón no pudiera abrirla para robarnos las aves.

Gracias a Dios que aquel sujeto no apareció por allí.

¡Bendita inocencia!

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VOCES DE MUJER

VOCES DE MUJER

 

Este pequeño trabajo nació al calor de la celebración de una jornada internacional relativa a la mujer. De las muchas conmemoraciones de ámbito mundial que hay se ha escogido una para intentar quedar bien y, para quedarnos cortos con las homenajeadas. Llegará un momento en el que no haya necesidad de celebrar ningún día especial para nadie ni para nada (paz, trabajo, igualdad...), vendrá eso a significar que habríamos ido progresado bastante en la dirección correcta; falta pues mucho trecho que recorrer y muchos caminos que desbrozar de obstáculos, de miedos, de injusticias, de reservas, etcétera.

Yo intenté, con esta entusiasta composición de diletante empedernido, muy grata para mí, quitar mi granito de arena de esa  carretera mal trazada, con un firme irregular y llena de muchas piedras en las cuales seguimos tropezando repetidamente aunque se nos llene la boca, de cara a la galería una vez al año, de buenísimos propósitos (prontamente olvidados) en el Día Internacional de Loquesea.

 

VOCES DE MUJER

Voces de mujer, resonancia musical con entrañable sordina placentaria,

Voces de mujer, impronta de un matriarcado mimador que nos acompaña,

Voces de mujer, cantarinas, susurrantes, mandonas, amorosas, atipladas...

Voces de mujer, de abuela, tía, retía, madres, novias, hermanas...

Voces de mujer, amalgama de sentimientos muy bien diferenciados,

Voces de mujer que creemos olvidadas, dormidas, sin rostro en nuestro Recuerdo,

Voces de mujer, coetáneas compañeras de nuestras propias voces presentes,

Voces de mujer, de arrorró, de fiesta, de afanes, de pena, de trabajo,

Voces de mujer que mueven o frenan, que catalizan o desbaratan,

Voces de mujer, cariñoso vocerío que  subyace eternamente ligado a nosotros.

Voces de mujer, idealizado superyó de nuestro propio Yo.

Voces de mujer que al nacernos, partidas en dos partes, nos gritaron,

Voces de mujer que rotas, al morirnos, se llorarán gritando en mil dolorosos pedazos...

 

 

Para todas y cada una de las mujeres de mi mundo

 

(de Enrique el de Demetria, la de coma Pepa Briginia)

 

DE LA PORRETA: OTROS JUEGOS, OTROS TIEMPOS

DE LA PORRETA: OTROS JUEGOS, OTROS TIEMPOS

Artesanía. En la historia de “La Porreta” se hace referencia a un gran trompo, cuatro veces mayor que los de uso normal, fabricado para mí hace ya unos largos y bastante cumplidos años -en su taller de Los Llanos a golpe de formón, gubia y escofina- por el eterno familio juguetón adulto que era Luisito el Carpintero: vocacional y experimentado cuentacuentos, eterno Peter Pan, diletante Geppetto e indesmayable amigo. Fue aquel juguete mi privanza y mi entretenimiento durante muchísimo tiempo (según el cómputo temporal infantil); luego, otros excitantes sustitutos ocuparon su puesto desplazando  la enorme perinola hacia  los quiciales del olvido gradual e inexorable.

Cuerpo o estructura. Era colosal, tallada a partir de un gran tarugo veteado de pino gallego y enteriza desde la cilíndrica mosquilla hasta la amarilla cúspide de cono invertido que era su acabado inferior,  pasando antes por la media esfera que representaba su abultado lomo pintado de encarnado retinto.

Liña. El artesano la dotó de una larga tomiza de pita de las que él usaba para amarrar e inmovilizar los ensamblajes que tenía con engrudo fresco. Áspera, tiesa y malamañá dificultaba un poco la labor del liado alrededor de la peonza; pero, poco a poco, se fue aquellando con el uso continuado quedando por fin amorosita.

Púa, puya o puyón. Única pieza ajena a la madera e insertada en ella al canto abajo, pie  metálico con el que giraba el enorme peón. Elemento con bastante peligro debido a su afilada punta algo ferrujienta que estuvo a pique, en varias ocasiones, de achocarnos la cabeza o de fincharnos en los desprotegidos ñames de los pies  -más de uno lucía alguna bichoca fruto de su propia o de la ajena impericia en el manejo de los citados elementos-. Era un tachón de los más gordos, de los que se usaban para clavar grandes travesaños, tablones sin desbastar o listones gruesos para batientes de puertas y ventanas; su siempre latente poder punzante iba a la par con nuestro respeto hacia él (nos metían miedo con la enfermedad del garrotejo; si nos clavábamos algo oxidado, la vacuna antitetánica consistía en quemar la zona lastimada acercando, lo más posible, la brasa incandescente de un cigarrillo o la llama y la esperma caliente de una vela de cera).

La tirada. Ya desde el envolvimiento teníamos dificultades para abracar con nuestras pequeñas manos aquel soyajo de artificio girante y, para más inri, tampoco ayudaba la aspereza de la dichosa liña hirsuta. Cuando la echábamos a bailar apenas si podíamos controlarla, parecía hacer lo que le daba su real gana; era una carraca que horadaba el suelo haciendo surcos y levantando piedrillas con sus vueltas desordenadas. Intentamos por todos los medios dejarla pajita para que tuviera un baile acompasado y hay que decir que no llegamos a conseguirlo. La  amolamos en la acera de Tomasito Valencia, le escupimos la puya para diluir el ferruje con papel de lija y probamos con limas profesionales sin obtener muchas mejoras; hasta lo intentamos meándola, por consejo del inefable Vicente el del Barranquillo Santo, pero… naranjas de la China, no sirvió de nada, ella seguía carraquienta y, por supuesto, ingobernable.

 

El juego. Recuerdo que bailaba desordenada como una papagüeva. Descomunal como una tolva, al compararla con los demás trompos, lucía fea, pambufa e incontrolable. Aunque la usábamos a menudo, cada vez que la hacíamos girar era una excitación nueva; verla dando vueltas y trasladándose por el suelo producía en los jugadores un efecto hipnótico, una especie de jiribilla incontrolable que nos llevaba a reír nerviosamente y a proferir en baja voz algunas palabrotas de admiración. Sólo servía para impresionar, para presumir de objeto singular, para jugar en solitario o, con los otros -pero de mentiritas-, a los dos tipos de diversión más usados en aquellos tiempos: la caldereta y la bombita.

A la primera modalidad nadie se atrevía a competir con la porreta pues la desventaja era mucha debido a su empuje aparatoso; tampoco se podía hacer uso de ella en la segunda forma de competición porque era un juego de precisión y el tal giróscopo no estaba para aquellas virguerías de psicomotricidad fina.

A veces jugábamos al comienzo de la carretera de Los Cardones, frente al Almacén de los Picos, no muy cerca de la esquina. A la altura de la puerta trasera de la casa de Encarnita Marrero hacíamos un gran círculo o caldereta que se cogía casi toda la anchura de la calle. En el centro depositábamos amontonados uno o dos peones por jugador. Se sorteaba el orden de participación; luego, con el mejor y más amañadito de sus trompos, cada jugador intentaba aplicar su experiencia y su geito para ganar en la apuesta. Había que tirar arrente del borde exterior alongándose lo más posible y lograr poner fuera de la circunferencia, con un golpe certero, alguno de los que estaban apeñuscados en el centro quedando la peonza atacante bailando (la normativa variaba a gusto de los jugadores). Se acababa la tanda cuando el último elemento disputado era ganado por alguien.

Las maldiciones al errar el tiro, las interrupciones por algún estúpido camión que pasara, las peleas, las trampas, las revanchas para intentar recuperar lo perdido, una madre inoportuna que le daba por llamarte en el mejor de los momentos… todo eso, y más, constituía la letanía y rutina de las cortas tardes de los meses más fríos del año.

Buscábamos las carreteras más atesadas por los chubascos para que los trompos bailaran bien -no hay que olvidar que cada juego tenía su temporada, no se jugaba “al rumbo” como ahora-, la temporada de lluvias que dejaba la tierra dura, aplanada y sin polvajera, propiciaba esta diversión. Había retos, apuestas y apreciación (de tapadillo) del material para apostar ya desde el aula y,  a la salida de la escuela, después de la sesión de tarde volvíamos a casa, sin tener prisa por llegar, jugándonos los trompos a la bombita.

En este tipo de disputa valía más la maña que la fuerza empleada en la caldereta. Si los practicantes vivían en sitios distintos se dibujaban dos circunferencias pequeñas en la tierra del camino, orientadas en la dirección del barrio de cada cual y distantes  unos treinta metros la una de la otra; en el punto medio entre las dos se disponía un trompo, el más birriento y añejo, que haría de testigo, éste sería desplazado -ya desde la tirada-con otro que se hacía bailar y, todavía girando, se cogía en la palma de mano para dar empellones y empujar con el bailarín al viejo en la dirección oportuna. Acababa el juego cuando el sufrido testigo entraba, a fuerza de golpes y de certeros toques, a la bombita del jugador más hábil. En ese momento se pagaba la apuesta y… a comenzar de nuevo.

Había algunas variantes en los desafíos y disputas, incluso se jugaba al cascazo y al puyonazo: no se apostaba nada, pero el trompo perdedor recibía un castigo de golpes secos y de puyazos que podían acabar con él deslascándolo o quizá dejarlo mutilado con feos boquetes e inservible (esto era motivo de trifulcas, discusiones y peleas a la piña limpia). Cuando nos mudamos a vivir a la capital de la isla aprendí de mis nuevos compañeros otro tipo de juego (¿?) llamado “la garipola”, consistía en amarrar los trompos con la liña y golpear de la manera más ruin posible para hacer el mayor daño que se pudiera en la madera del otro (nunca me gustó, donde hubiera un trompo bailando…).

Si los contendientes de la bombita eran del mismo barrio o iban en la misma dirección, se usaban tantos trompos como jugadores para empujarlos, cada cual el suyo,  sólo se dibujaba un redondel que se mudaba en cada partida situándolo cada vez más cerca del destino colectivo, el primero que metía su testigo en la circunferencia ganaba y recogía de los demás el fruto de las apuestas o infringía los castigos correspondientes a los elementos de los perdedores.

Nos pasábamos media tarde entretenidos -vuelta arriba, vuelta abajo-, sin agoniarnos mucho, con la maleta al culo (amarrada con el mismo cubrepolvo de la escuela), sin hambre, sin ganas de acabar la diversión, sin urgencias familiares, sin televisión, ocupando aquellas terregosas calles carentes de peligro, escasas de tránsito rodado y con poquísimas aceras; jugábamos participando del plácido y lento fluir de la Aldea Global que fue nuestro pueblo en aquellos tiempos: final de la década de los borrosos cincuenta, comienzo de unos prometedores sesenta que llegaban con aires de incipiente progreso.

Con los años, no sé en qué momento, el gran trompo quedó desfasado y reemplazado por otros juguetes más sugestivos, más de moda. Siempre me negué a venderlo, ni siquiera a canjearlo ventajosamente; iría a parar al cajón de sastre de mis trebejos y demás tarecos.

Pa’ mi gusto (creo) que lo dejé reposando escondido, cuando nos fuimos de arrancada para la capital, en algún guruncho secreto de mi antigua casa o del solar de mis tías.

La partida de nuestra familia para Las Palmas de Gran Canaria aceleró el ya iniciado proceso de sustitución -el chute de novedades atractivas que la ciudad me proporcionaba fue brutal y copartícipe de mis nuevas distracciones-, pero las vivencias de aquella época (y la misma porreta) quedaron atrapadas para siempre en algún recoveco de mi cerebro, tal vez al canto atrás del cerebelo, casi en los umbrales del cuarto trastero de la remembranza, justo donde subyacen, girando sin parar en la memoria -cual trompo-, nuestros recuerdos buenos e imperecederos. Allí, evocada con agrado y sin nostalgias satas o bobaliconas, está la gran peonza queriendo dar vueltas como la carraca que fue, aunque… ya limado su enorme puyón, amolado día a día por el paso implacable del Tiempo que no cesa, lo haga ahora de forma más tranquila, con un estilo cercano a lo suave, mucho más pajita y ligera, cada vez más ligera…

Enrique García Valencia, La Aldea de San Nicolás / 2009

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TORRIJAS DE PAN Y LECHE. CARNAVAL EN LA BOCA

TORRIJAS DE PAN Y LECHE. CARNAVAL EN LA BOCA

Desde la misma mañana han aparecido mascaritas por nuestras calles. Aunque les cuesta comprender a los vecinos y vecinas que pretenden regalarles huevos, tortillas y otras viandas carnavaleras, les dedicamos esta receta golosona, que no todo va a ser pedir perritas (euros) con voz aflautada.

TORRIJAS DE PAN Y LECHE.

INGREDIENTES:

Medio litro de leche.

Una cucharadita (de las de café) de canela en polvo.

Cuatro cucharaditas de azúcar.

La ralladura de la cáscara de un limón.

Tres huevos.

Dos panes de dos o tres días atrás cortados en lascas o rebanadas de unos dos centímetros de grosor.

Medio litro de aceite cruda, para freír. Mejor si es suave: de millo o girasol.

PREPARACIÓN:

En un plato hondo (de sopa)  mezclamos un poco de leche con azúcar y canela. En otro plato batimos un huevo con un poco de ralladura de limón.

Ponemos a calentar una sartén con el aceite a fuego medio. Cuando el aceite esté preparado (antes de que humee), remojamos rápido por las dos caras el pan en la mezcla de leche, azúcar y canela y a continuación lo pasamos por el huevo batido.  Y siempre rápido, ponemos a freír la rebanada a fuego suave, como ya dijimos. Así procedemos acompasadamente con todas las rebanadas: una en leche, otra en huevo, otra a la sartén.  Y sin que se quemen, atendemos a las que vamos friendo y dorando por las dos caras.

Para que queden ricas, nos fijaremos en que no lleven demasiada leche y se partan o poca leche y queden duras. Lo correcto es que la torrija se hinche un poco y el pan emulsione con la leche envueltos en una costrita de huevo con limón.

Se pueden comer calientes, tibias o frías, y aguantan en la nevera un par de días buenos.

Un truco para las personas a las que no les guste el olor del huevo que pueden desprender: unas gotas de limón batidas con azúcar vainillado multiplican su sabor y ocupan el olfato en algo más suculento.

Yo me las imagino con un chocolate espesito y un vasito de vino dulce (malvasía, por supuesto) o un licor de frutas al gusto.

PAISAJES EN EL RECUERDO: LOS REYES MAGOS DE HACE MÁS DE MEDIO SIGLO

PAISAJES EN EL RECUERDO:  LOS REYES MAGOS DE HACE MÁS DE MEDIO SIGLO

Las tiendas de Reyes de los años cincuenta

Los paisajes en el recuerdo de mis Reyes por los años cincuenta, como le ocurre a cualquiera de ustedes, están en discos imborrables de la memoria que se van haciendo más confusos en la medida que los años de la infancia desaparecen.

En primer lugar están las tiendas de Reyes, como lo describe en esta página Juan Antonio el de Purita, en un marco tan familiar para él como la de su casa comercio. Luego los mil y un cuentos de Reyes de cada familia.

Los que vivíamos lejos de La Plaza, a la que veníamos ocasionalmente o en los días de preceptos religiosos, era obligada la visita a la tienda de Purita, porque era la que más juguetes ofrecía por las semanas de Navidad y Reyes. Casi todos eran importados de la Península, sobre todo de las fábricas de Barcelona. En Las Palmas se adquirían a través de mayoristas de mercería, como Naranjo Lantigua, aunque había comercios especializados en distribución de juguetes al por mayor. En esta ciudad, en la Isleta había una fábrica de muñecas

fabricamuFábrica de muñecas en la Isleta, Gran Canaria (FEDAC)

Purita Hernández, la hermana de Abelito y de los Gemelos, tenía su tienda de ropa y bisutería frente mismo al Ayuntamiento. Por diciembre este era uno de los establecimientos que llenaba de ilusión a todos los niños. Los juguetes se exponían colgados del techo con hilo carreto. Carritos, coches, muñecas, pistolas, acordeones, trompetillas, panderos, guitarrillas, armónicas… en mil colores nos embelesaban de ilusión, sobre todo cuando el airecillo que de Los Cascajos entraba por el patio de aquella casa de flores y helechos hacia la tienda los movía suavemente, dándoles como un soplo de vida y con ello, además, los apreciábamos mejor con amplia perspectiva desde abajo.  Casi todos eran fabricados de cartón, madera, telas y algo de metal; no se conocía el material plástico.

Domitila Ramos, Tila, la del Barranquillo Hondo, también vendía en su tienda de telas juguetes, cada año aunque en menor proporción y variedad que Purita. De ida y venida a las escuelas de La Ladera, subíamos a su acera de piedra a modo de un alto poyo y entrábamos en aquella vieja casita de tejas que todavía subsiste, y nos poníamos a ver y contar los juguetes colgados del centenario techo a dos aguas: “me pido éste…” y cuando coincidía el pensamiento con la realidad del regalo de Reyes, aún reconociendo que habían estado allí, con precios incluidos, creíamos ver la mano de los Reyes Magos regalándonoslos en un mar de misterio, sobre todo cuando nos íbamos haciendo niños de más edad. Al respecto les cuento que yo grandito, habiendo recibido de mi padre, con mucho disgusto, la noticia de que los Reyes no eran otros que los padres, revolví una víspera de Reyes todo lo habido y por haber de mi casa y no encontramos ningún regalo. Estábamos seguros de que no había ningún juguete dentro de la casa porque mi hermano Luis y yo éramos buenos rastreadores, hasta el punto de que en una ocasión mi padre nos enseñó, para que tuviéramos cuidado, unos detonadores de dinamita, conocidos como “pitones”, que tenía para dar fuego en la finca y pozo de La Hoya, y los escondió. Tanto anduvimos que los encontramos en el hueco de un machinal externo de las paredes de piedra de nuestra casa, habiendo colgado a Luis cabeza a bajo, agarrándolo por las piernas desde la azotea, hasta encontrar “los pitones”. Pero aquella tarde noche de Reyes no había ningún juguete en nuestra casa. Para no cansarles más: mi madre había salido ya de noche a casa de Tila a comprarnos los Reyes, nosotros ya dormidos. Como llegó tarde sólo quedaban los juguetes más caros y a mi me tocó un camión modelo Pegaso, metálico, una novedad, que tantas veces había visto en la tienda de Tila que sabía su precio y que todos los niños que sabíamos que los Reyes eran los padres comentábamos que no estaban a nuestro su alcance. Mi ilusión fue tan grande al tener de regalo aquel camión que volví a creer en los Reyes Magos, considerando pues lo que lo que mi padre me había desvelado meses antes, para mí, una broma. Los Reyes Magos existían.

Mi familia tenía un comercio, la Tienda de Siso,  muy grande, que también, años atrás, hacia 1952-1953, vendía juguetes de Reyes, de lo que sólo tengo un vago recuerdo de un solo juguete: el hombre de las maletas. Se trataba de un muñeco metálico mecanizado que, dándole cuerda, caminaba con dos maletas en un movimiento que encantaba a todos. Cuenta mi madre que la gente llegaba a la tienda no para comprar sino para “Juanita dele cuerda al hombre de las maletas…” Era un juguete muy caro y fue el último en venderse en aquellos años aún de privaciones y falta de recursos vitales. Lo adquirió para sus hijos Wescenlao Afonso, “Juece” como le conocían en Los Espinos, el padre de Cisco el de COAGRISAN. “Juece” era una persona muy humorista, inteligente como todos los Afonso de La Plaza y Cabo Verde, y aquella noche de Reyes, dice mi madre, que los hizo reír mucho. Venía afeitadito pero con una cortada en la cara y me padre le preguntó por ella. Y contó que se la había hecho por un susto de los chiquillos. En aquella noche, por lo visto, sus tres hijos, Nicolás, Perico y Cisco, el más pequeñito, jugaban en la cama en la ilusión de aquellas horas previas a la llegada de los Reyes. Cisco tenía un trozo de pan, un manjar entonces, y no le quería dar parte a sus hermanos mayores. Entonces ellos idearon jugar a los cochinos debajo de la manta para quitarle el pan a Cisco, quien, cuando se vio sin él dio, grito un de muerte que asustó al padre mientras se afeitaba con la navaja que le cortó la cara.

Nuestros juguetes eran camioncillos de madera (lo mío de la casa de Tila fue una excepción entonces), acordeoncillos y muñecas de cartón, pistolas y rifles metálicos… Ya les conté en otro capítulo, aquí en Artevirgo lo de las pistolas y plumas de indios. Nunca las tuve de regalos; mi padre no quería por aquello del belicismo. El Día de Reyes, en el matiné de las cuatro de la tarde del Cinema X, de don Juan Marrero, se rifaba siempre una gran muñeca para las niñas y una pistola para los niños. Juan Manuel Díaz, el de Soledad la de don Juan Marrero, era el niño personaje paradigmático de las pistolas del Oeste en La Aldea; armado de un rifle, dos o más pistolas, cartucheras, pantalón vaquero y el plumaje de un jefe indio, en la tarde de Reyes siempre partía, carretera arriba desde Los Espinos a La Plaza, disparando una y otra vez con mixtos, como si fuera en plena aventura; en efecto, solía decir al salir armado mitad vaquero mitad indio: “abuela… me voy pa las montañas”.

Cuando ya me fui haciendo un poco mayor, con diez u once años, a principios de los años sesenta, comenzaron a llegar nuevos modelos de juguetes donde el material plástico los abarataba. Fueron mis primeros años de estudio del Bachillerato Elemental, en El Colegio. No recuerdo nada de recibir regalos pero sí de los muchos juguetes que ya tenían los niños y niñas y también recuerdo las primeras cabalgatas.

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La primera Cabalgata de Reyes en La Aldea, 5 de enero de 1961

No saben con qué expectación se desarrolló la primera Cabalgata de Reyes en nuestro pueblo de La Aldea de San Nicolás, ya denominado San Nicolás de Tolentino, en aquella tarde noche del 5 de enero de 1961.

El pueblo estaba aún en expansión. La presa de Caidero de la Niña se había llenado por primera vez, en marzo del año anterior. El verano había sido socialmente muy movido: alcanzaron gran éxito los bailes en la Piscina de los Leones; el farmacéutico don Tomás Fernández, había refundado como equipo representativo de fútbol a la Unión Deportiva San Nicolás, que en la temporada 1960-1961 estaba alcanzando notables éxitos deportivos en Segunda Categoría Regional. Las fiestas patronales se  habían sellado, de la mano organizativa de Pepe del Pino, con un gran esplendor: pregón a cargo de Sebastián Jiménez Sánchez; elección de Reina de las Fiestas, título que recayó en Reyes Navarro; grandes verbenas en La Alameda por la orquesta Iberia; la Bajada de la Rama, El Charco; juegos y competiciones del último día, siendo la carrera ciclista, desde La Playa al Pueblo, seguida con gran expectación, con Favio por entonces como líder indiscutible, y en las carreras de cintas la nota de humor de Yusef, el árabe que entre connios y mil farfullos por no alcanzar una cinta hizo reír a todos.  Además, en la parroquia había habido grandes cambios con la llegada de los nuevos curas, en febrero de 1960, don Miguel López como párroco y don José Perera, adjunto, quien comenzó a dinamizar las fiestas religiosas. Seguramente entre Perera, Pepe del Pino, éste ayudado por su gente, los ingeniosos Tente y  Toni, idearon desarrollar, para 1961, la primera y gran Cabalgata de Reyes. Empezaron a organizarla desde noviembre.

Qué bien recuerdo aquel 5 de enero de 1961. Se respiraba un ambiente extraordinario para aquella primera Cabalgata de Reyes, cuando me faltaba un mes para cumplir los doce años. Ocupé con mis padres, hermanos y primas de La Marciega un puesto en los asientos y barras de la Plaza de la Alameda que daban a la calle principal, todos los espacios estaban repletos de gentes como o más que un Día de San Nicolás. Por los altavoces íbamos oyendo la narración que Pepe del Pino hacía del desfile que llegaba frente de la ermita de San Nicolás donde estaba el Belén. El paisaje de luces y sonidos nocturnos deslumbró más cuando empezó a avanzar la Estrella de Oriente, en la calle principal, a doscientos metros del Belén. Entre las barras metálicas de la Alameda yo intentaba reconocer algunos de los cientos partícipes en la comitiva, pero no podía; oía que el Rey Baltasar era Vicente Bautista, Tente; pasaron rondallas, lanceros, pastores, romanos…. hasta el Rancho de Ánimas que hacía más de cinco años que no cantaba; al primero que reconocí fue al  Rubio, de Antonio Frasca, que  llevaba un atuendo circense misterioso para nosotros que lo convertía en dos personajes distintos; luego vi a Félix Alonso, compañero de estudios, que iba sobre un caballo. Pero de mis recuerdos a los hechos reales caben muchas escenas y personajes  más,  de una  Cabalgata que seguramente aún, casi medio siglo después, no ha sido superada; al menos en expectación ciudadana. De la pluma de su principal organizador, José del Pino, les recorto algunos pasajes de su detallada crónica periodística; pues quién mejor que él nos puede relatar lo que denominó como el  más grande y “brillante cortejo que impresionó a grandes y pequeños”, el mayor espectáculo del mundo en aquel pueblo de nuevo nombre oficial:

POR LOS PUEBLOS

San Nicolás de Tolentino

Impresionante y vistosa Cabalgata de Reyes

Desde la 7 de la tarde comenzó a llegar una afluencia extraordinaria de gentes de todas las clases sociales, que rápidamente iban ocupando las aceras del itinerario (…)  a las 8,30 comenzó el desfile en Los Llanos (…) abrió la marcha un pelotón de 15 motos que avanzaban de tres en fondo, luciendo los motoristas cascos y sombreros con alusiones reales. A continuación desfilaba una artística carroza de la Reina de las Fiestas y su corte de damas de honor (…) seguidamente y de 4 en fondo marchaban un nutrido grupo de ciclistas. Inmediatamente, detrás de los ciclistas iba una rondalla del barrio de Tasarte con el alcalde de dicho barrio a la cabeza. Seguía un conjunto de cuerdas y clarinete del barrio de El Hoyo. Luego, y a una distancia prudencial, marchaba otro conjunto bastante nutrido de los Manantiales. Detrás de este conjunto desfilaba el Rancho de Ánimas,  compuesto casi todo de ancianos y que reaparecía ahora, después de mucho tiempo sin actuar en público. Al Rancho de Ánimas le seguían dos largas filas de pastores con antorchas -unas doscientas- que a todo lo ancho de la calzada iluminaban la cabalgata. En el centro de las antorchas avanzaba la rondalla del casco típicamente ataviada. Poco después seguía la banda municipal de música, que llevaba delante bailando al ritmo de sus tocatas un curioso número combinado. Detrás de la Banda de Música marcha un tronco cargado por cuatro lacayos portando los cofres que habían de ofrendar los Reyes. Tres lanceros escoltaban el trono. Aparecía luego el Rey Melchor que montaba un elegante caballo. Su Majestad iba escoltado por diez lanceros que lucían sus atractivos uniformes. Un grupo de doncellas portando jarras y mantos orientales desfilaban detrás del Rey Melchor. A continuación seguía el Rey Gaspar, montando también un vistoso caballo y escoltado por diez lanceros con los uniformes y emblemas del Rey. Un lacayo mantenía la larga cola de la capa de Su Majestad el Rey Gaspar. Por fin,  aparecía el Rey negro, Baltasar; este iba en un caballo blanco y le daban escolta pajes, lacayos y diez lanceros negros. La capa de este Rey era muy atractiva y llamaba la atención a su paso. Varios caballos portaban los equipajes reales. Cerraba la marcha la Policía Municipal.

(…) Cuando faltaban unos doscientos metros para que los Reyes llegasen al portal apareció la estrella luminosa, la cual medio de un ingenioso dispositivo avanzaba delante de Sus Majestades hacia el portal viviente (…) Cuando los Magos de Oriente ocuparon sus tronos comenzó la actuación de los grupos que tomaron parte en la Cabalgata. El primero en actuar fue el Rancho de Ánimas (…) Todos fueron premiados con cariñosos aplausos de los miles de espectadores.

Por último se celebró la ceremonia de las cartas. Cientos de niños se acercaban a los Reyes y entregaban sus cartas con sus peticiones.. Fue esta una ceremonia emocionante y llena de ilusión para la población infantil (…)

[J. del Pino. La Falange, 11-01-1961]

 

No recuerdo cuántas cabalgatas se organizaron después, pocas o ninguna. A principios de los años ochenta la asociación Culturaldea volvió a organizarlas a lo largo de unos pocos años, sin medios económicos ni recursos humanos y con la crítica negativa de gente a su labor. Recuerdo una de ellas con un solo Rey Mago, sobre una burra, que por muy pobre que iba, el profesor Antonio Ramírez, que en paz descanse, le dio un halo de majestuosidad ante los niños que a sus pies llegaron a depositar su carta. Recuerdo que llevé a mi hijo Amanhuy, le dio unos caramelos y lo llamó por su nombre y el chiquillo, asombrado, cómo era posible que el Rey Mago lo conociera. Y así fue y así será. Para los niños todo es verdad en la mágica Noche de Reyes.

Luego el Ayuntamiento retomó el proyecto y desde los años noventa hasta la actualidad se han venido desarrollando estas cabalgatas hasta los últimos tiempos en que se enlaza con el Auto de los Reyes Magos que organiza el Proyecto Comunitario. Recuerdo el primer auto de estos, cuando el centurión, cuyo papel lo hacía Luis Miguel Valencia, ordenó la matanza de los niños de Belén con tanta fuerza de voz y veracidad, que los pequeños que estaban en La Plaza, esperando entregar sus cartas, asustados empezaron a llorar. Y es que la ilusión infantil ante los Magos de Oriente está en otro estadio social muy distinto al de un Auto de Reyes. Este año, cosa que aplaudimos, se ha separado ambos actos.

 

 

Francisco Suárez Moreno

Cronista Oficial de La Aldea de San Nicolás

ENLACE EN LA PÁGINA OFICIAL DE LOS CRONISTAS DE ESPAÑA

 

La tienda de Purita

La tienda de Purita

La tienda de Purita, mi madre, era, para los niños, la más popular del pueblo. Durante todo el año vendía de casi todo, pero a partir de diciembre se dedicaba casi exclusivamente a la venta de juguetes.

A principios de diciembre llegaban las grandes cajas de madera llenas de juguetes. Los niños de la casa curioseábamos en ellas para ver si percibíamos algo de su contenido, pero nos quedábamos con las ganas. Nuestra mente volaba pensando en qué novedades habría ese año.

Al día siguiente mi padre las abría, cuando mis hermanos más pequeños se habían quedado dormidos. Sólo quedábamos en pie mi hermana Marisa y yo, que asistíamos con los ojos como platos, observando cómo iban sacando coches de carrera, balones, muñecas, camiones y toda clase de juguetes .

Luego procedían a colocar los precios y seguidamente mi padre extendía unas cuerdas, entre las dos estanterías. Luego amarrábamos los juguetes que quedaban colgando como estrellas en el cielo.

Ya la voz se había propagado por toda la chiquillería del pueblo:

-Ya llegaron los juguetes a la tienda de Purita.

Al día siguiente los niños se presentaban para ver los que les habían quitado el sueño durante un largo tiempo.

Uno exclamó:

-Yo me pido un balón de fútbol- y para que no hubiera dudas, aclaró- ¡de reglamento!

Otro gritó decidido:

-¡Yo le pido una bicicleta!

Y una niña, que apenas llegaba a sobresalir su cabeza del mostrador, pidió tímidamente:

-¿Me puede enseñar aquella muñeca, por favor?

Un día se presentó Antonio "el Chula" y le dijo a mi padre:

-Antoñito, deme la moto que quiere mi hijo. No me deja tranquilo, ni puedo dormir, siempre está con la misma cantinela:

-Una otilla...Una otilla...Una otilla...

Y el buen señor le compró la moto a su hijo y volvió la paz a su hogar.

Una vez que los niños habían elegido su juguete, sus padres les acompañaban para verlos y saber su precio.

Unos se apresuraban a comprarlos desde el principio. Otros esperaban a mediados de mes para encargarlos y unos pocos se presentaban en los últimos días antes del Día de Reyes.

El día 5 de enero, a las doce de la noche, siempre llegaba el Sr Rodríguez, Gerente de la Comunidad Bersabé, a comprar los juguetes más caros, los que nadie había adquirido por su elevado precio. Los hijos de ese señor fueron compañeros de mis hermanos, uno de los cuales, Román, fue Presidente del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Canarias hace poco tiempo.

Hablar de la tienda de Purita era sinónimo de juguetes, de alegría, de profundos sentimientos y de grandes emociones.
Aún hoy es recordada con cariño por las personas que fueron niños en aquella época.

 

GRACIAS GRANCANARIA-DORAMAS.BLOGSPOT.COM

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Gracias por premiarnos, pero sobre todo por seguirnos. Aunque con menos frecuencia de la que queremos, intentamos en este blog reunir las voces de personas de La Aldea de San Nicolás (de nacimiento o de corazón), para que se  conozca  nuestra manera de vivir y haber vivido, nuestra forma de interpretar nuestro mundo y nuestra forma de crear nuevos mundos, aportando a la cultura un mucho o un poco, según se quiera.

De parte de todas las personas que colaboramos en ARTEVIRGO, gracias.